Читать книгу Susurros de belleza - Rosa Ventrella - Страница 10
2
ОглавлениеEn invierno, cuando el viento furibundo hacía vibrar las puertas y ventanas, y producía extraños chirridos por todas partes, nos sentábamos todos en círculo alrededor del fuego, Angelina, nuestra madre, nuestro padre, nonno Armando y nonna Assunta. Mi cuerpo delgado estaba entumecido. De vez en cuando, apoyaba la media sobre el piso y la losa helada me erizaba toda. Papá estaba en silencio, como nonno Armando. A veces resoplaba, como si una preocupación grave le afeara sus hermosos rasgos. En el cielo brillaba una luna redonda y límpida. Los árboles se doblaban hasta tocar la tierra. El madroño, en el patio, gemía bajo los hoscos azotes del viento. Los ojos de papá brillaban en la luz trémula de la llama. Eran verdes como los campos de Copertino en primavera. Nonno Armando lo miraba furtivamente, luego resoplaba él también. Posaba sus ojos pequeños y juguetones sobre el rostro de todos nosotros. Se metía en la boca un par de garbanzos secos y se aclaraba la voz: “¿Ya les conté de aquella vez que llegaron los ladrones a la Torre del Cardo?”, preguntaba frotándose las manos frente al fuego. Y sus narraciones cobraban vida.
En el pueblo se decía que en la Torre del Cardo, muchos siglos atrás, una banda de ladrones había escondido un tesoro. En los relatos del nonno, los veinticuatro ladrones que habían robado el tesoro de la baronesa Maria d’Enghen adoptaban la apariencia de demonios. Me los imaginaba vagando por las tierras espesas de Murgia, durmiendo en medio de los matorrales y en los árboles, comiendo pajaritos sin plumas que encontraban en los nidos y raíces que arrancaban de la tierra. Los veía furtivos reunir el botín en la vasija oculta en la torre y lanzar su tremendo encantamiento.
“Chi se avvicina a lu tesoro du Cardu, finisce scannatu. Quien se acerque al tesoro del Cardo terminará asesinado.”
Las almas de los ladrones se agitaban alrededor del fuego como sombras negras, con los cabellos largos y las barbas peludas, las cabezas adornadas con cuernos. También estaba el demonio con rostro de mujer y la piel roja y humeante como las brasas. Yo cerraba los ojos. Sentía que los brazos y las piernas se me congelaban. Nonno Armando tenía el don de la narración. Mi padre, el del silencio. Nonna Assunta, la sabiduría campesina. Mi madre y mi hermana, la belleza. ¿Y yo? Todavía a mi don tenía que descubrirlo. Durante gran parte de mi infancia, solo me dediqué a observar.
Era un domingo de invierno cuando el nonno nos llevó a Angelina y a mí a ver la Torre del Cardo. Yo tenía alrededor de ocho años.
“También yo quiero ser baronesa”, dijo categóricamente mi hermana.
Se paseaba con las manos en la cintura, el mentón hacia arriba, como si quisiera sentir el aire. El campo a su alrededor era una tierra densa en árboles y arbustos. Traté de mirarlo hasta donde pude. Me pareció un pequeño universo tranquilo y agradable como una caracola, un lugar mágico que había quedado detenido en el tiempo desde muchos siglos antes. Cuatro paredes, una casita en miniatura, una puertita con arco ojival y ventanitas gemelas a los lados. La antigua mansión de la baronesa ahora era aquella.
“La baronesa Maria debe haber sido una mujer hermosísima, de cabellos largos y negros como los de mamá”, agregó Angelina, escrutando con ojos curiosos las cerraduras de la puerta de ingreso a la torre. Quizá creía que podría abrirla solo con la mirada, pero esas eran cosas que ni siquiera la makara conseguía hacer.
Por el contrario, yo me imaginaba a la baronesa como una mujer vieja y hosca, con el rostro desdibujado, descolorido por la soledad, y un cuello amarillo y marchito que asomaba del plisado de la camisola blanca.
—¿Pero alguien alguna vez buscó el tesoro escondido por los ladrones para llevárselo? —preguntó Angelina.
—Ah —suspiró el nonno, casi como si hablar lo debilitara. Un ligero suspiro, irritado, pero cálido, le salió de entre los dientes apretados—. Hace frío para estar aquí por mucho tiempo —se justificó.
—Vamos, nonno, cuéntanos —presionó Angelina, y dado que era imposible resistírsele, nonno Armando comenzó a alisar una mata de hierbas, luego se acomodó allí y nos hizo sentar al lado de él.
—Un día un viejo sabio le dijo a un campesino valiente que, para encontrar el tesoro del Cardo, habría que llegar hasta la cima de la torre, la noche del Viernes Santo, con un bebé en pañales y un cordero consagrado, y que una luz lo conduciría hasta la habitación del tesoro. El campesino esperó con impaciencia el día establecido, pero acudió al lugar sin niño ni cordero, quizá porque estaba convencido de que habría debido sacrificar al pequeño o quizá porque, siendo la noche de los sepulcros, no habría encontrado ningún sacerdote que pudiera bendecir al animal. Comenzó a subir la escalera, pero una vez que recorrió unos pocos escalones, se sintió agarrado violentamente en la espalda por una fuerza desconocida y huyó atemorizado. Eran los espíritus de los ladrones, que custodiaban el tesoro e impedían a los más valientes apoderarse del tesoro.
—Ni siquiera la makara ha contado historias tan hermosas —dijo entusiasmada Angelina.
—Ah, sí —sonrió el nonno—. Entonces, ahora invento un juego. Ustedes me cuentan una historia.
Angelina se quedó inmóvil por un rato, paralizada, con su gran boca entreabierta y los cabellos enrulados sobre la frente.
—Te toca, Angelina —la desafié—. Eres la que tiene más fantasía.
Se aclaró la voz y se puso de pie. Ya en esa época me costaba pensar en ella como una niña pequeña. Siempre sabía qué decir, en cada circunstancia, y tenía un modo seguro de estar en el mundo que a menudo me resultaba insolente. Solo el sueño la restituía a su edad.
Cuando nos dormíamos, las dos en la misma cama, pero dispuestas al revés, yo apoyaba el rostro sobre la mano y me quedaba mirándola. Sus sueños eran todo movimiento, agitación de los párpados, gestos en los labios, asentimientos leves en los cuales parecía estar hablando, aunque luego suspiraba y nada más, y a las palabras las depositaba en el sueño. En esos momentos, me preguntaba sobre la facilidad con la que los conceptos le salían demasiado francos, sin filtro. También yo tenía muchos pensamientos, solo que los meditaba largo tiempo. En mi mente las palabras se amontonaban y se seguían una tras otras dando vida a ideas que a menudo me parecían demasiado complicadas. En mi modo de expresarme había una suerte de vacilación, un balbuceo que terminaba por irritar a todos. Analizándolo en retrospectiva, he visto que mi problema era colocar las palabras dentro de frases más simples, más comunes y espontáneas, como las de Angelina.
—Esta historia me la contó una vez la makara —comenzó a decir, gesticulando con amplios círculos de las manos—. Había una vez una joven que tenía que casarse…
El nonno apoyó los codos sobre las piernas y sostuvo la cabeza en el hueco de las manos. No parecía más cansado, los ojos estaban nuevamente brillantes.
—La noche antes del matrimonio se probó el vestido de novia, salió de la casa y fue al estanque para verse en el agua. Se vio hermosa, hermosísima. Para admirarse mejor se acercó lo más que pudo. Su rostro le gustó tanto que trató de tocarlo en el reflejo. Fue entonces que vio… —tomó aliento— ¡el cuerpo grande de un sapo muerto!
—¿Y entonces? —la interrumpí.
—Apuesto a que la pobre joven no vivió mucho tiempo —aventuró el nonno.
—¿Cómo haces para saberlo? —le preguntó Angelina.
—Tocar el agua donde hay un sapo muerto trae mala suerte. Por lo tanto, estén atentas, niñas.
Angelina volvió a sentarse, pero estaba disgustada debido a que el nonno conociera ya el final de su historia.
—Ahora te toca, Teresa.
Por un instante estuve inmóvil, con la espalda curvada mirando la tierra, luego me puse de pie titubeante. Hablar frente a ellos me incomodaba, sentí una ligera pulsación que me tiraba del lado de la mejilla izquierda. Durante toda la vida, para mí eso sería el indicio precursor del malestar, el modo en el que mi cuerpo expresaba su falta de adecuación.
—Pero no tartamudees —presionó Angelina.
—Shhhh —la calló el nonno—. Las palabras las debe encontrar antes en la cabeza, luego las debe sacar hacia afuera.
Pero no lo conseguí. No me vino a la mente ningún relato.