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CAPÍTULO 8 Emma

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Acabé la letra «a» con un gracioso ribete, como siempre. Me encantaba hacer la letra lo más preciosa posible. Ángela mordisqueaba su bolígrafo, pensativa. Una de sus cejas estaba curvada, demostrando que algo la frustraba. Nuestra respiración era lenta y suave, dejando que el agradable sonido de la fina lluvia nos inundara armoniosamente, al menos para mí. Un delicioso chocolate caliente se posaba a mi lado, inundando el ambiente con un agradable olor.

Las dos estábamos echadas en el suelo de moqueta de mi cuarto, haciendo los deberes. Ángela estaba tumbada panza abajo, dándole sorbos a su chocolate, sin perder la concentración en su libro de Química.Yo no conseguía concentrarme. Ni siquiera el olor dulzón del chocolate me apetecía. Mi mente estaba en otro lugar, en otra dimensión.Ángela se desperezó con descaro y cerró su libro, abriendo la boca en un enorme bostezo.

—Bueno, yo ya he terminado. ¿Cómo llevas Francés, Ojos claros?

Volví a la realidad en un segundo.

—¿Eh? ¡Oh, sí, perdona! ¿Por dónde íbamos?

Ángela frunció el ceño, algo cabreada.

—Yo ya he acabado. En cambio, tu nueva afición a estar en las nubes te está jugando malas pasadas por lo que veo. ¡Aún vas por el ejercicio 2! Emma, ¿me estás escuchando?

Volví a la realidad, de nuevo, intentando concentrarme en sus palabras. Pero todo me traía recuerdos, recuerdos que añoraba vivir en ese momento.Tenía la sensación de que no había aprovechado mi vida debidamente, de que había desperdiciado el tiempo.

—No puedes seguir así. Los profesores ahora te lo pasan por alto, pero no tardarán en llamarte la atención.

Mi amiga tenía razón, no podía negarlo. Pero ella debía entender que lo mío había sido un bache de dimensiones gigantescas y aunque me lo propusiese, iba a costarme bastante tiempo surcarlo.

Me froté los ojos, desperezándome, y suprimiendo unas lágrimas de la manera más sutil que podía ocurrírseme.

—¿A qué te refieres? —le pregunté un tanto molesta, pues yo misma sabía cuál era la respuesta.

—A que lo único que haces en clase es mirar al infinito con cara de deprimida.

Ángela apoyó su cabeza sobre una de sus manos, mirando al infinito con expresión tristona. Era evidente que me estaba imitando. Sentí una punzada en el estómago. Estrés, quizás remordimiento. No quería echar a la basura todo el esfuerzo que había depositado en mis estudios durante tanto tiempo. Resoplé, soltando un leve gemido. Sabía que lo que hacía no estaba bien. Debía bajar de las nubes y aceptarlo todo de una maldita vez.

—Lo sé, intentaré corregirlo.

Ella sonrió con ternura.

—Eso espero.Y no te pongas tan nostálgica, tonta bola de pelo.

—¿Cómo me llamaste?

—Nada, déjalo.

Cerró su libro de golpe y cogió su taza de chocolate. Le dio unos voraces sorbos, acabándose el tazón en cuestión de segundos. Un gracioso bigote de chocolate le manchaba la cara. Moví mi boli ágilmente entre mis dedos. Los deberes me causaban rechazo, cosa que jamás me había pasado.

Je deteste le François —mascullé enrabiada.

—Ya, claro. Lo dice la chica que se pasó 1° ESO hablando con su hermano en francés para que nadie más les entendiese.

La fulminé con la mirada, no porque me hubiese echado la contraria, sino porque no tenía ganas de recordar ese tipo de cosas. El francés siempre había sido el idioma dominante en mi familia. Mi padre no sabía hacer otra cosa que hablar en francés con una rapidez vertiginosa, impidiéndole a mi madre entender palabra.

—Bueno. —Ángela se dio unos golpecitos en las piernas y se levantó con pereza de la suave moqueta. —Ya son las ocho, debería irme a mi casa.

Aquel comentario, además de hacerme bajar de las nubes, me desmoralizó. Mi madre no vendría hasta dentro de una hora, y mi amiga se iba, lo que significaba que debía pasarme una hora entera sola en mi casa intentando no suicidarme. Genial.

Ángela se agachó, estrechándome entre sus brazos con su típica fuerza bruta.

—Te veo mañana, Ojos claros.

Yo sonreí, deseando que no se fuese. Ángela se despidió con la mano, cerró la puerta de mi habitación y, segundos después, la de la casa. Me quedé sentada, sola, sin saber qué hacer. Estaba embobada, mirando al infinito. Una música de piano resonaba lentamente en mis oídos. Era la vieja melodía que mi padre acostumbraba a tocar cuando era pequeña.Aquella canción me paralizaba el corazón poco a poco, haciéndolo latir con menos fuerza.Apreté los ojos, intentando oprimir el llanto con todas las fuerzas de mi alma.

Mil y un tormentos pasaban por mi lado. Escuchaba voces: mi hermano llamándome; mi propia voz, feliz y vivaracha; la bella melodía de mi violín, cuando se mezclaba con la de la guitarra de mi hermano.Todo era precioso en aquel tiempo. Ahora solo me deprimía, encerrándome en un oscuro recoveco de mi alma, del cual no conocía la salida. De repente, mi corazón se paró, pero no por tristeza, sino que de alguna manera dejó de bombear sangre. Mi respiración se colapsó y noté como mi cuerpo se movía en un tremendo espasmo. Intenté gritar, atemorizada, pero de mi garganta no salió nada.

En unos segundos, mi corazón dio un vuelco, golpeándome el pecho con violencia, volviendo a latir. Cogí aire con fuerza, desesperada. Aquello me había asustado, paralizado. No sabía describir con exactitud la sensación. Apoyé mi mano temblorosa en el suelo para levantarme, pero nada más di un paso en dirección a la puerta, algo me sobresaltó, y esta vez no era mi corazón. Una sensación extraña se palpaba en el ambiente. Mis músculos estaban tensos y el corazón me golpeaba brutalmente las costillas. Pude ver algo detrás de mí con el rabillo del ojo.

—¿Quién…?

El aire no quería salir de mis pulmones. Sabía que tenía problemas de corazón, heredados de mi padre, pero nunca me hubiera imaginado que la sensación fuera tal, incluso tenía alucinaciones. Me agarré al marco de la puerta, decidida a abrirla y a buscar como fuese un móvil para llamar a mi madre, pero de nuevo algo se movió detrás de mí. Me giré de golpe, sin pensármelo, y lo que mis ojos vieron me golpeó como una bofetada, haciéndome soltar un grito de pavor. Cerré los ojos instintivamente, y mi cuerpo cayó desplomado en el suelo.

«Tranquila», me dije a mí misma. «No, no has visto nada».

—Ojos claros… —murmuró una voz, llevándome la contraria.

—¡No eres él! ¡Déjame en paz, por favor! —supliqué entre llantos.

Al girarme, había visto a mi hermano reflejado en el espejo, pero aquello no era real. Era imposible ver a alguien muerto. Mi mente me estaba jugando una mala pasada. El paro cardíaco debía de haberme aturdido demasiado. Minutos después, cuando ya me sentí más segura, abrí los ojos con lentitud, pero para mi sorpresa, el reflejo seguía allí. Noté como mi instinto me arañaba el alma, pidiéndome a gritos que no cerrase los ojos, que me acercase, que era él. Una parte de mi entendía aquello a la perfección, ocultándome la realidad, intentando sorprenderme. Solté un largo suspiro. Aquello debía de ser una estúpida idiotez como tantas otras. Me giré sin más, esperando no ver nada, y poder volver a la normalidad, pero mi corazón dio un vuelco y se paralizó unos segundos cuando mis ojos observaron el espejo.

Intenté tragar saliva, pero mi garganta se cerró. Mis ojos querían llorar, pero estaba paralizada. Solo podía mover las manos en un leve tic nervioso. Se me empañaron los ojos con rapidez. ¿Por qué razón mi cabeza me jugaba aquellas malas pasadas? Solté un fuerte llanto y caí al suelo. Había llegado a ver el reflejo de mi hermano en el espejo: su pelo negro, idéntico al mío salvo el corte; sus ojos azul claro, su sonrisa al verme.

—No puedo más —solté agónicamente.

El corazón me dolía como si le clavasen mil puñales a la vez.

—Ojos claros… —volvió a susurrar.

Era la voz de mi hermano. No podía negarlo, por mucho que me empecinase en hacerlo.

Levanté la mirada lentamente, respirando con exagerada fuerza. Él seguía ahí, reflejado en mi espejo, mirándome con emoción y tristeza.Apoyé una de mis manos en el suelo, obligándome a levantarme a trompicones. Él esbozo una leve sonrisa. Me acerqué al espejo recelosa. ¿Había muerto? Sí, aquello me parecía demasiado obvio. Poco a poco mis sentimientos me derrumbaron, haciéndome lloriquear como una niña. Estiré una mano, pero mis piernas flojearon, haciéndome caer al suelo, destrozada.

Sin que me percatara, alguien me agarró de los brazos y me abrazó, acariciándome el pelo.Yo le devolví el abrazo, sin pensármelo.

—Tranquila, cielo —me susurró una voz al oído.

Era él. Su voz, sus manos, extrañamente frías, acariciándome la espalda. Me aferré a su cuello, llenándole el hombro de lágrimas, y aspiré su olor. Mi alma gritaba por todos los rincones de mi mente: «Es él».

Lentamente, dejé de abrazarle y le miré la cara. Solté un leve llanto, y él sonrió mientras me acariciaba el pelo.

—Te quiero… —No podía articular palabra sin ahogarme.

Dilan me apartó un mechón de pelo y lo puso tras mi oreja derecha. Mis ojos no dejaban de escrutarle el rostro. Le rocé la cara con una mano. Era real.

—Tranquila, no me voy a ir.

—¿Estoy muerta? —pregunté con voz débil.

Estaba casi segura de ello. Mi hermano había muerto. Era imposible que su presencia fuese tan real, a menos que yo también hubiese muerto. Estiré uno de mis pies entumecidos, dándole un golpe a la taza de chocolate y derramándolo por la moqueta. Dilan se rio al ver el chocolate empapando el suelo lanudo.

—No. Ojos claros, estoy aquí. Estás viva.

Cogió mi mano derecha y la colocó en mi pecho. Noté como mi corazón latía rápidamente, golpeando mi mano y la suya. Me soltó la mano delicadamente y sonrió. Dudé durante unos segundos, observándolo con la boca entreabierta. Mi respiración aún no era normal, al igual que la rapidez de mi corazón. Intenté articular alguna frase, pero mi cerebro iba como loco, al igual que mis labios, haciendo que soltara letras incoherentes y casi inaudibles.

Solté un llanto agudo y, como una niña pequeña, me eché en sus brazos, sollozando. Lloré en su hombro durante más tiempo del que creía que duraría aquello. Mi mente no dejaba de dar suposiciones de lo que ocurría. Aquello no parecía posible. Él me besó la cabeza, sin dejar de acariciarme el pelo.

—No me dejes despertar. Llévame contigo, te lo ruego.

—No estás soñando. Estoy aquí, contigo.

Respiré con agitación, temblando de arriba abajo. Mi hermano estaba realmente helado en comparación conmigo, pero ni siquiera le di importancia. Me separé de sus brazos otra vez y le acaricié la barbilla y los brazos, sin creerme que aquello pudiera ser real.

—Te he echado mucho de menos. Quiero estar siempre a tu lado, no puedo estar sin ti.

—Emma, ahora estoy a tu lado y no me iré nunca. Estaré contigo por toda mi eternidad.

No entendía nada de aquello, pero algo dentro de mi cabeza me dijo que no debía entenderlo, sino aceptarlo. Me di cuenta de que mi labio superior se esforzaba por sonreír, y noté como una gran felicidad remplazaba mi tristeza.

—Te quiero mucho, hermanito.

—Eh, no me llores así, bobalicona.

Dejé que me levantara la cabeza, y nos quedamos un rato mirándonos fijamente. Su parecido a mí era casi surrealista.Tenía mi misma sonrisa.

—Soy un alma, pero eso no importa. Estoy aquí contigo, ¿vale?

Dibuje un «vale» con los labios.Tenía la cara ardiendo, roja, por culpa de las lágrimas, mi corazón no bajaba el ritmo. Le abracé de nuevo, esta vez con menos desesperación.

—¿No te volverás a ir?

—Nunca —sentencio él, totalmente convencido.

Entonces recordé el último día que le vi, la última mirada agonizante que me dedicó, sus últimas palabras. Ahora lo estaba viendo de nuevo, sentado en el suelo, al igual que yo, agarrando mis manos de forma protectora.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué fuiste tan idiota?

Él me beso una mejilla antes de contestar.

—Si ser idiota significa dejar que mi hermana viva, entonces quiero ser idiota siempre. Lo hice, porque te amo, y yo no hubiera vivido un segundo sin ti a mi lado. Si hubiese tenido que ver cómo agonizabas sin remedio, cómo morías ante mis ojos, no habría podido vivir con ello en la cabeza. Prefería mil veces irme a dejar que tú sufrieses el dolor de morir, sabiendo que yo podía estar en tu lugar.

No podía pestañear, temía que al volver a abrir los ojos, él ya no estuviese.

—¿Pudiste pensar eso en tan poco tiempo?

Él asintió.

—Era mi final, no el tuyo. Pero en el poco tiempo que he estado ahí arriba, me he dado cuenta de que no puedo estar sin ti. No podía aguantar sin ver tus ojos, o tu sonrisa al despertarte.

—Yo tampoco…

De repente, noté que mis manos empezaban a helarse por culpa de las suyas. Dilan tenía las manos realmente heladas. No corría sangre por sus venas. Él asintió antes incluso de que abriera la boca para preguntar, como si ya supiese lo que iba a decir.

—Sigo siendo un alma, pero ella…—Se quedó callado antes de acabar.

Me quedé embobada, no sabía si había escuchado bien.

—¿Ella qué? —pregunté.

Dilan me apretó aún más las manos, como si desease aferrarse a mí lo máximo posible. Noté como mi corazón volvía a la normalidad, al igual que mi respiración. Me sentía realmente a gusto, más que nunca. Estaba con mi hermano. No sabía cómo, pero estaba con él.

—Es complicado —dijo por fin.

Me abrazó de nuevo, para hacerme olvidar la frase, y suspiró como si algo le revolviese la conciencia, pero yo no me di cuenta. Estaba demasiado enfrascada en mi felicidad.

—¿Quién es ella? —pregunté, sin despegar la cara de su pecho.

—Ella me ha otorgado unos… Déjalo, te lo explicaré más tarde.

—Cuéntamelo. Llevo dos meses sin escucharte, tontorrón.

El soltó aire con frustración y dejó de abrazarme.

—Esto me recuerda a la canción de Train, Angel in blue jeans.

El frunció el ceño y negó lentamente, como si no entendiese.

—¿Por?

—Porque eres mi ángel y llevas vaqueros azules.

—Ya…

Sin darme cuenta, me había desviado de la conversación, de la pregunta que realmente me importaba.

—¿A qué te referías antes?

Dilan se puso tenso, evitó mi mirada y un rato después abrió la boca, dispuesto a hablar.

—Es complicado, Emma, y ahora no quiero empezar con eso.

Asentí, tragándome la desilusión, y sin que él se lo esperase, apoyé mi cabeza en su hombro, agarrándolo con los brazos, para asegurarme de que no se volviera a marchar de mi lado.

—Prométeme que no volverás a entrar en mis pesadillas.

Él me acaricio el pelo dulcemente.

—No volveré a dejar que las sufras.

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