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VI. CONCLUSIÓN: CONTRA LA PANDEMIA POPULISTA, PEDAGOGÍA CONSTITUCIONAL

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Sabido es que los valores republicanos no los marca quién detenta la jefatura el Estado, sino quiénes ejercen realmente el poder, sobre qué bases sustantivas se fundamenta y, también, cómo y para qué debería ejercerse. Es aquí donde el derecho constitucional se une con la democracia en un modelo que también rechaza la adjetivación liberal –por censitaria, formal, propietaria, masculina y, en definitiva, por antidemocrática– y se convierte en Estado social y democrático, de Derecho (objetivo como orden jurídico) y con derechos (personales e intangibles, en su doble naturaleza)84.

Ahora, al viejo debate ideológico izquierda/derecha, se la ha unido la nueva revisión institucional: exaltación política y/o populista de la soberanía ilimitada de pueblos cerrados que fundamentan su orden jurídico desde sí mismos contra democracias constitucionales abiertas al mundo que basan sus órdenes en las libertades y los derechos humanos, también internacionalizados. La tensión entre democracia y rule of law no tiene ningún sentido que se mantenga. No sirve de nada esa recuperación schmittiana que hace tan sibilinamente Mouffe, con su democratic paradox, en su descripción de la historia moderna como lucha entre dos tradiciones, en última instancia, irreconciliables: de un lado, la democrática y su prelación en la igualdad sustancial entre los integrantes del pueblo, la identidad gobernantes y gobernados y la sublimación de la soberanía ilimitada y popular; de otro, la liberal y su concreción como rule of law, derechos universales y libertades individuales. Si queremos salvaguardar no sólo los derechos del ser humano, por el mero hecho de serlo, sino la propia democracia como autogobierno colectivo de un pueblo en singular, la paradoja tiene que desenmascararse85. Irrebatible: todo Estado puede abusar del derecho, pero un auténtico Estado de Derecho tendrá su –peor o mejor, aunque siempre imperfecta– realización democrática o no será tal. La contradicción entre democracia como poder ilimitado y rule of law como límite al poder, incluso del pueblo en democracia, se resuelve en un equilibrio que, desde la autodeterminación del individuo y su libertad proclama su conversión en soberanía colectiva en igualdad, pero con el respeto a los derechos fundamentales y de las minorías como garantías contra la totalización de la mayoría y su (re)presentación.

El renacer populista de Schmitt sólo sirve para –de nuevo– reivindicar al mejor Kelsen. No el de la pureza, como científico del derecho, sino el de la democracia en libertad, como defensor de la búsqueda de la verdad y de la ciencia86. La democracia sin libertad, es decir, sin garantizar, tal y como subrayaba Kelsen, las libertades individuales, no merece ser llamada democracia. Más aún, ya va siendo milenio para superar los estragos de la teoría constitucional de Schmitt en nuestra disciplina y, especialmente, en España. El término “Constitución” no debe limitarse a “Verfassung des Staates” y mucho menos en su significado absoluto como “der politischen Einheit einer Volkes” o, en su sentido positivo –que ahora más nos vale llamar populista– como decisión constituyente no sujeta a límite alguno87. Hoy día no sirve de nada insistir en las excelencias de la democracia liberal y cacarear que no hay alternativa aceptable a su forma de gobierno. A pesar de la omnipresencia del concepto de democracia liberal en el mundo, debemos recordar que si queremos salvaguardar la democracia tenemos que recalificarla como democracia ya no liberal, sino constitucional, es decir, la conversión del modelo liberal no democrático en un Estado social y democrático que no sólo prescribe la igualdad formal ante la ley, sino la promoción, transformadora de la sociedad, de la igualdad y libertad, reales y efectivas, dentro de un sistema que propugna estos valores superiores, junto con la justicia y el pluralismo, de un ordenamiento también integrado internacionalmente88.

Canovan nos sirve, otra vez, para ilustrar el peligro que supone la traslación de la visión populista a la cultura política popular en su consideración de la soberanía del pueblo como “ultimate source of legitimate power”89. Aquí está la clave de la necesidad de pedagogía constitucional ante la ciudadanía. Es imprescindible quebrar esa convicción, esa creencia (anti) democrática que tanto daño hace a la propia democracia y que comparten populistas con demasiados no populistas. La definición del pueblo soberano como fuente última del poder legítimo juega, ahora, contra su desarrollo. Es lo que he llamado el pecado original de la democracia constitucional, su paradoja. Contradicción que llevan hasta sus últimas consecuencias los populistas; aunque, después, ya aprobada y vigente la Constitución, la mejor hermenéutica rompa con ellos en su resolución constitucional de la unidad o voluntad constituyente. Como la Grund-norm kelseniana siempre dejó insatisfechos a legos y juristas, los discursos populistas y la paradoja del constitucionalismo ampararon el mismo origen: el pueblo soberano como fuente primera/última del poder legítimo. Pero, inmediatamente, se separan y confrontan. Los populistas seguirían con la lógica del pueblo como poder omnipotente, no sujeto a límite alguno, frente a constitucionalistas, con la Constitución como límite al poder, incluso del pueblo como constituyente. Sin embargo, a pesar de esta distinción, el problema proviene de la primera fase, es decir, de la identificación del pueblo como fuente suprema del poder, tal y como atestigua la debilidad de nuestra jurisprudencia constitucional con su errada definición de un Poder constituyente no sujeto a límite material alguno en la revisión de su obra90. Por eso hacer pedagogía democrática es afirmar que la fuente del poder no es el pueblo, sino los individuos, las personas o, en todo caso, los ciudadanos que lo conforman. Sólo desde aquí se puede superar la paradoja del constitucionalismo y fortalecer a la Constitución y al derecho como límites al poder para, precisamente, salvaguardar los derechos del individuo, sin que ninguna totalización popular los pueda violar. Porque, en democracia, junto al gobierno del pueblo, no podemos olvidar ni a la humanidad en su conjunto, ni a cada uno de sus integrantes. La democracia claro que es gobierno del pueblo, pero por seres humanos, para la humanidad y desde su Constitución y derecho. Ningún sujeto colectivo, se llame pueblo, se llame nación, puede acaparar toda legitimidad y olvidar la pluralidad humana y la alícuota de soberanía que corresponde a todos y cada uno de sus ciudadanos.

Una completa reconstrucción de la democracia debería romper con esa fundamentación que proclama que el origen último de toda autoridad política deriva del pueblo. La esencia de la democracia emana del pueblo, pero éste nace y se hace de los propios seres humanos que lo conforman y, por ello, son éstos el origen de todo poder y, con ello, límites al poder del pueblo en singular. No se trata únicamente de criticar esa visión populista de una voluntad popular unificada y autoevidente que debe respetarse cueste lo que cueste, sino de repudiar definitivamente toda visión volitiva del sujeto político llamado pueblo en cuanto Poder constituyente, absoluto, e incluso, más allá de aquí, de su reduccionismo a mera residencia u origen de todos los poderes constituidos91. Ni la ordenación estatal es origen de todo el derecho, ni el pueblo estatalizado fuente de toda legitimación del poder. A pesar de la recuperación populista, hace tiempo que el Derecho y la Política abandonaron los estrechos márgenes decretados por un monismo estatalista tan decimonónico como anacrónico. Y, sin embargo, todavía muchos siguen empeñados en la exaltación volitiva y en la manifestación existencial del pueblo como fuente de todo poder. No nos queda otra que seguir combatiendo a sus voceros y conquistando a sus fieles en una auténtica secularización de lo político que consiga replegar la teología a su única verdad: la de la fe religiosa.

El dilema se presenta ante nosotros: debemos elegir entre las dos orillas de la paradoja92. Del lado del populismo, el Poder constituyente, original e ilimitado, no sujeto ni siquiera a las normas que –en principio– pudiera haberse dado. Del lado de la democracia constitucional, la ciudadanía y sus poderes constituidos, sometidos a la Constitución y a su rule of law, que se podrán reformar o revisar pero siempre bajo los límites –procedimentales y, también, materiales– que presente su propia ordenación constitucional en su integración internacional. Sin embargo, no podemos engañarnos. Sería muy peligroso dejar la política constituyente en manos de los populistas. No vale apelar a la razón jurídica y dejar las identidades y pasiones al albur de lo político. Además, tampoco podemos pensar en que va a ser posible –de buenas a primeras– superar la distinción entre el Poder constituyente y los poderes constituidos93. Pretender eliminar el concepto de Poder constituyente o de soberanía, bajo la estela de Kelsen, tampoco nos lleva a ninguna parte, salvo a la renuncia al ser (humano) desde el puro vacío de un deber (jurídico) que se consuela o miente con la ficción de su Grundnorm. Y, sin embargo, debemos poner a cada uno en su sitio, es decir, tanto a los poderes constituidos como al propio constituyente bajo una definición de la democracia constitucional que sabe sus fundamentos y asume sus límites. La paradoja del constitucionalismo, con su radical distinción entre el uno y los otros, se decantó por un modo de pensar lo jurídico tan decisionista como para –desde la voluntad soberana– hacer nacer el derecho de la nada jurídica. Pero, los pueblos –por mucha función constituyente que puedan asumir, por mucha ruptura con la ordenación anterior que pretendan implantar y, por tanto, por mucho poder que quieran conquistar y validar– no están solos en el mundo, ni destruyen totalmente toda regulación preexistente. Los pueblos, aunque se autodenominen soberanos, no lo son en el sentido teológico y volitivo de creadores omnipotentes de ley y orden.

Por ello, mejor que seguir defendiendo la separación de poderes o la diferenciación entre Constituyente y constituidos, para proteger la Constitución y los derechos individuales y de las minorías contra su usurpación por el poder ejecutivo o el legislativo proponemos abrazar la interdependencia gobierno-parlamento y, al mismo tiempo, reforzar la independencia de toda jurisdicción, ya sea ordinaria, ya sea constitucional94. Y, desde aquí, manifestar la desaparición del poder constituyente como soberano ilimitado y, en todo caso, asumir su mantenimiento como soberano limitado y, por ello, su conversión a partir de unos poderes constituidos en funciones constituyentes cuando se plantea una reforma o revisión constitucional que –en contra de la jurisprudencia del TC español– no puede quedar tan abierta como para no declarar intangible ningún fundamento material y, en concreto, esa protección de los derechos y libertades individuales y de las minorías.

La guerra contra el populismo sólo la podrá ganar la democracia constitucional si definitivamente se asume por la ciudadanía que si queremos mantener el concepto de poder constituyente o de soberano, debemos dejar sus connotaciones teológicas para los fieles o religiosos95. Repudiaremos ese dogmatismo de Hobbes o Rousseau, y más todavía su alharaca schmittiana, desde populismos teológicos, de un poder indivisible y total para el siglo XXI. La comprensión de la democracia precisa de la autodeterminación del individuo en libertad, con su alícuota proporción como soberanos en el autogobierno colectivo, siempre plural, siempre dividido, nunca absoluto, ni divino, ni homogéneo. Tan fácil de entender como imposible de trasladar a buena parte de la ciudadanía, empeñada en seguir sublimando la naturaleza caduca de la vida humana desde la omnipotencia del pueblo como único titular del poder en democracia. Pero por ardua que sea la tarea, junto a la lucha contra la pandemia sanitaria, nada hay que merezca más la unión de nuestras fuerzas que, al poner en evidencia la fundamentación antidemocrática de todos los populismos, reducir su capacidad de hegemonía y, con ello, disminuir su atracción popular y evitar el colapso de las democracias96.

En espera del desenlace final, el virus del populismo ha coronado muchas creencias y apoyos populares: hasta la victoria siempre. Pero todavía podemos resistir sus oleadas y recuperar la salud de la res publica. En positivo, y a pesar de sus imperfecciones, compartir vidas dignas en nuestras mejores obras colectivas: la democracia y el constitucionalismo, el poder del pueblo y sus límites, desde la soberanía de todos y los derechos de cada uno, como fundamentos de paz y justicia.

Reflexiones para una Democracia de calidad en una era tecnológica

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