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Capítulo 7
ОглавлениеNO TAN NIÑO
Lunes 2 de noviembre de 1394, un día antes de la firma de la tregua
La delegación encabezada por el conde Alfonso Enríquez, señor de Cabrera y Ribera, de Ribadesella, Villaviciosa, Nava y Laviana, de Cudillero, Luarca y Pravia, de las dos Babias, y su hijo era nutrida y pese a no ser costumbre habitual había algunas damas en ella. Constanza y yo fuimos requeridas para viajar con el séquito de la condesa. Como cualquier madre, Isabel quería apurar hasta el último minuto con su hijo y asegurarse de que sería tratado de acuerdo a su rango. Después de todo era el nieto de un rey.
Antes de abandonar el palacio del conde este dio instrucciones a sus leales para asegurar la villa evitando así alguna artimaña por parte del ejército del rey Enrique. Nunca se era lo suficientemente previsor. Entre sus hombres pude ver a Harry Paye y a Sam. Aunque Bernal consideraba poco menos que deshonroso contar con mercenarios, lo cierto es que había escuchado que algunos eran considerados como soldados respetables e incluso se especializaban en algún tipo de combate concreto. Algo me decía que no era el caso de Paye y sus hombres.
Waters pareció tan sorprendido de encontrarme allí como yo de encontrarle a él. En cuanto pudo se apartó del grupo y se me acercó.
—¿Qué hacéis aquí? —me dijo en un susurro.
—La condesa ha pedido que formemos parte de su séquito.
—No vayáis, puede ser peligroso.
—Como si estuviera en mi mano decidir…
—En ese caso, iré con vos.
—¿Has perdido la cabeza o estás aún borracho?
Se apartó, parecía ofendido. No podía entender ese súbito interés por mi destino. Nos habíamos visto un par de veces e intercambiado unas pocas palabras. Prácticamente éramos unos desconocidos, aunque en el fondo me sentía halagada. Iba a marcharse, pero me aclaré la garganta y le detuve.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por el libro y… por tu preocupación.
Me traspasó con una mirada muy distinta a las anteriores, una mirada verdadera. Levantó la mano como para decirme que estaba bien y se alejó en dirección a Arripay sin decir nada más. Sentí frío al subirme al caballo. El tipo de frío que no depende de la temperatura exterior, sino de la zozobra interior.
Nos separaban escasos kilómetros del campamento de Enrique III, pero no iba a ser tan cómodo como realizarlos en coche. Yo no estaba acostumbrada a montar, una manera suave de decir que no tenía ni idea de cómo iba a conseguir permanecer encima de aquel animal. Y aunque mi yegua era tranquila y dulce, ese enorme cuerpo cálido entre mis piernas imponía respeto.
Más allá de las murallas la naturaleza se había hecho dueña y señora de todo. El camino era rústico y con alguna charca formada por las recientes lluvias. Estaba delimitado por húmeda hierba y una buena cantidad de ortigas y otras plantas. A pesar de mi casi nulo conocimiento sobre el tema sí que pude distinguir las últimas flores, de un oscuro color anaranjado, de Pimpinela Escarlata. Siendo yo tan aficionada al cine, el descubrimiento de la planta que había dado nombre a una de mis películas favoritas de capa y espada me había producido una nada desdeñable emoción años atrás. Sabía que era tóxica, pero que se usaba en la antigüedad como cicatrizante e incluso para tratar trastornos mentales. No quise imaginar los efectos sobre los pobres enfermos.
Marchábamos a un ritmo lento, habíamos salido temprano y por lo que me habían dicho tardaríamos menos de medio día en alcanzar nuestro destino. De eso modo dispondrían de toda la tarde para depurar los detalles.
Iba rezagada, demasiado ocupada en mantenerme medianamente erguida sobre mi montura. Constanza retrasó a su caballo hasta quedar a mi altura. No le dio importancia a mi vacilante postura de amazona. Aproveché para preguntarle por el motivo de nuestra presencia allí. El día anterior no habíamos tenido tiempo de analizarlo.
—Creo que la condesa desea añadir un punto exótico a su séquito de damas de compañía. Como para restregarle a la reina Catalina que no es la única en contar con una corte cosmopolita. Después de todo, si las aspiraciones del conde llegaran a buen fin, Isabel sería reina y, siendo bastarda, como es, necesita adornar su condición. Una dama exótica siempre fortalece el poder de una corte.
—¿Exótica yo? Me parece que se equivoca.
—Ya corren rumores sobre ti, bien salpimentados por el imaginario popular —dijo bajando la voz en tono de confidencia.
Enarqué las cejas en signo de interrogación y ella continuó poniéndome al día.
—Tu llegada ha sido inesperada y misteriosa, nadie en el puerto recuerda haberte visto bajar de un barco y la entrada por tierra es difícil. Convendrás conmigo en que hasta aquí están en lo cierto.
Me mordí el labio inferior, más temprano que tarde tendría que sentarme con ella y Bernal y darles una explicación acerca de cómo había hecho ¡zas! y aparecido allí.
—Hay quienes aventuran que eres una especie de loba blanca. Lo dicen porque tu piel es muy blanca y Beo te sigue adonde quiera que vas y ya sabes cuánto se parece a un lobo. Recuerda que yo misma llegué a esa conclusión —continuó hablando—. Piensan que el capitán te encontró vagando por los alrededores de Luarca, como si fueras una descendiente de la manada de lobos de la leyenda, y te acogió. Supongo que ya habrás notado algunas miradas de respeto mezcladas con un poco de miedo.
Yo no me había fijado, pero ahora que lo mencionaba…
—¿Qué cuenta esa leyenda? —pregunté.
Constanza se dispuso a ilustrarme con diligencia.
—La leyenda cuenta que una tarde llegó al puerto un extraño y enorme barco. Atracó y de él bajó un personaje con turbante que reclamaba la presencia de un sacerdote. Este se reunió con el infiel y tras deliberar desembarcaron con veneración una gran arca y se la entregaron para luego volver a la mar. Los habitantes de la villa pronto escucharon aullidos de lobos acercándose a Luarca. El jefe de la manada era el lobo más grande que se había visto nunca en la zona. Los lobos rodearon el arca y el más grande se postró ante ella para venerarla. El nombre de la villa es una derivación de «lobo del arca» o «llobu del arca» en bable.
—Qué curiosa historia…
Pero la italiana no tenía tiempo que perder, había más cotilleos jugosos que estaba deseando compartir.
—Otros proponen una explicación más terrenal. Afirman que no eres sobrina, sino hija de Bernal.
—No me lo puedo creer… —murmuré estupefacta.
—Espera que sigue, ayer mismo descubrí a las doncellas cuchicheando en la cocina y me enteré de la historia completa. Dicen que eres fruto de un amor de juventud desdichado.
No podría ser de otro modo para mantener el interés de la audiencia, pensé.
—Tras la muerte de tu madre —continuó Constanza—, el capitán decidió hacerse cargo de ti para buscarte marido y asegurar tu bienestar futuro.
—Claro… un marido… justo lo que me hace falta ahora —dije para mí misma.
Si en lugar de en la edad media estuviéramos en mi propia época me hubiera hecho de oro montando un negocio de wedding planner a juzgar por la afición de esta gente a pasar por el altar.
—No te extrañe que le adjudiquen una paternidad a Bernal, tiene fama de conquistador… para mi fastidio —se rio.
Constanza pertenecía a ese tipo de mujeres tan seguras de sí mismas que hablar acerca de lo irresistible que era su pareja no la afectaba lo más mínimo. Por otro lado, la fama me parecía totalmente justificada, mi protector emanaba un poderoso atractivo animal. No sabía si había estado casado, pero me resultaba difícil de creer que nadie hubiera logrado echarle el lazo. Yo misma me había descubierto en un par de ocasiones sintiéndome turbada en su presencia aun cuando él me trataba con una ternura casi familiar.
—¿Y todo esto lo han ideado en un día y medio?
—En unas horas, y les ha sobrado tiempo —aseveró.
—De modo que o soy medio humana, medio loba o una hija perdida. —No salía de mi asombro.
—Te has convertido en una atracción en una corte aburrida y ávida de entretenimiento y la condesa quiere tener la exclusiva.
No estaba muy contenta con mi nuevo papel de atracción, pero tendría que aguantarme.
—¿Y qué dice mi tío de todo esto? —quise saber.
—Prefiere ni confirmar ni desmentir y que cada cual crea lo que quiera mientras te dejen tranquila. —Cambió de tema—: Te he visto hojeando mis libros. ¿Dónde aprendiste a leer?
—En la escu… —me interrumpí, ¿había escuelas en este siglo?—. Tuve un tutor.
—¿Has recordado algo?
—Solo cosas sueltas, inconexas de momento.
Justo a tiempo para eludir el interrogatorio la comitiva se detuvo, habíamos llegado a nuestro destino. Nos acomodamos en la medida de lo posible mientras el conde y sus caballeros estaban reunidos con el rey a fin de concretar los términos del pacto. Dispuso que se firmaría cuando sus escribientes hubieran terminado de redactar el documento: en la mañana del día 3 de noviembre de 1394. Nombraron árbitro de la contienda al rey de Francia, Carlos VI. Durante la tregua, Enrique III enviaría embajadores a la corte francesa a fin de exponer sus quejas sobre su levantisco tío. Asimismo, don Alfonso presentaría personalmente sus alegaciones al respecto. El rey Enrique había puesto cuidado al escoger al mediador, esperaba que sus buenas relaciones con Francia garantizaran que la balanza se inclinara a su favor. Se acordó un plazo de seis meses durante los cuales el rey tendría a su disposición todas las posesiones del conde en Asturias a excepción de la villa de Gixón con una condición: no podía abastecerla de víveres, armas ni hombres ni alejarse de ella más de tres leguas. La entrega de su hijo Enrique garantizaría el cumplimiento del acuerdo. Pero o poco conocía el rey a su tío o pecaba de ingenuo porque el conde no pensaba hacer otra cosa distinta a seguir sus propios planes. Con hijo rehén o sin él.
La tarde iba a ser larga y necesitaba estirar las piernas. Salí de la tienda discretamente, no me fue difícil, los nervios se palpaban en el ambiente y cada cual los calmaba como podía. Quería estar sola y pasear un rato. Eran muchos los acontecimientos que se amontonaban en mi cabeza en tan poco tiempo. Me urgía ordenarlos, apenas había tenido un respiro para pararme a pensar en una solución. Quedarme en el siglo XIV no era una opción, pero no tenía ni idea de cómo volver. Sabía que necesitaba estar cerca de un lugar con un fuerte flujo de energía, al menos eso había logrado recordarlo, pero ¿qué era lo que activaba el mecanismo?
El campamento era grande y en él ondeaba orgulloso el pendón morado del reino de Castilla. El cansancio empezaba a reflejarse en los rostros de la soldadesca. Las guerras son un pozo sin fondo que se tragan los dineros y la moral de quienes las luchan. Hacía frío y habían encendido hogueras aquí y allá en un intento de combatirlo. Había grupos de soldados por todos lados, no parecían muy amistosos. A mis oídos llegó un comentario grosero y un coro de risotadas acompañándolo. No quería problemas, así que me aparté del grupo, pero un joven soldado que no llegaba a la veintena se envalentonó. Estaba bastante sucio y le faltaban un par de dientes. Se levantó y caminó hacia mí.
—Dicen que las lobas ya han empezado su época de celo.
Los otros festejaron la ocurrencia. Yo seguí caminando, pero el soldado me siguió y logró alcanzarme.
—Me gustaría comprobar si lo hacen como los perros. —Me había cogido por la muñeca con firmeza y atraído hacia él mientras con la otra mano me palpaba con descaro. Tenía un aliento asqueroso. Forcejeé, pero estaba acostumbrado al cuerpo a cuerpo y me inmovilizó acercándome más a su cuerpo. Pude notar que estaba teniendo una erección—. Quieta, perra asturiana. Vamos a bajarte esos humos.
—Suéltala —dijo de pronto una voz a nuestras espaldas.
El soldado me liberó de inmediato y se encogió antes de hacer un saludo militar hacia el propietario de la voz, Pero Niño.
—Vaya, vaya… qué sorpresa… Blanca —dijo dirigiéndose a mí mientras el otro se marchaba presuroso.
Casi me alegré de verle hasta que decidió asirme por el brazo. Se estaba convirtiendo en una desagradable costumbre. Intenté soltarme infructuosamente. Me cogió los brazos con ambas manos.
—Quieta, vamos a un lugar más tranquilo donde podamos hablar.
—No tenemos nada de qué hablar, Pero. —Me temblaba la voz y seguía intentando soltarme agitándome como un pescadito en el sedal. Era fuerte.
—Yo creo que sí. —Y tiró de mí hasta llevarme a rastras a una tienda. Estaba bien acondicionada. Habían cubierto el suelo con alfombras y, aparte de una cama, no un común catre, tenía una gran mesa cubierta de papeles y unas sillas. Me condujo a una de ellas.
—Siéntate. —Estaba acostumbrado a dar órdenes y a que se cumplieran.
—Estoy bien así.
—Siéntate —repitió con frialdad.
Me dejé caer con gesto de fastidio. Él sacó una cuerda delgada y me ató. Me revolví, de nuevo sin éxito.
—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo?
—Eres mal hablada, era de esperar en una pagana. ¿O debería llamarte bruja? —Terminó de anudar la cuerda—. Así te estarás quietecita. Pareces una anguila.
La dichosa historia también había llegado a oídos de Pero, lo que no entendía era lo que podía querer de mí. Le lancé una mirada iracunda.
—Acabemos con esta tontería de una vez.
—Te ha entrado la prisa, ya te dije que pasaría.
Se puso delante de mí y se inclinó hasta llegar a mi boca. Me entreabrió los labios con la lengua, con cuidado, hubiera pensado que hasta con delicadeza. Desde luego con demasiada destreza para los diecisiete años que aquel fornido muchacho aparentaba tener. Al inclinarse dejó caer un largo mechón castaño hasta cubrirle el hermoso rostro de decidida mandíbula. Era alto y destilaba la seguridad de un caballero de armas con cierta experiencia. Todo ello me resultaba sorprendente. Pese a las apariencias no había nada de infantil en él. Aun así, me ruborizaba su actitud.
Se lamió los labios, parecía un gato satisfecho.
—Me gusta tu sabor, me gusta mucho. —Tenía la voz ronca, estaba acostumbrado al alcohol. Miró a su alrededor, buscaba algo—. Ahora necesito una bebida de verdad.
—¿Para ahogar tu conciencia? —le espeté.
No sé por qué lo dije, no estaba en condiciones de provocarle, pero soy algo bocazas cuando estoy nerviosa y no estaba solo nerviosa, estaba bastante asustada. Dio un respingo y se enderezó, como si le hubieran pinchado. Adoptó un tono seco, cortante, susurrante.
—Enrique, nuestro amado rey —recalcó sus palabras mientras alzaba la copa—, es un Trastámara. Pelea y perdona, pelea y perdona…
Se volvió lentamente hacia mí apoyando la mano libre en la mesa y acercándose tanto que yo misma notaba los efectos del fuerte vino leonés a través de su saliva.
—Mas no te confundas —me advirtió—, no somos iguales, aunque hayamos mamado de la misma teta.
Podía intuir los músculos de sus antebrazos en tensión a través de la tela de su camisa. Intenté relajar mis latidos, no deseaba enfurecerle más. Puede que en mi mundo fuera solo un crío con un calentón, pero aquí, en el suyo, era un caballero hermano de leche del mismísimo rey de Castilla y no me convenía como enemigo.
—Os pido disculpas, señor. —Tragué saliva esperando su reacción.
Asintió ligeramente, ver que me avenía a mostrarme sumisa le gustaba. De hecho, había fantaseado con someterme como a una potranca. Me daba la espalda mientras apuraba la copa de vino, así que no pude ver la sonrisa canalla que se dibujaba en sus labios.
—¿Qué hacías vagando sola por el campamento? —Se giró lo suficiente para que la luz de las velas le cincelara el perfil—. ¿Nadie te ha explicado lo peligroso que puede ser para una mujer con todos esos hombres lejos de sus hogares desde hace meses? A menos… que te guste provocarles. Has estado a punto de comprobar las consecuencias.
—Simplemente paseaba, necesitaba aire fresco.
Se colocó de nuevo frente a mí clavando una pupila del color del buen jerez añejo en mi pupila verde. Su voz controlada, ondulante como el cuerpo de un cuélebre, era magnética e intimidatoria.
—¿De verdad? La sobrina de un capitán y dama de la condesa… —Acarició mis rizos con suavidad antes de asirlos con fuerza y tirar de ellos haciendo que mi cabeza rebotara contra la silla—. Yo, en cambio, creo que nos espiabas. Has sido mala, muy mala.
Notaba los arabescos tallados en la silla clavárseme en la espalda. Las manos comenzaban a dormírseme.
—Y ahora vas a contarme la verdad si no quieres que deje de tratarte como lo haría un caballero.
—Paseaba —repetí.
Temía que mi respuesta le gustara menos que mi boca, así que esperé encogida mientras le observaba sacar una pequeña daga que llevaba al cinto. Parecía árabe, la empuñadura estaba hermosamente trabajada. Un sudor frío comenzó a bajarme por la espalda.
—Eres obstinada. Tienes que saber que lo considero una virtud —esperó un rato interminable antes de continuar—. Bien…, ahora haremos que te sientas más cómoda como acto de buena fe.
Cortó las ligaduras que me mantenían atada con un gesto rápido y eficaz al tiempo que el corazón me subía de golpe a la garganta. Estaba disfrutando con el juego, con mi respiración agitada, pero sobre todo… con tener el control. Sonrió acariciándome la mejilla arrebolada por la mezcla de nervios y miedo mientras yo me masajeaba las doloridas muñecas para reactivar la circulación. Algo llamó su atención. Nada parecía escapar de su perspicaz escrutinio.
Me cogió la muñeca izquierda y le dio la vuelta. Pasó el dedo por el contorno del pequeño tatuaje que representaba una hoja de roble. Se decía que era el símbolo de la realeza y la inmortalidad, aunque a mí sus hojas dentadas simplemente me producían una sensación de paz.
—Es una hoja de carbayo. —Me corregí—: De roble, quise decir.
No levantó la vista de mi mano para contestar, algo parecía desconcertarle.
—Sé lo que es. —Hizo una pausa antes de soltarme—. Vosotros los astures sois gente supersticiosa. No puedo entender cómo lo consiente nuestro piadoso rey.
Parecía molestarle que las antiguas leyendas celtas sobrevivieran en aquella tierra verde y brumosa, protegida por montañas desde que los tiempos fueron tiempos.
Le miré desafiante, empezaba a cansarme de todo aquello. Nunca he sido una mujer paciente e incluso asustada me estaba hartando.
—Y vosotros los castellanos unos ignorantes —susurré de modo apenas audible, pero… me oyó. Lo dicho, una bocazas.
Sus ojos ardían cuando se giró para mirarme. Temí que sus métodos tomaran un cariz más agresivo, pero por alguna razón fuera de mi alcance se contuvo. Apretó tanto los puños que las manos se le pusieron rojas, creo que se clavó las uñas hasta hacerse sangre.
—Hoy no es el día, mujer. Mas no te preocupes, llegará. Doña Catalina me ha encomendado custodiarte hasta llevarte a su presencia. Y solo por eso no voy a hacer lo que tenía en mente. Me lo guardo para nuestro próximo encuentro.
—Lo estaré esperando ansiosa.
¿Estaba loca? ¿Cómo se me ocurría provocarle de aquella manera?
Sonrió y lo hizo de un modo que estaba segura que derretía los corazones de las damas de la corte. ¿Conocerían ellas el lado brutal de Pero o se mostraría encantador narrando historias de sus campañas? Había oído decir que era un espadachín consumado y la agilidad de sus miembros parecía confirmar los rumores.
Dio la vuelta alrededor de la silla en la que yo seguía sentada hasta colocarse justo detrás de mí y apartarme el pelo dejando a la vista mi oreja derecha. Podía notar su aliento. Me acarició la nuca haciendo que se me erizara el vello mientras recorría el lóbulo de mi oreja con su dedo índice. Se acercó hasta quedar a la altura de la vena palpitante de mi cuello.
—Yo también, sin embargo, creo que tendremos que posponer esa prometedora cita.
Me ofreció su mano para levantarme justo cuando una dama de la reina entraba en la tienda y se ruborizaba al mirar al apuesto Pero. Parecía molesto con la interrupción. No a todos los niños les gusta compartir sus juguetes.
—Habla —dijo dirigiéndose a la dama.
—La reina ha mandado llamar a doña Blanca.
Pero no se volvió siquiera a mirarla, se apartó lo suficiente para permitirme salir. Intenté recomponerme de los dos incidentes antes de llegar a la tienda de la reina.