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ESTRÉS

Riesgo país por las nubes, dólar fuera de control, inflación galopante, crisis económica permanente, corrupción en todos los estratos de la vida cotidiana, incertidumbre laboral, desigualdad social en aumento, altos índices de criminalidad y otras calamidades crónicas nos llevan a la conclusión inexorable de que no hay salida y nos hunden en un estado de desesperación. Es lo que algunos psicólogos llaman, con acierto, estado de indefensión.

En un contexto como este, recurrente en la Argentina, signado por el estrés constante, lo primero que debemos saber es que, en el plano cognitivo, desaparece la capacidad de pensar con claridad, de proyectar y de anticipar las consecuencias de nuestras decisiones y conductas.

Vamos de mal en peor desde hace décadas y, desde un punto de vista fisiológico, tiene sentido que así sea. Es un círculo vicioso, en el que el estrés atenta contra el buen desempeño del cerebro y, a su vez, un cerebro que no funciona bien nos lleva a tomar malas decisiones y a que nos carguemos aún más de tensión.

Vivimos estresados y el estrés nos pone en modo supervivencia. Las áreas pensantes y reflexivas del cerebro se bloquean y toman el control otras regiones asociadas a la subsistencia. Se trata de una ecuación de economía mental en la que todo lo innecesario se desactiva, incluida la capacidad de planificación a futuro, y que nos deja a merced de la inmediatez del presente.

Alcanzado este punto, tomamos cualquier oportunidad pasajera que aparezca, por más nociva que sea, para que nos proporcione algo de alivio temporal: cigarrillo, alcohol, drogas, sexo casual, redes sociales y la televisión basura se encuentran entre lo más nefasto, común y extendido.

Si nos estamos ahogando, es natural que nos agarremos del primer tronco que pasa flotando. Es así como nos volvemos reactivos, impulsivos, caemos en los brazos de la gratificación instantánea y tomamos malas decisiones. Cuando todos nuestros recursos intelectuales son reclutados al servicio de la supervivencia nos consumimos en nuestra propia estupidez.

Entramos en un estado de pesimismo y esto hace que se dispare la tasa de enfermedades mentales y de trastornos psicológicos.

Inmersos en este contexto, no debería extrañarnos que en los últimos años se hayan multiplicado exponencialmente los casos de depresión, ataques de pánico y otras bellezas psicológicas asociadas a la incertidumbre y la sensación de que no tenemos el control de nuestra vida.

Terminamos viviendo a la defensiva, esperando todo el tiempo que algo malo ocurra, con la sensación de que la catástrofe está agazapada y nos acecha a la vuelta de la esquina. Y pocas cosas tolera tan mal el ser humano como la amenaza permanente. Y eso es, ni más ni menos, lo que en los inicios del siglo XXI ofrece la Argentina: amenaza permanente.

La falta de previsibilidad y el miedo disminuyen drásticamente los niveles de serotonina del cerebro. Un déficit crónico de este neurotransmisor implica una hecatombe mental y física: es lo que se encuentra en la base de la inseguridad personal, la falta de confianza en uno mismo, la irritabilidad generalizada, la hostilidad hacia el prójimo a propósito de nimiedades y el debilitamiento del sistema inmunitario. Esto, a su vez, acarrea una mayor prevalencia de enfermedades de todo tipo, infelicidad a la orden del día y varios etcéteras que desembocan inevitablemente en una disminución en la expectativa y calidad de nuestra vida.

Sí, esto último también es real: los argentinos vivimos en promedio cuatro años menos que nuestros vecinos chilenos y siete años menos que nuestros parientes italianos y españoles.

Todo lo anterior lleva, como veremos en los próximos capítulos, a que se deteriore nuestra autoestima y seamos más vulnerables ante propuestas poco inteligentes pero manifestadas con aparente convencimiento y orgullo, como la que ofrecen el partidismo, la ideología y la religión.

Alcanzado este punto, acorralados y con nuestro sentido de valía personal hecho añicos, es natural y esperable que procuremos sentirnos mejor apelando al consuelo y la fortaleza que provee el grupo.

Las causas mayores, sobre todo las que ofrecen ideas certeras, aunque muchas veces también mal concebidas, o rígidas e inflexibles, como las que en general pregonan las ideologías, pueden ser terriblemente seductoras y se nos presentan como el antídoto perfecto a la soledad, el temor y el desamparo.

Ahora bien, imaginemos que vamos caminando por una calle solitaria y de repente nos encontramos asediados por un posible ladrón o un depravado sexual.

¿Qué hacemos? Lo típico, y con mucho sentido, es que procuramos huir hacia un lugar público, intentamos refugiarnos en algún sitio atiborrado de gente de manera tal que podamos ganar seguridad y sentirnos protegidos.

¿Qué ocurre si quitamos de la ecuación al ladrón y lo reemplazamos por otra forma de amenaza, como puede ser un estado más sutil pero generalizado de inseguridad, sustentado en tasas crecientes de criminalidad en las calles? ¿O la posibilidad de quedarnos sin empleo ante una crisis económica brutal e indiscriminada? ¿O el miedo a enfermar en un contexto donde prima un sistema de salud precario e ineficaz que sabemos que nos dejaría abandonados a nuestra propia suerte, tanto a nosotros como a nuestros seres queridos? ¿O una presión impositiva atroz, superior a la de los países desarrollados, que pone en jaque nuestra empresa o emprendimiento sin que nos devuelvan ningún beneficio a cambio?

El común denominador a todos estos escenarios posibles es el estrés. Y en países como la Argentina, más que escenarios posibles son todos escenarios reales, verificables, día tras día. No algunos, todos.

El estrés hace que corramos hacia el calor de las masas, que nos refugiemos en cualquier grupo pincelado con ideas marketineras y seductoras, como la contención, la camaradería, el consuelo y la promesa de protección.

Así se alimentan las sectas. Pero también el partidismo político, el feminismo radical, el fundamentalismo religioso e, incluso, muchos deportes.

La razón por la que adherimos ciegamente a los grupos en contextos de incertidumbre y estrés es porque necesitamos con urgencia llevar algo de solidez a nuestra autoestima tambaleante y nuestra estructura psíquica deteriorada.

Y como una cosa lleva a la otra, en una especie de efecto dominó imparable, las otras personas, esas que están paradas en la vereda de enfrente y militan en el grupo antagónico, se convierten de manera automática en nuestro enemigo, cuando en realidad no lo son: simplemente se trata de seres humanos tan vulnerables y asustados como nosotros, que hacen lo que pueden con sus debilitados recursos personales.

No debemos crucificarlos ni quemarlos en la hoguera por herejes, aunque lamentablemente esto es lo que se observa a diario.

No digo que sea sencillo ya que, como vimos antes, vivimos sumergidos en un estrés omnipresente que ahoga las áreas reflexivas del cerebro. Sin embargo, pienso que el camino es procurar aceptar la responsabilidad por la propia vida. Culpar a los demás o al contexto no es un enfoque adecuado ya que no nos permite que nos hagamos cargo de nuestros propios errores y, si aspiramos a mejorar, conviene que prestemos atención a aquellos aspectos de nuestra vida sobre los que tenemos algún grado de control.

El camino que tenemos por delante puede que sea largo y sinuoso, pero también puede ser gratificante.

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