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V. CONJURANDO LAS TRES PES: POLARIZACIÓN, POPULISMO Y PANDEMIA

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Con la pandemia del coronavirus, el confinamiento en casa, el distanciamiento físico y los nuevos usos y costumbres que ha provocado el miedo al contagio y a su expansión comunitaria, se han acelerado las mutaciones en la comunicación social que ya se detectaban a través de las redes e Internet. La comunicación entre humanos se ha vuelto más virtual y distante, a pesar de ser cada vez más inmediata y constante. Pero la comunicación en redes sociales también se inserta en un modelo tecnológico que (re)quiere beneficios. Y, para lograrlos, el medio más lucrativo es captar la atención de los usuarios. Poco importa que se haga a golpe de bulo o polarización partisana. Las burbujas informativas e ideológicas dificultan la difusión del conocimiento acreditado y de los datos más contrastados. La debilidad de los medios tradicionales de comunicación o, en su caso, la proliferación de los más sensacionalistas también pervierte el debate político y la construcción de una opinión pública respetuosa o ávida de conocimiento. La búsqueda de la verdad deja paso a la confirmación de la posición subjetiva o tribal. La época de la información al alcance de un ordenador conectado convertida en el tiempo de los engaños al albur de todos y cada uno de nosotros contra ellos. La naturaleza híbrida de la información y la comunicación política con la yuxtaposición de los medios tradicionales y de las redes sociales refuerza esta tendencia mercantilista que alienta la polarización y la radicalización de los propios pre-juicios71. La monetización de las nuevas tecnologías y plataformas, con mayores beneficios a golpe de click y más visitas, desdeña la verdad y propaga los bulos, fake news, teorías conspirativas o los enroques partisanos desde burbujas de intercomunicación para sectarios.

Las redes sociales han pasado de ser instrumentos de comunicación a plataformas que permiten compartir y propagar la desinformación72. Con una comunicación política escorada hacia los extremos, con cada vez más discursos y movimientos políticos buscando la división social y encontrando el enemigo al que encajar toda responsabilidad y todos los males, el espacio público reproduce el hábitat necesario para que populismos de distintas órbitas y fines encuentren las condiciones perfectas de reproducción y crecimiento. No se trata meramente de la victoria electoral de un partido o candidato, más/menos populista o más/menos institucional, sino de algo mucho más estructurante. La misma lógica populista a lo Laclau –con división antagónica entre dos campos que se combaten contra enemigos, representantes ilegítimos o anti/pueblo– se torna cada vez más hegemónica en la confrontación partidista dentro de nuestras democracias.

La comunicación digital –directa, bipolar o, en muchos casos, parti-sana, en su guerra total–, proporcionada por las redes sociales, permite prescindir de la intermediación entre electores y representantes que realizaban los partidos políticos73. Se fomenta la comunión entre el pueblo y sus intérpretes o, en otras palabras, el hiperliderazgo. En contextos cada vez más virtuales, los partidos se convierten en más instrumentales frente a unos líderes más y más todopoderosos en búsqueda de la mayor identidad personal con “su” pueblo. La nueva articulación comunicativa que generan las redes sociales se proyecta políticamente en una doble dirección: de abajo-arriba, con el potencial incremento de la capacidad individual para condicionar o marcar el debate político; y de arriba-abajo, con la colonización por parte de los líderes políticos de las redes telemáticas, fortaleciendo su presencia en dichas plataformas con mensajes directos a sus potenciales votantes. Desde aquí, la tecnología digital confluye con los movimientos populistas al permitir, por un lado, la constante participación en cualquier decisión pública que se somete a su –ratificación o rechazo– por “voluntad popular”, y, por otro, desarrollar una supuesta igualación ciudadana en una democracia directa sin necesidad de instrumentos de mediación entre la sociedad y su gobierno74. Resulta alarmante constatar la correlación de fuerzas entre el absolutismo que predica la retó-rica populista –todo el poder para el pueblo, omnipotente y divino– junto al relativismo que practica discursivamente75. Así, reformulando el dicho atribuido a Groucho Marx, “estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”, ahora el populista ocultaría tantas veces como fuera necesario la verdad o, en su caso, crearía una alternativa, “estos son los hechos, pero si no le gustan o no me gustan, le cuento otros o nos inventamos todo”. La matriz performativa de los mitos en la construcción de la realidad social y, en particular, del mito del pueblo y de su soberanía76, se combina con la propia reconstrucción de la realidad desde las declaraciones más sorprendentes o más disparatadas, sin embargo con cada vez más adeptos y crédulos77.

En entornos políticos muy polarizados y convertidos en reality shows, la manipulación electoral78 que se realiza a través de las redes sociales mediante el análisis y la utilización espuria de Big data, algoritmos personalizados, inteligencia artificial, bots, trolls, etc., puede decantar la balanza hacia la victoria o la derrota. Dirigir hacia una determinada posición política a la opinión pública o a los votantes, mediante campañas de desinformación o el uso de bots manipuladores a través de cuentas auto-matizadas, ocultas y anónimas, se ha convertido en la pesadilla efectiva ante la que se enfrentan las actuales democracias. Más que misinformation, es decir, la expansión involuntaria de noticias falsas o no contrastadas, estamos hablando de disinformation, la manipulación intencional de nuestras creencias o percepciones de la realidad para controlar nuestra voluntad, decisión o voto. Ambas se alimentan de fake news, pero no debemos confundir la mala calidad de la información recibida, incluso a partir de noticias engañosas, con la desinformación manipuladora que nos impulsa a cambiar el sentido de nuestra participación política. Y, por encima de todo, unas técnicas de marketing que buscan atraer la atención del usuario y, con ello, generar más ingresos publicitarios. La conclusión parece clara. Las noticias sensacionalistas, conspirativas, y, en definitiva, más radicales y polarizadoras, son las que logran mayores visitas y, por lo tanto, son las más lucrativas79. El populismo encuentra sus instrumentos de consolidación y expansión, y tanto en la derrota –siempre provisional– como el la victoria –que se quiere definitiva–. Y cuando ésta ocurre las primas del poder debilitarán los mecanismos constitucionales que lo limitan, mostrando la cara autoritaria y antidemocrática, a pesar de su vertiente electoral o del apoyo popular mayoritario o hegemónico del populismo.

De ahí la urgencia del diagnóstico y la dificultad –o imposibilidad– de la cura. El diagnóstico es manifiesto: a una parte significativa de los integrantes del pueblo, por no decir mayoritaria, les encanta que les regalen los oídos al proclamar el pueblo como fundamento de todo poder y soberano omnipotente. O, dicho desde nuestra comprensión del populismo: muerto Dios o relegadas las diferentes confesiones religiosas a la esfera privada, la teología coloniza lo político; recuperando la omnipotencia divina para el sujeto titular del poder en democracia: el pueblo, uno y soberano ilimitado. Pero ¿podemos salir de aquí y presentar otra lectura de la definición política y de la fundamentación del derecho? No puedo ser optimista. Como declaró por televisión y por las redes un médico de Tejas, en plena pandemia (julio del 2020), la lucha presentaba dos frentes: por un lado, la enfermedad; por otro, la estupidez de la gente, que hacía caso omiso de las medidas recomendadas o impuestas. Al primer frente, contra el coronavirus, se le podía vencer. El segundo, el de la necedad humana, era el más complicado. Y, precisamente, si hacemos una analogía, incluso proclamar este segundo frente es no sólo contraproducente, sino que incide de lleno en la otra cara del problema al que nos enfrentamos y que hemos repudiado por su carácter elitista y, como el populismo, también anti-pluralista. Determinado del diagnóstico de expansión de populismos teológicos en la política, no cabe caer en la vanidad de la ciencia o de los técnicos y los académicos. No podemos insultar a los que siguen el proselitismo populista y continúan creyendo que el pueblo es –o debe ser– el único fundamento del poder. Si, desde la pluralidad intrínseca del ser humano, cabe reclamar que los derechos inviolables del individuo y del ciudadano son –o deberían ser– los fundamentos últimos y teleológicos –no teológicos– del propio poder del pueblo en democracia, debemos anticipar y reforzar nuestra educación constitucional para convencer a los más renuentes. Pero no podemos insultar a los siguen anclados en la paradoja original del constitucionalismo o buscan la redención populista de una política institucional de la que se sienten estafados, agraviados, ninguneados o, en todo caso, con nada más que votos, pero sin vox80. Las “razones” del tempo populista también nacen de la esclerosis sistémica. La historia es conocida.

La derrota de Hillary Clinton el 2016 ante los “deplorables” de Trump marcó el punto de inflexión81. Sin embargo, no estábamos ante un hecho aislado y cabían nuevas o similares sorpresas82. Biden aprendió del error en el 2020 y, con ello, las ciudadanías de unos Estados más desunidos que nunca impidieron, aunque reforzando cuantitativamente el número de sus votantes, la reelección de Trump como presidente. Pero esto no significa que el populismo esté vencido o en declive83. Ni mucho menos. El discurso populista ha impregnado tanto la comunicación política que nadie se atrevería a cuestionar buena parte de las fundamentaciones principales en las que se asienta y con las que tensiona a la democracia constitucional.

De ahí la necesidad de seguir haciendo ciudadanía activa y construyendo su participación política. Nos queda, por tanto, una tarea irrenunciable: hagamos más pedagogía constitucional para demostrar a tantos ciudadanos, atraídos por las adulaciones de la retórica populista, su confrontación con la democracia y también con sus derechos, que son los nuestros.

Reflexiones para una Democracia de calidad en una era tecnológica

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