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CAPÍTULO 10 Plata

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El pasillo estaba completamente. Todos estaban en sus respectivas aulas, menos él. Tenía el pelo tan negro que era perfectamente confundible con el carbón, y unos ojos azules llamativos, cristalinos como el agua.

Una sensación desconocida sacudió su pecho, inerte desde hacía tiempo. No le dio importancia. Continuó andando, apretando los puños y dejando que el sudor le bajara por la espalda. Entonces, se paró en seco al verla. Sofía hurgó nuevamente en su taquilla, sacando otro libro cuyo título ni siquiera le hizo falta ver. Negó con tozudez y lo volvió a dejar en la pila de libros de lectura que guardaba en ella. Se apartó un mechón tras la oreja derecha, dejando brillar una cadenita dorada.

Dilan se emocionó al ver el destello de la cadena y obligó a sus pies a moverse hacia ella, pero se detuvo al ver a alguien. Sofía también se percató, se giró de pronto y recibió al chico de pelo blanquecino con emoción, abrazándolo.

Los ojos de Dilan se negaban a admitir lo que veían. Intentó hacerse invisible, pero no pudo. La tristeza le carcomía las entrañas, impidiéndole hacer otra cosa que quedarse quieto observando cómo Oliver la besaba, y ella aceptaba sin más, demostrando que definitivamente lo había reemplazado.

Se volvió con la cabeza gacha y huyó de allí con el alma rota, hecha una maraña de sentimientos contradictorios.

«¿Tanto era pedir dos meses?», se preguntó a sí mismo.

Cerró los ojos con fuerza, pero una lágrima consiguió salir, rozándole la mejilla. Sus pies daban pasos lentos, alejándose sin rumbo alguno. Se dejó caer al suelo, apoyando la espalda en una taquilla. Sí que lo era. Por lo visto sí.

«Ella tenía razón», pensó. «No podía esperar que todo siguiese como antes. Estoy muerto.Ya no estoy en sus vidas ni formo parte de ellas. ¿Por qué diablos me he empeñado en volver?».

Una imagen de su hermana se materializó en su cabeza. Sí, ese era el motivo, pero no quitaba que hubiese cometido un error. Lo sabía, y Sofía era la primera consecuencia. No quería afrontar las siguientes.Todo le daba vueltas, mil preguntas le torturaban: «Quizás, de otra forma habría…». Se echó las manos a la cara, intentando acallar sus pensamientos, pero la voz de Sofía diciendo «te quiero» resonaba en cada centímetro de su mente.

—¿Por qué paras?

—Es que no decías nada —susurró Dilan.

Sofía levantó un extremo del labio, simulando una sonrisa.

—Es imposible hablar mientras cantas. Me dejas muda.

—¡Venga ya! No digas estupideces.

Ella negó con frenesí, sin dejar de mirarlo.

—Es verdad. Podría pasarme años escuchándote cantar sin cansarme.

—¿Lo dices en serio?

—Tan enserio como que te quiero.

Se tiró de los pelos, intentando sacar ese recuerdo de su cabeza con todas sus fuerzas sacar, borrarlo. Las lágrimas le bañaban la cara, frías, debido a su falta de vida. No tenía corazón que le latiese, pero de haberlo tenido, se le hubiera parado del estupor.

Alguien se quedó parado ante él, vaciló unos segundos y finalmente preguntó:

—¿Te pasa algo?

«Como si no fuera evidente», pensó, rebosante de ira.

—Encantado —respondió, con tono irritante

El profesor frunció el ceño con sorpresa ante la contestación de Dilan.

—¿Estás bien? —inquirió el profesor con cierta duda.

—Estoy bien, señor Jones. Solo un poco estresado.

Su tono era tristón, con un amago de felicidad casi desastrosa. No se dijeron nada más. El profesor se fue por su camino sin hacerle más caso. Dilan volvió a apoyar su cabeza en la taquilla, dándose golpes frenéticamente.

«¡Serás inútil!», se dijo a sí mismo.

No había nadie más que él, sentado en el suelo, con su nueva espalda dolorida por un candado, pero o no sentía el dolor, o no le daba importancia. Se quedó mirando a un punto fijo con las manos apoyadas sobre sus rodillas. Abrió la boca y soltó una bella melodía, casi sin darle entonación:

«He construido una luna,

sin esperar recompensa alguna.

Espero tu dulce cariño,

y me encuentro con una piedra en mi camino.

Tanto pedir fue

que con esa luna me quedé,

esperando que ese destello desapareciese.

He construido mi amor,

para que me lo devuelvas cargado de dolor.

Te he dejado destrozar

todo lo que de mí podía quedar,

dejándome olvidar sin más

Demostré mi amor por ti,

bella luna llena.

Tanto pedir fue

que con esta luna me quedé».

—Cuatro años, y me ha reemplazado en dos meses. No me lo puedo creer.

Volvió a dirigir la mirada hacia el lugar por donde se había ido el profesor, y luego se miró las manos, hablando para sí con verdadera dureza. Una sola pregunta pasaba por su cabeza: «¿Y Emma? ¿Qué diablos le digo?».

El club de los ojos claros

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