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VII. DESDE LOS ARTESANOS HASTA LOS MAMERTOS

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La reflexión sobre la Historia, entendida como el relato de los cuerpos que se hacen conscientes de los espíritus hasta el punto de narrarlos, o como el desarrollo social que tarde o temprano conduce a la lucha de clases, o como la perenne puesta en escena de la tragedia humana que guarda la ilusión de que algún día sea la comedia, condujo a las teorías y a las prácticas comunistas a mediados del siglo XIX: la superación de la propiedad privada y de las clases y del Estado, señales de una ley de la selva que no cesa, que tarde o temprano acaba bajo la vigilancia implacable de los fanáticos y de los vivos de turno. Se habló en todo el mundo del colectivismo primitivo, del «todo es común entre amigos» que imaginaba Platón, de la igualdad espartana, de la «Conspiración de los iguales» perdida en la Revolución francesa, del socialismo utópico de 1835, del anarquismo, pero sobre todo, desde 1847, se habló de comunismo.

De Marx y de Engels. De las cuatro Internacionales Comunistas que, de 1866 a 1963, reunieron a millones de sindicalistas y de partidarios de la clase trabajadora. De cómo la primera revolución marxista que consiguió llevarse a cabo, la Revolución rusa de 1917, había tenido que darse en un país campesino que no conseguía dejar atrás el feudalismo. De cómo el viejo territorio de los zares, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se convirtió en una potencia mundial burocratizada e industrializada después de la Segunda Guerra Mundial. De cómo en plena Guerra Fría, en pleno pulso de los soviéticos con los gringos por el dominio del globo, fueron fortaleciéndose los partidos comunistas en Europa del Este, en China, en Corea del Norte, en Vietnam, en Cuba.

En Colombia siempre se le temió a la palabra como a un aullido: «Comunismo…». Desde los primeros tiempos de la república, los artesanos se enfrentaron a los librecambistas –y fallaron– en el empeño de conseguir una industria que abasteciera el mercado interno sin asistencia extranjera. Cuando se creó la Sociedad Democrática de Artesanos, en 1847, más como un cuerpo de apoyo leal a la Nueva Granada que como una agremiación con conciencia revolucionaria, de inmediato se les recibió en ciertos despachos de las oligarquías de los dos partidos como un caballo de Troya que los judíos querían entrar en la patria católica. Pronto, cuando contaba ya con cuatro mil miembros, la Sociedad Democrática fue clave para la llegada de José Hilario López a la presidencia.

Y desde esos días quedó clarísimo que en estas tierras virulentas, jerarquizadas desde la cuna hasta la tumba, las batallas políticas entre los jefes liberales y los jefes conservadores serían aplazadas siempre que el artesanado –«la chusma», se decía– se atreviera a anhelar un poder que reivindicara las luchas de los trabajadores. Ciertos periódicos enemigos del primer lopismo, como El Día o La Civilización, se dedicaron a convertir la palabra «comunismo» en sinónimo de «delincuencia»: El Día llegó a referirse a un robo como «una sesión práctica de socialismo». Y es evidente que se eligió al doctor José Raimundo Russi, uno de los jefes del movimiento popular, como el chivo expiatorio a sepultar enfrente de todos: La Civilización llegó a llamarlo «uno de los más ardientes apóstoles del socialismo i a cuya elocuencia se debe en parte la propagación de esta doctrina».

En apenas unas semanas, desde finales de abril hasta finales de julio de 1851, el doctor Russi fue perseguido, acusado, juzgado en un juicio exprés conducido por un tribunal inventado para la ocasión, condenado y fusilado enfrente de todos en la Plaza de Bolívar por un asesinato que no habría podido cometer: desde entonces se ha hablado, en las callecitas de La Candelaria, de un fantasma que va por ahí reclamando justicia en un país que se traga vivos a todos los que se atrevan a inclinarse a la izquierda.

Las sociedades artesanales del país, apenas escuchadas por los políticos en los días de las elecciones, se pasaron las décadas que siguieron de protesta reprimida en protesta reprimida, de desilusión en desilusión. Los Estados Unidos de Colombia no fueron capaces de cambiar. Y –tal como lo denunció en 1866, en el periódico La Prensa, el escritor artesano Manuel Barrera– se volvió lo común que los aristócratas supuestos apodaran «enruanados», «manetas», «guaches», «talabarteros», «indios», «zambos», con un desprecio que muchas veces era su único poder, a «las personas del pueblo» que no consideraran de su nivel. Vino una era en voz baja. Tanto el imperio de la Regeneración, como las guerras civiles que abordaron los ricos y los pobres en el paso del siglo XIX al siglo XX, consiguieron que poco se escuchara la palabra «comunismo».

Por un rato se temió menos al color rojo. El viernes 21 de diciembre de 1917 los maquinistas de La Dorada entraron en una huelga que el diario El Tiempo elogió por haberse llevado a cabo «sin un solo acto de violencia, sin una sombra de amotinamiento, con la serenidad que hubiera precedido al más culto de los pueblos». Pero, aunque a los dueños de siempre les disgustara tanto, la industrialización del país trajo consigo a una clase obrera que empezó a pedir mejores tratos. Y desde entonces, a la caza siempre de revoluciones que jamás iban a darse, hubo cientos de persecuciones estatales a supuestos anarquistas y cientos de manifestaciones aplacadas por ejércitos al servicio de empresarios sin piedad. Fue en ese clima adverso en donde apareció, en diciembre de 1926, el Partido Socialista Revolucionario que cargó a cuestas la primera líder colombiana: la corajuda María Cano. Pero muy pronto la masacre de las bananeras volvió a dejar en claro, en 1928, cuál era el precio de la protesta social aquí en Colombia.

Nunca cesó el esfuerzo de esa minoría ilustrada de convencer a un pueblo lleno de renegados e hijos ilegítimos de la necesidad de buscarse una sociedad que no le temiera al socialismo como a un monstruo de la infancia. El estudiante Gonzalo Bravo fue asesinado en aquella primera manifestación estudiantil, del sábado 8 de junio de 1929, que quería impedir e impidió el nombramiento de uno de los asesinos de las bananeras en la jefatura de la policía. El Partido Comunista Colombiano, fundado en 1930, se lanzó desde el principio a la tarea de cuestionarle el poder al bipartidismo. Jorge Eliécer Gaitán estuvo al frente durante un par de años, de 1933 a 1935, de la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria. Poco consiguieron, claro, porque los dos viejos partidos supieron sumar a sus filas a los sindicatos y a los movimientos agrarios.

El Partido Liberal, en sus respetados Gobiernos de 1930 a 1946, desarrolló un sexto sentido para recibir en su casa a los socialismos y a los populismos de esos tiempos antes de que se le convirtieran en un problema peor.

El viernes 9 de abril de 1948, cuando el crimen de Gaitán dio paso a una simulación del fin del mundo y abrió la caja que contenía todos los males de Colombia, ciertos socialistas vieron en el acabose una oportunidad para una revolución inesperada, pero todo lo humano fracasó ese día. El poeta Luis Vidales, primer secretario del Partido Comunista, fue uno de los líderes de izquierda «con fama de organizador» que hicieron todo lo que pudieron para conducir a la masa de la rabia a la insurrección: «Yo intenté hablarles en el Parque de Santander, pero nadie me oyó, e intenté hablar en el alto del Palacio de Correos y nadie me puso bolas, y gritaba y seguía la gente allá gritando y ya estaban borrachos», dice Vidales en las inagotables páginas de El Bogotazo de Arturo Alape.

Durante la Violencia, esa guerra civil salvaje que no hemos querido firmar al pie, sino que hemos nombrado y vuelto a nombrar como una enfermedad que no va a volver, el Partido Conservador y la Iglesia católica se enfrentaron contra todo lo que fuera rojo: el liberalismo no era más que un refugio y un aliado y una máscara del comunismo. De 1948 a 1958 se dieron tanto las guerrillas liberales como las guerrillas comunistas. Hay quienes dicen que en 1952 llegó a haber miles de hombres armados que habrían podido poner en jaque al régimen. Y que fue entonces cuando los Estados Unidos de la Guerra Fría decidieron reclamar nuestro territorio. Y sin «¡yanquis: go home!», y sin debates, se asumieron como propias las políticas anticomunistas de los gringos.

El general Rojas Pinilla amnistió a cerca de cinco mil guerrilleros, que dejaron las armas, y condujo a su Asamblea Constituyente de bolsillo a prohibir «la actividad política del comunismo» –se cuenta, además, que los comunistas que no se entregaron fueron atacados con napalm en la provincia de Sumapaz–, pero los Gobiernos del Frente Nacional, que en verdad pacificaron al pueblo bipartidista, encontraron un país en el que empezaban a darse lo que el congresista Gómez Hurtado –el hijo mayor de Gómez Castro– llamó «repúblicas independientes» pues había que pedirles permiso a los guerrilleros para moverse por esos territorios. Y al principio de los sesenta, llenos de pruebas de que los comandantes amnistiados por la dictadura seguían siendo sitiados y asesinados, el contrariado Tirofijo se escondió en un corregimiento del Tolima para fundar las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) e inauguró así esta nueva república de alias.

Era demasiado tarde para la paz. Mientras los liberales y los conservadores libraban su pulso sangriento, y enfrentaban a los campesinos por siempre y para siempre, la población del país había ido de los cuatro millones de colombianos a los diecisiete. La Revolución Cubana no sólo probaba a los paranoicos Gobiernos norteamericanos que el comunismo ya no era el fantasma de sus pesadillas, sino que demostraba a los opositores y a los movimientos estudiantiles y a las guerrillas marxistas de acá –a las Farc se sumaron el Ejercito de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación, el M-19– que la toma del poder no era una locura. Se decía despectivamente que Colombia estaba llenándose de «mamertos» porque el Partido Comunista Colombiano (PCC) estaba repleto de dirigentes terminados en «berto», Gilberto, Filiberto, Alberto, que eran demasiado mesurados, demasiado «mamones», demasiado dados a «mamarse».

Hasta hoy, pues hasta hoy sigue usándose a la izquierda como un coco, como un espantajo, la palabra «mamerto» suele ser un estigma.

Sea como fuere, en los sesenta era claro que la clase política había hecho las paces por su bien y el de sus fieles, que no era poco, pero empezaba a verse que la Violencia tenía vida propia y que la guerra seguía.

El Frente Nacional, dieciséis años de Gobiernos bipartidistas buenos, malos y peligrosos, se mantuvo en el poder a punta de reformas de verdad, de reformas para que todo siguiera igual, de gestos populistas que aplazaron la desazón, de estados de sitio y de toques de queda. Se sostuvo a punta de política y a punta de fuerza. El liberal Lleras Restrepo, que presidió una administración reformista e inteligente que no obstante persiguió a los revolucionarios y a los estudiantes como si fuera una dictadura, resolvió las sospechosísimas elecciones del domingo 19 de abril de 1970 –en las que el general Rojas Pinilla le ganó al frentenacionalista Misael Pastrana hasta que el Gobierno suspendió las transmisiones de los resultados electorales– con una alocución televisada en la que lanzó la célebre advertencia «a las nueve de la noche no debe haber gente en las calles: el toque de queda se hará cumplir de manera rigurosa y quien salga a la calle lo hará por su cuenta y riesgo».

El Frente Nacional se terminó, cansado e iracundo, el día que dijo que terminaría: el miércoles 7 de agosto de 1974. Y, por haberse pasado dos décadas con los ojos puestos en el desarrollo de las ciudades y en las maniobras de inteligencia para tener a raya a los movimientos alternativos, les dejó a los Gobiernos siguientes un país acostumbrado – para bien y para mal– a seguir adelante como si no estuviera en guerra.

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