Читать книгу Reflexiones para una Democracia de calidad en una era tecnológica - Rosa María Fernández Riveira - Страница 23

II. EL POPULISMO: CONCEPTOS, ATRACCIONES Y MENTIRAS

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Cuando llegó la pandemia de coronavirus21, todo el mundo estaba pendiente de una convulsión política que hacía temblar los cimientos –hasta ahora, firmes– de la democracia constitucional. Su nombre: populismo22. Sin embargo, nadie parecía estar de acuerdo, y menos aún la academia, sobre cómo definir un significante con tan variados significados, pero que solía arrojarse a la cara del adversario político y éste, muchas veces, lo aceptaba con orgullo y lo hacía suyo.

En el nombre el pueblo proliferaron los que se autoproclamaban sus únicos representantes legítimos. El asalto al poder y las sonoras victorias a uno y otro lado del Atlántico de discursos, movimientos y líderes populistas –Brexit, presidencias de Trump y Bolsonaro, Hungría o Italia, etc.– hacían inevitable una reflexión sobre su impacto en la democracia, tal y como la entendíamos hasta el momento. Sin embargo, apenas unos años después, cuando las aguas aún seguían revueltas, ya no sólo el emperador, toda la ciudadanía se mostró desnuda; y las mascarillas no taparon nuestras vergüenzas al expulsarnos del paraíso.

La pandemia y el confinamiento de la población mundial han mutado tanto las relaciones humanas que habrá que ver cómo se recomponen las sociedades y sus estados (con minúsculas y mayúscula). La imagen de la catedral de San Pedro en la Ciudad Eterna, con el papa Francisco dando una bendición urbi et orbi, el 27 de marzo de 2020, ante una plaza vacía, nos sirve para ilustrar nuestras reflexiones sobre el influjo de la teología en la política y, en particular, sobre cómo llenar el espacio vacío que dejó el cambio de la legitimidad del poder de Dios y su adhesión al pueblo: único soberano en democracia23. Desde aquí, definir qué sea el populismo y cuál su futuro y su relación con la democracia constitucional determinarán nuestro modelo de convivencia y, en definitiva, nuestras libertades y derechos.

Pero vayamos por partes. La utilización del populismo como arma y condena contra el adversario político no ha impedido su proliferación e, incluso, su victoria electoral en muchos y sonoros casos. Sin embargo, la atracción que genera no ayuda a descubrir su relación con la democracia. Gobierno del pueblo, populismo y democracia se convierten en conceptos que debemos precisar si queremos dialogar con la política y comprender lo que sea el derecho. El tránsito de la legitimidad (trascendente y divina) del absolutismo regio a la (inmanente y terrenal) del pueblo en democracia se llenó de guerras antes de sellar la paz. Y cuando pare-cía que la religión quedaba relegada el ámbito privado, se presentó –de nuevo– la teología para remover todo lo público. Haciendo una analogía, si la soberanía fue la respuesta política a las guerras civiles de religión del siglo XVI en Europa24, el populismo actual sería la nueva reconstrucción de una teología política en su lucha contra la democracia constitucional, entendida como combinación virtuosa del quién popular con el cómo y el para qué de lo jurídico.

La relación entre populismo y democracia viene predeterminada por la renuncia populista a su emancipación política de toda teología y auto-ridad religiosa frente a la imprescindible separación entre lo humano y lo divino, propia de la democracia. Más aún, la proclamación del populismo de la identificación entre gobernantes y gobernados acaba, demasiadas veces, en la exaltación del peor mesianismo o, en su práctica política, en la personificación de hiperliderazgos, y deja pocas dudas de su irracionalidad teológica. Si el concepto moderno de soberanía buscó relegar la religión a la conciencia individual (Hobbes), la definición postmoderna del populismo reclama la vuelta de la teología, la renuncia a cualquier límite al poder popular y el silencio de la verdad y de la ciencia. Sin embargo, de nada vale separar lo democrático de lo constitucional, tal y como se empeña en hacer, desde el populismo de izquierdas post-marxista, por ejemplo Chantal Mouffe, o, desde un populismo de derechas, todos aquellos que defienden, a lo Viktor Orbán, la conjunción de quimera en una “democracia iliberal”. De un lado, la democracia y su paradoja como sublimación de la igualdad, soberanía y voluntad popular. De otro, lo liberal/constitucional25, en su comprensión como límite al poder incluso del pueblo: checks and balances, rule of law y protección, con desarrollo, de libertades y derechos, definidos como inviolables.

Antes de abordar esta guerra26 entre el populismo y la democracia constitucional hagamos algunas puntualizaciones. Veamos, ahora, qué entendemos por populismo, un término tan controvertido como –la mayoría de las veces– utilizado en sentido peyorativo27. Independientemente de ese uso partidista o negativo, el populismo se define desde su relación con el pueblo y, en todo caso, en su confrontación con esta democracia constitucional. El pueblo del populismo es el poder total: la unidad volitiva y absoluta cuya decisión es orden y derecho. Por un lado, se separa de la realidad evidente del pueblo como pluralidad; por otro, rechaza su vinculación constitucional entendida como límite al poder, incluso del propio pueblo. Así se nos presenta su difícil –o, en última instancia, imposible– maridaje con la democracia. Si la democracia es definida como simple titularidad popular de la soberanía y su ejercicio descrito meramente a través del principio de mayoría, el populismo busca recuperar una supuesta soberanía perdida y, de esta forma, quedaría unido –frente a las respuestas elitistas y anti-democráticas de las totalizaciones fascistas o comunistas– a una visión parcialmente democrática, en cuanto electoral o plebiscitaria y, en todo caso, de tiranía de la mayoría, en su conversión volitiva por los líderes populistas que dicen manifestarla y que, en su encarnación, la crean o construyen. Pero ni el pueblo puede ser definido como simple unidad decisiva y decisoria, ni la democracia prescindir de su esencia y valores para caer en la simple suma aritmética. Por eso, a pesar de ser uno de los expertos más certeros, no podemos estar de acuerdo con Carlos De la Torre cuando afirma que los nuevos populismos del siglo XXI son generalmente democráticos, aunque antiliberales; y, tampoco con su conclusión, al decir que la democracia sería hegemónica, pero entendida solo como soberanía popular y principio de mayoría: únicamente la democracia liberal –es decir, la que también agrega los derechos de las minorías, el rule of law y la separación de poderes–, habría dejado de ser hegemónica28. A nuestro juicio, el modelo liberal, con su distribución pública de poderes y sus derechos individuales (en principio ilimitados), ya hace más de un siglo que fue mutando por su conversión social y democrática con el sufragio universal y la sociedad de masas. Por eso, mejor relegar el término liberal al baúl de la historia del pensamiento político y, desde el constitucionalismo, reivindicar este modelo social y democrático, tan distinto y distante del liberalismo burgués y su Estado de derecho. Ya no vale definir la democracia como mera soberanía popular y respuesta procedimental, vía principio de mayoría. La democracia, o conjuga el poder del pueblo y su forma mayoritaria con la autodeterminación en libertad de los individuos y con los valores sustanciales en los que se fundamenta y con los fines que ampara, o pierde su sentido.

Pero volvamos al populismo. Uno de los referentes mundiales en su definición, Cas Mudde, considera que –a pesar de los avatares del término–, en la academia se está más cerca que nunca de cierto consenso, en cuanto conjunto de ideas basadas en la contraposición entre el pueblo- bueno y la élite-malvada, aunque todavía no hay acuerdo sobre si estamos ante una verdadera ideología o, más bien, frente a un discurso o estilo político29. Sin embargo, ya va siendo hora de poner en cuarentena también esta forma de afrontar lo que sea el populismo. A nuestro juicio, no es mera ideología –ni dura, ni blanda, ni gruesa, ni delgada–, pero tampoco es simple discurso o estilo político sobre la distinción moral entre el pueblo (bondadoso) y la élite (malvada). No, no estamos de acuerdo: el populismo se (re)conoce mucho mejor como renovación de una teología política preexistente30. O siendo todavía más precisos: el populismo es la teología popular más popularizada. Una teología que presenta al pueblo como omnipotente y, además, como fuente de todas y cada una de las formas de reproducción del orden jurídico y de todo derecho.

De ahí que hablemos de la atracción –y al final, maldición– populista: muchos integrantes del pueblo se sienten halagados, reconfortados y, con perdón, empoderados, cuando se proclama que su colectividad, y solo ella, es la detentadora de todo el poder. Pero lo peligroso de esa concepción debe destaparse. El poder total del pueblo nos abocaría a un absolutismo insoportable o únicamente admisible –y no creo que indefinidamente– para fieles o creyentes. Sin embargo, por mucha proclamación de la titularidad del poder por el pueblo, ni éste tiene una voluntad unívoca, ni capacidad –por sí mismo y por sí solo– de manifestación. Desde esa teología preexistente y su pecado original, ha sido la propia paradoja fundante del constitucionalismo la que ha acentuado las tensiones actuales en la democracia. La radical distinción entre Poder constituyente y poderes constituidos, entre el pueblo (titular ilimitado del poder) y sus ciudadanos e instituciones (sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento), reforzó la visión populista en su presunto anclaje demo-crático. Todo populista pregona la usurpación de la soberanía popular, al tiempo que reclama su devolución a su único poseedor legítimo: ellos mismos. De ahí nuestra concepción del populismo frente a las doctrinas más valoradas y repetidas por los expertos.

El populismo no puede ser la cara redentora de la democracia de la que nos hablara Canovan31. Tampoco nos sirve su descripción aséptica como ideología débil, que Mudde diseñó y, junto a Rovira, ha sido desarrollada y ha tenido tanta aceptación y reproducción académica32. Ni siquiera queremos aferrarnos a su construcción moralista con la definición del pueblo –ordinario y bueno– frente a los que no merecen ser llamados pueblo, por ilegítimos, inmorales y malvados (Müller)33. Menos apropiada nos parece todavía, a pesar de su valor como cumbre doctrinal del populismo, la absurda totalización acaparadora de lo político que hace Laclau34 o –bajo la oposición liberalismo vs. democracia–, su desarrollo por Chantal Mouffe. Y, sin embargo, por su influencia directa en esta última pensadora y por su nexo con la razón populista laclauniana35, llegamos a nuestra propia concepción del populismo como renovación de esa teología política que tiene en el antagonismo amigo/enemigo de Carl Schmitt36 su fundamento expreso u oculto37.

Así el populismo se observa mejor como la teología política que otorga al pueblo un poder ilimitado que, en la práctica, se convierte en su representación absoluta por un líder que dice actuar en nombre del pueblo y, en consecuencia, deriva –más pronto que tarde– en autoritarismo. El populismo combina el antagonismo amistad (amor) vs. enemistad (odio) en su construcción teológica de identidades políticas o sujetos colectivos con fronteras excluyentes. Desde una teología de la parte/populista tomada por el todo/popular, con la privación de la legitimidad de los otros, y reconvertida en identificación de esa parte como todo en el singular: el uno/personalizado del líder que encarna la verdadera e ilimitada voluntad pública.

En este sentido hablar de la pandemia del populismo no es un mero recurso retórico, sino fiel reflejo de la comprensión etimológica del primer término y su articulación con la propia concepción que hemos manejado del segundo. Si por pandemia se entiende una enfermedad extendida por muchos países o que se ceba con porcentajes elevados de una determinada población, ambas acepciones no pueden ser más descriptivas de la era populista en el mundo. De un lado, el populismo –triunfante electoral-mente o en proceso– bien puede considerarse una enfermedad de la demo-cracia que se ha propagado por todo el mundo y, en especial, contra esta forma específica de gobierno y titularidad del poder llamada democracia constitucional. De otro, en determinados países, su población en general o, al menos, una parte significativa de sus integrantes, se sienten atraídos o contagiados por esos discursos populistas que proclaman la titularidad única del poder en un pueblo omnipotente que, sin embargo, ha sido usurpado del lugar que legítimamente le corresponde y, por lo tanto, están tan infectados por sus arengas como para dejar inerme a la democracia.

La ordinaria interpretación de la legitimidad democrática de una manera puramente mayoritaria38, como base procedimental o electoral de una definición empírica y parcial, se transforma en una legitimación populista que retuerce las matemáticas y las mayorías haciendo coincidir la voluntad del pueblo-todo con, primero, la de la parte identificada con los populistas y, al final, el uno de su personificación en el líder que encarna esa voluntad. La expansión populista llena el todo y colma todo. Lo político identificado con lo popular es principio y fin del poder. Alfa y omega de su sociedad, determinador de significados y significante universal: verbo en construcción y acción.

Por eso no podemos olvidar que, a pesar el esfuerzo doctrinal del Schmitt de entreguerras, la dictadura, por el mero hecho de serlo, nada tiene que ver con la democracia. Sin embargo, el populismo, tan heredero –sabedor o irracionalmente– del decisionismo y de la teología política schmittiana, parece empeñado en confundir la dictadura con la demo-cracia o, mejor, usa deliberadamente la forma procedimental y electoral de la segunda para implantar –cuanto menos tendencialmente– la primera o una versión algo más edulcorada pero siempre autoritaria. Por eso debemos subrayar el vínculo de todo populismo con su salida representativa. Cuando se habla de populismo muchas veces se expone la crisis de la democracia representativa. El lema “no nos representan” del 15-M nos sirve de ejemplo. A pesar de la alabanza populista al pueblo y a su poder, la democracia de identidad –entre los que obedecen y los que ordenan–, tiene su respuesta representativa. Del “rodea al Congreso” a entrar como fuerzas políticas, más o menos hegemónicas, en sede parlamentaria. No es ninguna crisis de la representación, sino su total y monolítica expresión. Los populistas como únicos representantes de pueblo, frente al resto, privados de legitimidad por no representar al pueblo. El Estado de partidos que se implantó y desarrolló tras la victoria contra el fascismo, a pesar de sus walking deads, ha dejado de existir. Los partidos políticos, aunque siguen siendo un instrumento fundamental de participación ciudadana en los asuntos públicos, han perdido buena parte de su naturaleza como cauces de intermediación entre ciudadanía y líderes. Los movimientos populistas reclaman mayor protagonismo ciudadano y su permanente reválida electoral o plebiscitaria39. Y, para ello, nada mejor que presentar directamente la voluntad popular; aunque lo más fácil sea hacer pasar por popular mi propia voluntad.

Los populistas en el poder socavan la democracia desde una concepción meramente procedimental y aritmética que (con)funde las tres “Vs”: Voto (mayoritario) = Voluntad (popular) = Verdad política, en su imperativa realización jurídica. Así usan instrumentos, en principio, fundamentalmente vinculados a la democracia –campañas electorales constantes, referéndums y plebiscitos de todo tipo, presupuestos participativos, etc.– pero en su contra, es decir, para quebrar la propia democracia en su visión completa (también autodeterminación personal y límites jurídicos a todo poder). Con todo, describir a los votantes populistas como masas manipuladas con tendencias autoritarias y, al mismo tiempo, subirse a la tarima aristocrática del conocimiento y subrayar nuestra visión demo-crática como la única válida, la única verdadera, nos colocaría justo en la misma posición que criticamos.

Una resolución teológica de la política y su “Yo soy la verdad”40. No se puede combatir el populismo con la misma simplificación que éste postula, pero al revés. De un lado, los populistas, los malos de la película con su legión popular: los ignorantes que los acompañan, aplauden o ladran. De otro lado, nosotros, los buenos y sabios: los salvadores de las esencias de la democracia. Esta dualidad antagonista, tan del populismo de Laclau, no cabe asumirla en nuestro planteamiento41. Sería hacer el juego a los populistas desde una posición elitista, pero, como todos ellos, también antipluralista. Hillary Clinton cometió ese error frente a Donald Trump al llamar a sus seguidores deplorables. Joe Biden aprendió la lección, aunque el Capitolio fuera mancillado. Hay que ser más relativista y menos maniqueo en el saber. Reproducir la lógica populista –nosotros, los buenos vs. ellos, los malos–, o, mejor, desde nuestra comprensión teológica, la lucha eterna de ángeles contra demonios nos coloca dentro de su propia sinrazón dicotómica del blanco o negro, prescindiendo de la paleta de colores42.

En conclusión, los populistas ya no es que tensen la distinción original de la paradoja constitucional43, sino que, con tanto estirar de la tensión, rompen la cuerda, es decir, el sistema democrático. Tienden a fusionar Constituyente y constituidos44, o mejor, tras la victoria electoral, consideran que su mandato y mayoría electoral les convierte en el único poder constituido legitimado y, por lo tanto, cabe fundir su ser con el Constituyente. La parte que ha ganado es el todo, identificado también con el uno45. Peor todavía, tal y como nos ha mostrado el trumpismo, no hay derrota que valga: si se pierden las elecciones, siempre habrá habido fraude o, en todo caso, sufragios ilegales por ilegítimos, por no ser votos del verdadero pueblo46. Don’t worry, folks!: es sólo un paréntesis, volveré(mos) –de una u otra forma– hasta la victoria definitiva…

Reflexiones para una Democracia de calidad en una era tecnológica

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