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Capítulo 3

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LOS SUEÑOS

Los establos no estaban muy alejados de las dependencias que rodeaban el alcázar donde don Alfonso Enríquez, a la sazón conde de Gixón y Noronha e infante de Castilla, tenía fijada su residencia.

Había una torre situada en un extremo del conjunto, era una impresionante estructura de piedra de cuatro alturas rematada con almenas. Anexo a la torre estaba el edificio principal de tres pisos.

Para cuando llegamos yo ya había desechado definitivamente la idea de que una empresa de entretenimiento hubiera montado un escenario en Gijón al estilo de los estudios Cineccitá. Aquel despliegue era demasiado impactante y Bernal resultaba demasiado creíble para ser un simple aficionado a las series históricas jugando a recrear una. Además, los juegos no duraban días, sino unas horas, y a estas alturas todo el mundo debería estar ya volviendo a casa y a su propia y caliente cama con un buen montón de fotos en el móvil en lugar de andar deambulando por establos. Y yo no había visto un solo móvil en escena desde que me había llevado el porrazo. Nadie haciéndose un selfie, ni un solo coche, y desde luego aquellas casas no se parecían en nada a los edificios de Gijón. No, no podía ser un juego de rol ni nada por el estilo. Hipótesis 1: rebatida. Hipótesis 2: en estudio, sigo inconsciente y estoy viviendo un sueño sorprendentemente real.

Dejé que me guiara hasta los establos sin fijarme en el camino. Solo deseaba poder dormir un rato, si es que no lo estaba haciendo ya y en realidad lo que deseaba era despertarme. Noté el característico dolor asociado a la tensión sobre las cejas y me masajeé las sienes.

—Aquí estarás bien, es caliente y tranquilo.

Se oyó un relincho al fondo del establo. Efectivamente parecía un sitio agradable donde poder descansar. Un bulto en una esquina se removió. Era uno de los mozos de cuadras. Por lo que Bernal me había contado el resto de los empleados tenían casa en la villa o dormían en una casa de servicio junto a la casa principal. Solo se quedaban en las cuadras si era necesario como por ejemplo cuando una yegua estaba a punto de parir.

Me dio una manta con olor a heno seco y a animal y me condujo a un lugar resguardado. Me eché sobre la paja e inmediatamente sentí todo el peso del cansancio. Estaba a punto de quedarme dormida cuando un perro que pasaba por delante de los establos me vio y decidió entrar. Los caballos debían de estar acostumbrados a su presencia porque no se movieron. Tenía un pelaje brillante y gris y las patas blancas como la nieve. Los ojos dorados y el cuerpo de un atleta, imponente, regio. Si no fuera por su tamaño le hubiera confundido con un lobo. Me olisqueó con interés y se acomodó en la curva de mi vientre. Me encantan los perros, así que su calor terminó por calmarme y solo alcancé a musitar un desvaído gracias hacia Bernal mientras me aferraba al animal. Estaba convencida de que en cuanto abriera los ojos todo estaría de nuevo en su lugar. A no ser que… pero no, esa opción era descabellada.

—Felices sueños, muchacho —musitó Bernal mientras me pasaba la mano por los despeinados rizos y fruncía el ceño preguntándose por qué mi desaliñado aspecto le despertaba tanta ternura.

Estaba en un campo plagado de margaritas, era una tarde cálida de septiembre. Lo sabía por la luz, dorada y acogedora, y por la tibieza del sol que me acariciaba el rostro. Oía la voz de mi madre, dulce pero enérgica, llamándome.

Mi relación con mi madre había sido atípica, o puede que no tanto, pero a mí, siendo la hija, me lo parecía. No conocí a mi padre ni ella quiso desvelarme su identidad, eran muy jóvenes y yo fui el resultado de una relación fugaz, para qué remover el pasado. En ocasiones, mi abuela nos decía que yo parecía la madre y mi madre la hija, en el fondo tardó más que yo en crecer. Cuando yo tenía quince años se casó y se mudó a otro país, tardé en perdonarle lo que veía como una traición. Me sentí abandonada por quien se supone que más debe preocuparse por ti. Con el tiempo comprendí que necesitaba volar y ese era su momento de hacerlo. Las madres también tienen derecho a vivir su propia vida. Comprendí que lo hizo lo mejor que supo y que eso también es amor.

Mi abuela, con la que había vivido desde que mi madre se fue, falleció un par de años después dejándome desolada y con una pequeña herencia que me permitió terminar mis estudios, aunque pronto fue necesario buscar trabajo. Era duro, pero era libre, dueña de mis decisiones y de sus consecuencias. Hacía unos meses que mi madre y yo habíamos retomado el contacto, aprendiendo a conocernos como mujeres adultas y dejando atrás nuestros roles pasados.

De repente, el trajín a mi alrededor me hizo despertarme. ¿Quién estaría montando semejante escándalo? Mis vecinos eran un matrimonio de cierta edad y por lo general bastante silenciosos. Tenía una sensación extraña, como si no hubiera descansado lo suficiente. Alargué la mano para buscar las almohadas que solía dejar esparcidas por la cama durante la noche. Al no encontrar nada entreabrí un ojo y volví a cerrarlo de inmediato para abrir después los dos de par en par. No podía ser posible, ¡seguía allí! Donde o cuando quiera que eso fuese. Mi compañero de cama me había abandonado y mi manta estaba llena de su pelo. Echaba en falta su calor.

Seguía allí, se me formó un nudo en la garganta que me hizo difícil tragar mi propia saliva. Finalmente, me había convencido a mí misma de que todo había sido una especie de ensoñación derivada de la pérdida de consciencia. Como aquella vez en que, con ocho años, me había desmayado en clase de gimnasia y me había despertado media hora después contando una historia sobre un viaje en barco para regocijo de mis compañeros de clase.

Recuerdo haber llegado a casa con un chichón y a mi abuela mirándome sonriente y abrazándome con ternura. La oí decir que era algo así como mi bautismo. Yo no entendía nada. Me habían bautizado cuando tenía un par de meses, según la costumbre de la época, y desde luego esta vez no había tenido nada que ver con agua bendita ni pila bautismal ni cura ni nada de nada. Más bien me había sentido completamente ridícula por caerme al suelo sin razón aparente.

Ella me sentó delante de una taza de cacao tamaño gigante y un buen montón de galletas y se acomodó en la silla a mi lado. Me miraba en silencio mientras yo engullía con deleite.

—¡Qué vergüenza, güelita! Intenté sentarme, ¡pero me caí de culo!

Ella sonrió.

—¡Ojalá no vuelva a pasarme nunca más!

Pero pasó algunas veces más. Los médicos les explicaron a mi madre y mi abuela que los desvanecimientos eran producidos por mi baja tensión arterial. Resultaba un poco molesto, pero no tenía mayor trascendencia y además me aseguraba una vida longeva. Esa era una cuestión que me traía sin cuidado a esa edad, los niños siempre se creen inmortales.

Al escuchar el dictamen mi abuela sonrió. En aquel momento yo pensé que la explicación la había tranquilizado. No sabía que en realidad sonreía porque por fin había surgido una más, la última de muchas.

Asumimos mis desmayos como algo natural con lo que convivir. A veces eran cortos episodios que lograba disfrazar de mareo ocasionados por el calor o los nervios. Otras eran más largos, casi siempre coincidiendo con mi presencia en lugares rodeados de naturaleza. En esos casos, después de despertarme mi mente había registrado en una especie de bitácora mis vivencias. Era como si yo tuviera que dejar de estar consciente en este mundo para saltar a otro. Y resultaba tan real que llegaba a creerme que mi vida era capaz de ser múltiple. Siempre era yo, en el fondo, pero no en el mismo lugar ni en el mismo tiempo. Eran como esos sueños que se mantienen pegados a la piel cuando las sábanas aún están calientes, pero su recuerdo va desvaneciéndose poco a poco.

Los síntomas siguieron manifestándose hasta que llegué más o menos a la pubertad. Momento en el que empecé a encontrar bastante más atrayente lo que ocurría en el mundo exterior que en el interior y todo se interrumpió sin más.

Pero recuerdo un día, después de la ración de cacao y galletas del desayuno, en que mi abuela me llevó a la sala y abrió el cajoncito de una mesita de castaño. Dentro había un papel amarillento, solo contenía unos cuantos nombres femeninos escritos con una caligrafía pulcra y delicada y unidos entre sí por una línea floreada.

No reconocí los que estaban arriba, pero sí dos de ellos. El último nombre de la lista era el mío, Blanca, e inmediatamente encima de mí estaba el de mi abuela, Inés.

—¿Qué es esto, abuela?

Ella se tomó unos segundos para contestar. Como si estuviera valorando la conveniencia de explicarme la verdad.

—La línea de sucesión, pequeña. Eres la última de nuestra estirpe que tiene el don. La última saltadora.

Hizo una pausa. Yo no era particularmente buena saltando a la comba y no creía que ese papelito mejorara mis habilidades con la misma.

—Antes que yo estuvo mi abuela y antes que ella la suya y así se remonta a mucho tiempo atrás. A los tiempos en que la magia no tenía que esconderse y los nuestros andaban libres por la tierra. Te esperan cosas maravillosas si abrazas el don que habita en ti, pero recuerda que siempre podrás decidir por ti misma.

La miré sin comprender. Cogió mi mano y depositó dentro el papel cuidadosamente doblado. Rodeó mi mano con las suyas.

—La vida es como las cuerdas de una guitarra, Blanca. Algunos pueden hacer saltar sus dedos entre ellas y componer una bella melodía, pero solo unos pocos son capaces de hacer que la melodía se te cuele tan profundamente que resuene en tu alma —explicó, aunque yo no entendía nada de lo que me estaba revelando.

Me sonrió fijando en mí aquellos ojos de color verde musgo idénticos a los míos. Luego levantó la cabeza para mirar al horizonte a través de la ventana.

—Alba rubia, o viento o lluvia —recitó aquel viejo refrán que repetía a menudo y se volvió hacia mí—. No tardes en regresar, Blanca. Pronto lloverá.

Cuando estaba en la casa de mi abuela me despertaba temprano. Creo que la certeza de que me dejaría corretear libre por el valle me emocionaba tanto que mi cerebro se programaba para dormir solo lo estrictamente necesario.

Antes de que terminara de hablar yo ya salía por la puerta a toda velocidad dejando tras de mí la estela de cuadros rosas y naranjas de mi ligero vestido de algodón. De cerca me seguía un perrito de raza indefinida y ojos del color del caramelo quemado.

Tal y como mi abuela había predicho el cielo comenzó pronto a encapotarse. El verano asturiano era siempre una sorpresa.

Yo llevaba un buen rato jugando cerca de la iglesia en compañía de mi fiel y achuchable Simón cuando las primeras gotas se estrellaron contra nuestras cabezas. Nos miramos, había que salir corriendo si no queríamos llegar a casa empapados.

Cogí el ramillete de diminutas margaritas que había estado recogiendo y me lo metí en uno de los bolsillos de mi vestido. Al ir a hacerlo toqué algo, era el papel con la lista de nombres que me había dado mi abuela. No sé por qué, pero sentí el repentino impulso de ocultarlo en algún sitio en que estuviera a buen recaudo. No había mucho tiempo para pensar y los restos del antiguo muro de la iglesia me parecieron una buena opción. Después de todo, se trataba de un lugar sagrado.

Entre las piedras perfectamente encajadas entre sí encontré un hueco en el que un helecho de hojas rizadas, jugosas y de un brillante verde había nacido. Me pareció el lugar ideal para ocultarlo. Lo estrujé dentro del agujero justo antes de que las gotas de lluvia empezaran a multiplicarse. Y luego, como ocurre tantas veces con los niños, me olvidé de él. Mis desmayos se volvieron cada vez más infrecuentes y acabaron por desaparecer… igual que mi abuela y sus historias.

Muchos años después, leyendo una de esas revistas de divulgación que incluyen una pincelada de ciencia aquí y allá me topé con un artículo sobre la teoría de cuerdas y su relación con los vórtices energéticos. A pesar de ser una versión para neófitos era un lío y no llegué a comprenderlo del todo, pero por alguna razón las palabras de mi abuela acudieron raudas a mi mente desde algún recóndito lugar de mi memoria.

Cuando me desperté sobre la cama de heno de los establos del conde Alfonso Enríquez algunos recuerdos volvieron a manifestarse como los fantasmas que eran. Me daba miedo admitir algo que ya sabía que era un hecho, como si ignorarlo pudiera borrar su existencia.

Si el tiempo no existiera

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