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I. Dios es alegría

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¡Hijito bien amado de mi inmaculado corazón!

Gracias por responder a mi llamada. Soy tu madre y te amo con amor perfecto. Soy la dulzura del amor de Dios hecha mujer, sin dejar de ser tal como Dios me creó para ser. Soy aquella que tu corazón busca. Soy el refugio seguro de tu alma.

Ven ahora y siempre a echar mano de los tesoros de mi corazón de madre del amor puro. Nuevamente te digo que todo lo mío te pertenece, porque en mí no existe nada que no sea de Dios. Ora, hijito. Ora por los milagros. Ora por la sanación de los corazones. Ese es el milagro más grande. Ora para que tus hermanas y hermanos en Cristo regresen al estado de alegría de ser.

Fuiste creado para ser feliz en el amor de Dios, tal como todo lo creado es. Sonríe más cada día, para que el mundo se llene de alegría. Dentro de tu corazón, en unión con mi inmaculado corazón y el sagrado corazón de mi divino hijo Jesús, existe la fuente de la alegría. Permanecer unido a ella es vivir en la verdad de tu ser.

Dios es alegría. Esto es lo mismo que decir que es amor, puesto que el amor y la alegría son uno y lo mismo. Los que viven en la presencia del amor son alegres, además de ser fuertes. He venido por la voluntad del creador y tu disposición a revelarte el misterio de la alegría de ser. Digo misterio y digo palabra acertada, pues para aquellos que han vivido por tanto tiempo fuera de la experiencia de la alegría de vivir, la fuerza del amor ha pasado a ser un misterio, a pesar de que es lo más conocido por el universo.

Dios no se oculta de nadie ni de nada. Esa es la razón por la que yo, como madre de los vivientes, tampoco me oculto de nada ni de nadie. No hay motivo para ocultarse. Soy la luz de la verdad. Soy la luz del mundo que brilla en ti. Soy María, Madre de Dios, de Jesús y tuya. Soy madre de la creación. Soy la alegría de Dios y de los santos, tal como lo eres tú.

Así como se ha dicho que la dulzura parece ser la gran ausente del mundo, también lo es la alegría, su eterna compañera. Esto se debe a los patrones de memorias dolorosas. Son los resabios de los tiempos de la lucha. Tiempos en que la identificación con el cuerpo-ego hizo que vivieran sumergidos en una carrera desenfrenada por la supervivencia, olvidándose del poder providencial del amor de Dios. El ego no puede digerir la alegría, porque el ego es la carencia del amor.

Vivir con el ceño fruncido es la consigna del ego. Lucir serio y preocupado, así como también lo es el hablar siempre de cosas dolorosas o “importantes”. Es cierto que la experiencia del dolor existe en la dimensión del tiempo y el espacio. Y también es cierto que muchas veces ese dolor enoja a quienes aún no han comprendido quiénes son, a la luz de la santidad. Sin embargo, también es cierto que el mundo es neutro. No tiene ningún poder real sobre mis hijos.

Los que viven en Dios no tienen nada que temer. Pueden darse el lujo de ser felices y vivir alegres en el amor porque saben que tienen una madre amorosa que vela por ellos, como ninguna otra madre puede hacerlo ni lo hará jamás. Ellos conocen el poder del amor. Lo aceptan y se regocijan en él.

Elige solo el amor: La morada santa

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