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OPINIÓN
Como vimos anteriormente, nuestras opiniones muchas veces dan forma a nuestra identidad y, en algunos casos, terminan por convertirse, incluso, en parte constitutiva.
Y si bien es deseable que nuestras opiniones sean flexibles, porque, como veremos más adelante, conviene que nos inspiremos en la ciencia, que, por definición, es flexible y se encuentra en permanente cambio, lo cierto es que quienes se ciñen con fuerza a sus ideas preconcebidas tienden a trazar líneas divisorias entre los que piensan como ellos (sus aliados) y los que piensan distinto (sus enemigos).
Estas personas suelen razonar exclusivamente a partir de sus emociones, lo que refuerza sus creencias previas y desatienden la evidencia cuando muestra algo diferente o señala un camino distinto.
El problema es que cuando armamos bandos solo conversamos con aquellos que piensan igual que nosotros. Así, nuestras opiniones se vuelven más homogéneas y también más rígidas. En este sentido, como veremos en un capítulo posterior, hay investigaciones que ponen de manifiesto que mostrar a alguien los datos que demuestran que está equivocado, la mayoría de las veces resulta una tarea estéril ya que no solo no sirve para persuadirlo, sino que además ayuda a que se apegue con más fuerza a su punto de vista original, porque cualquier duda que otro le genere a través de una charla y desde el más puro raciocinio, se convierte para él en una duda sobre su propia persona, lo que, a su vez, lo pondrá a la defensiva y hará que sienta una necesidad imperiosa de proteger su identidad.
Alcanzado ese punto, puede decirse que la persona en cuestión ya no piensa “algo”, sino que se ha convertido ella misma en ese algo.
En psicología, al conjunto de personas acríticas, con ideas clonadas, cerradas a posturas disímiles y que se retroalimentan en su propio sesgo, se lo conoce con el nombre de endogrupo y constituye un verdadero problema porque suele ser fuente de conflictos permanentes con otros grupos antagónicos. Más aún, dentro del endogrupo cualquier atisbo de genuina duda que aparezca en alguno de sus miembros es acallado enseguida para que se genere una ilusión de falso consenso, es decir, la creencia de que hay una sola cosmovisión a la que todos adhieren y, en consecuencia, la sensación ficticia de que existe unanimidad respecto de determinada decisión o camino a seguir.
El punto más alto y nefasto se alcanza cuando uno o varios miembros del endogrupo, disidentes en algún punto o con dudas sobre las supuestas conclusiones verdaderas a las que se arribó, aún sin haber sido presionado hacia la conformidad, prefiere mantener su boca cerrada antes que ser señalado y criticado por los otros. En su afán de evitar la mirada desaprobatoria y la censura de sus compañeros por tener una opinión disonante, termina cayendo en la autocensura.
Ahora bien, imaginemos la siguiente situación: concurrimos a un laboratorio para participar en un experimento sobre percepción y discriminación visual. Al llegar, nos invitan a tomar asiento en una silla y nos encontramos con que están esperando otros cinco participantes que llegaron primero. Luego aparece el investigador y le muestra al grupo unas láminas que contiene una línea como estímulo principal al lado de otras tres líneas del diferente tamaño. La tarea a realizar parece sencilla: deben señalar, uno por uno y de acuerdo con el orden de llegada, cuál de esas tres líneas es idéntica en longitud a la línea principal.
Simple, ¿cierto? O no tanto.
Luego de las tres primeras rondas de láminas, en las que todos están de acuerdo, algo empieza a andar mal: el primer sujeto señala una línea claramente más corta que la principal, luego el segundo elige la misma línea equivocada y los tres siguientes también. Ahora es nuestro turno para que opinemos y estamos desconcertados. El error de los cinco primeros participantes es grosero y nos preguntamos si de repente se volvieron todos locos.
Llegado el caso, ¿qué haríamos? Estamos seguros de cuál es la respuesta correcta, pero los compañeros de grupo han elegido una opción errónea y hay consenso entre ellos.
Ante este dilema, es bastante probable que neguemos la influencia de los demás y que defendamos nuestra individualidad diciendo que no nos importa lo que los otros hayan opinado y que daríamos la respuesta correcta, libres de cualquier presión externa.
Sin embargo, lo cierto es que en un contexto como este nos encontraríamos en la encrucijada de dar la respuesta correcta o dar la respuesta equivocada para coincidir y caer bien al grupo. Porque, claro, este experimento, lejos de ser ficticio, fue diseñado originalmente en 1951 por el psicólogo Solomon Asch y replicado luego muchas veces a lo largo de los años, demuestra que existe una fuerte tendencia de las personas a cambiar sus opiniones y conductas para que sean consistentes con las del grupo al que pertenecen. Concretamente, el 37% de los participantes que pasaron por el laboratorio de Asch estuvieron de acuerdo con la mayoría equivocada con tal de no sentirse desubicados o inadaptados con respecto al grupo.
Como ya estarán imaginando, las cinco personas que precedían al participante ingenuo no era sujetos experimentales, sino colaboradores del investigador entrenados para emboscarlo cognitivamente.
Ocurre que, en primer lugar, la gente desea que su opinión sea la correcta y supone que, si otras personas han llegado a un acuerdo respecto de algún tema en particular, entonces deben estar en lo cierto. Esto es especialmente válido en contextos ambiguos o poco definidos donde la información escasea. Cuando no sabemos bien cómo comportarnos, miramos lo que hacen los demás.
Volviendo a la investigación de Asch, es probable que, si nos hubiese tocado participar en su experimento, llegáramos a la conclusión de que cinco personas distintas y que ven lo mismo, no pueden estar equivocadas, y que por lo tanto deberíamos sumarnos a ellas antes de quedar como idiotas.
En parte esto también tiene que ver con la necesidad humana de ser aceptados y queridos. La idea de ser vistos como inadaptados que van a contramano del mundo no es algo que, en general, nos seduzca.
El problema de callar por temor al disenso y a la desaprobación de los demás es que no llegamos a participar de manera genuina en la toma de decisiones, pero luego tenemos que convivir con las consecuencias de esas decisiones de las que, por omisión, terminamos siendo cómplices.
Dejemos en claro un punto: proteger la libertad de expresión siempre es más fácil que perderla y luego tener que luchar para recuperarla.
El conjunto de todo lo anterior nos convierte en esclavos de nuestras propias opiniones, ya se trate de deporte, política o religión, y la Argentina es un país que, desde lo social y cultural, favorece, e incluso incita, a que sus ciudadanos tomen partido por alguno de los bandos en pugna. Quien no lo hace queda atrapado en el fuego cruzado, en terreno de nadie y, eventualmente, condenado al ostracismo.
Para colmo de males, otros investigadores, como Irving Janis, han estudiado y determinado la presencia de elementos que hacen que la tendencia al pensamiento colectivo, tal como se ha dado en llamar este fenómeno de adhesión complaciente a las masas, recrudezca con fuerza.
Algunos de estos componentes son:
• Grupos altamente cohesionados, es decir, cuyos miembros se sienten hermanados por una causa común que los define.
• Grupos aislados de influencias externas.
• Estrés alto y presencia de amenazas foráneas.
• Fuerte presión por parte de líderes o sus lacayos en contra de posibles miembros disidentes en favor del consenso irrestricto.
• Cierto monto de moralidad inherente al grupo, como por ejemplo la necesidad de justicia o la creencia en la bondad extrema de la causa que se defiende.
• Estereotipos peyorativos sobre rivales y competidores.
• Ilusión de falso consenso, como fenómeno resultante del proceso de sesgos psicológicos hasta aquí descriptos, que hace que los integrantes del grupo lleguen a la conclusión falaz de que todos están de acuerdo y de que las decisiones tomadas son las mejores posibles.
Son muchas las personas que no buscan la verdad sino reafirmar sus propias opiniones, porque de ello depende buena parte de la integridad de su estructura psíquica.
En este sentido, tal vez la solución pase por intentar tomar distancia emocional del endogrupo y evitar así caer en sus vicios y tatuarse a fuego en la mente que, cuando alguien no está de acuerdo con nosotros, no debemos sentirnos atacados en lo personal.
Finalmente, estoy convencido de que, en el plano de las ideas, más que escuchar a nuestros aliados siempre conviene escuchar a quienes consideramos nuestros enemigos, porque son ellos los que tienen los argumentos que atraviesan nuestras defensas. Son ellos los que encuentran nuestros puntos débiles y, como ya veremos en el capítulo dedicado al aprendizaje, de eso, sin duda, nos podemos nutrir mucho.
En cambio, lejos de enriquecernos, nada nuevo podemos aprender del compañero de grupo que piensa de la misma manera que nosotros.