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X. UN PAÍS EN MEDIO DE LA GUERRA

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Repito: es en ese capítulo de estas mil y una noches, cuando una mitad de Colombia cantaba «oh, gloria inmarcesible» y la otra mitad cantaba «cesó la horrible noche» porque parecía el fin del uribismo, donde comienza este compendio de columnas. Santos se enfrentó al exalcalde de Bogotá Antanas Mockus, para ese momento el símbolo de una política que defendía la vida y lo público desde la experiencia ciudadana, en una campaña llena de bajezas que sin embargo despertó a una nueva generación de electores. Mockus, extraño en el mejor sentido de la palabra y reconocido en el mundo entero por su transformación de la cultura bogotana, punteó en las encuestas hasta que la gran mayoría del establecimiento se puso de acuerdo para encarar y enrarecer su atípica candidatura: la campaña de Santos, el candidato que unía a las viejas y a las nuevas élites, supo exacerbar los típicos temores colombianos –a Dios, a la guerrilla, al comunismo– y conducir a un país que apenas salía del unanimismo para arrasar en las elecciones.

El presidente Santos consiguió hacer un Gobierno liberal e inesperado, de acuerdo con la Constitución de 1991, que tristemente contó con el apoyo de clientelistas y politiqueros de la peor calaña, pero muy pronto, cuando empezó a reconciliarse con los rivales de su predecesor y reparó las relaciones con Ecuador y con Venezuela y dejó en claro que iba a hacer su propio Gobierno, se convirtió en el enemigo jurado de Uribe y del uribismo. No sólo defendía los derechos de las minorías, los derechos de las mujeres y los derechos de la comunidad LGBTI. No sólo reconocía la existencia del conflicto armado interno de Colombia y aceptaba la imposibilidad de vencer a unas Farc que luego del contraataque del Estado habían vuelto a las estrategias de la guerra de guerrillas. Estaba listo a buscar un acuerdo de paz.

Si algo ha redefinido la palabra Colombia en esta segunda década del siglo XXI, si algo la ha hecho significar «un país que empezó por la guerra», ha sido el perseguido y milagroso acuerdo de paz con las Farc.

Ayudados por la aparición del socialismo del siglo XXI, y por los desmanes inocultables de la dictadura que el demencial Chávez le entregó en su lecho de muerte al nefasto Maduro, los líderes uribistas –educados por la Violencia y por la Guerra Fría– han rescatado de entre los muertos el odio patológico a la izquierda: «¡Castrochavismo!», han estado gritando estos años. Y han conseguido que en las redes sociales, que llaman a la solidaridad pero potencian el pensamiento de manada, «izquierda» signifique «liberalismo», «antiuribismo», «cómplice de las guerrillas» una vez más. Y han tratado de usar el acuerdo con las Farc, un serio trabajo de seis años, para volver a partir e hipnotizar a la sociedad en dos.

Para devolver al país a los tiempos en los que los temas de salud pública o los dramas sociales eran resueltos por una moral falsa e implacable.

De la mano de un equipo de humanistas liderados por el exministro Humberto de la Calle y el filólogo Sergio Jaramillo, a pesar de una oposición virulenta y fatal encarnada por el expresidente Uribe desde el Senado de la República y desde la red social Twitter, a pesar de la pequeña pero terrible derrota de los acuerdos en el plebiscito del domingo 2 de octubre del bisiesto 2016, Santos consiguió la inconseguible paz con las viejísimas Farc y dejó una obra de Gobierno –con sus logros y sus errores– en medio de la gritería colombiana. Y, sin embargo, el uribismo regresó al poder, con sus vicios y sus venganzas a flor de piel, sobre la ola de la derechización del mundo y las heridas abiertas por los diálogos con los obtusos herederos de Tirofijo.

Dígame usted si no hay aquí un misterio que no ha podido descifrarse. Dígame si en este país el miedo y el odio no han alcanzado el tamaño de las patologías.

El expresidente Uribe hizo una alianza insólita con el expresidente Pastrana –insólita puesto que se echaban la culpa del Apocalipsis y el legado de Pastrana iba a ser la búsqueda de la paz– para defender el «no» a los acuerdos de paz en el plebiscito de 2016, que terminó convertida en una alianza para elegir al primer presidente de la llamada generación equis: el exsenador y exburócrata de Washington y exsantista Iván Duque Márquez, hijo del exministro y exgobernador y exregistrador nacional Iván Duque Escobar, que dotado de las buenas maneras de las que carecían sus copartidarios más banderizos supo quedarse con los votos uribistas y los votos de todos los hastiados del Gobierno de la paz.

De la mano del expresidente Uribe, que lo ungió entre sus discípulos, Duque derrotó a cuatro candidatos muchísimo más preparados para el cargo que él: al exalcalde de Bogotá Gustavo Petro, al exgobernador de Antioquia Sergio Fajardo, al exnegociador de paz Humberto de la Calle, al exvicepresidente Germán Vargas Lleras. Venció al curtido Petro, que consiguió reunir a un par de nuevas generaciones que se niegan a servirle a lo peor de esta Historia, en una segunda vuelta en la que el pavor al uribismo fue derrotado por el miedo a la izquierda. Y llegó a la presidencia de un país ajeno a aquel bipartidismo que lo enloqueció, lleno de movimientos sociales que se han tomado en serio su papel, asediado por la megalomanía y por la violencia que se dan en las redes sociales. Heredó la violencia que viene después de un acuerdo de paz: más de trescientos líderes sociales han sido asesinados en los últimos tres años.

Heredó, sobre todo, el desasosiego y la desconfianza y la indignación y la ira que el propio uribismo –él incluido– avivó durante los ocho años en los que fue la oposición a todo lo que tuviera que ver con Santos.

Su inevitable dependencia del uribismo, que no estaba dispuesto a que otro candidato designado por el caudillo condujera su propio Gobierno, volvió su primer año de mandato un verdadero infierno: Duque aplazó una y otra vez su clara vocación a conseguir la reconciliación en beneficio de una fuerza política retardataria que, como si no se hubiera dado cuenta de que ni el poder ni las jerarquías son lo que eran, en vano ha pretendido sabotear la implementación de los acuerdos con las Farc, plegarse a los Estados Unidos del demencial Donald Trump, alzarse como la gran salvadora de la arruinada y sometida Venezuela, y amordazar a sus opositores como en los días de la Violencia. Hoy Colombia quiere decir «la parodia de un país en guerra» porque empiezan a llegar noticias de tiempos peores y la expresión «tiempos peores» es un chiste.

El sábado 18 de mayo de 2019 el diario The New York Times, emblemático, más que nunca, en estos días de posverdades y de populistas y de redes, se atrevió a publicar un artículo revelador bajo el título de Las órdenes de letalidad del ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles: reseñaba el regreso de una política de seguridad que, como resistiéndose a reconocer que la pesadilla de los «falsos positivos» sucedió en la realidad, una vez más se reducía a pedir resultados, a señalar el qué sin importar el cómo, a procurarnos una paz de camposanto sin haberse ganado primero el apoyo de los pueblos renegados, ni imaginarse siquiera la reconstrucción de las zonas de conflicto.

Días antes, el lunes 22 de abril, se encontró el cadáver de un exmiliciano de las Farc –a unos pasos de la fosa que le habían cavado para volverlo un desaparecido más– en un municipio de Norte de Santander que fue llamado Convención en honor de aquella asamblea constituyente de abril de 1828 que salió tan mal que acabó en la dictadura de Bolívar. Su nombre era Dimar Torres. Pero era un cuerpo torturado y ejecutado por miembros de las fuerzas militares. Otra vez. Yo no sé cómo hacemos para no rendirnos y sentarnos a perder la cabeza. Quizás sea que no hay otra opción. Pero dígame usted si no es la pregunta de fondo cómo diablos hemos hecho para vivir en un país en el que un hombre que ha entregado las armas es desfigurado y asesinado el día en el que iba a enterarse de que él y su mujer estaban esperando un hijo.

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