Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 4
A la mañana siguiente, a primera hora, el sargento Ruiz y la cabo Morales aparcaron el vehículo en el parking que había al lado de los juzgados de la Ciudad de la Justicia, exclusivo para personas autorizadas, y accedieron al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Cataluña. A decir verdad, nunca se habían acostumbrado al olor intenso y penetrante que impregnaba la sala de autopsias, sobre todo, la cabo Morales. La mayoría de las veces era el propio sargento junto al cabo Alberti los que se encargaban de ir al depósito de cadáveres; en la medida de lo posible, ella evitaba pasar por ese mal trago, exceptuando los días en que Aitor Ruiz le pedía que le acompañase, entonces no se podía negar.
Cuando traspasaron la puerta del depósito, vieron cómo el doctor Jerez, con la ayuda de un celador, introducía un cadáver envuelto en una bolsa de conservación en una de las cámaras frigoríficas de la amplia sala.
―¿Han venido a hablar de la víctima sin identificar?
―Así es ―respondieron al unísono.
―Es un poco pronto, ¿no creen? Todavía me quedan algunas pruebas por realizar. Como comprenderán, en estos momentos el informe está incompleto.
―Lo sabemos ―dijo el sargento Ruiz―. Solo le robaremos cinco minutos de su tiempo.
El médico forense le dio las gracias al celador y, acto seguido, éste abandonó el lugar.
―Ustedes dirán.
―¿Qué puede contarnos de la víctima? ―preguntó la cabo Morales.
―Veamos, la víctima falleció a causa de dos disparos en la cabeza a menos de un metro de distancia. Los asesinos utilizaron una bala del calibre 45 y otra del calibre 9.
―Pero, como pudimos ver en el escenario, antes fue torturado... ―manifestó el sargento Ruiz.
―Así es. Desde el principio, me ha dejado un poco intrigado que a la víctima la golpeasen con tanta contundencia en una sola pierna. Me refiero a que podrían haberse ensañado perfectamente con ambas extremidades y provocarle más daño si cabe, pero no lo hicieron.
―¿A dónde quiere llegar?
―Tomé varias radiografías para localizar huesos rotos o fracturados ―respondió―. Pues bien, en la radiografía realizada a la pierna derecha se observan signos de remodelación ósea en la tibia y el peroné: la formación de callo óseo externo, es decir, una prominencia que señala claramente que hace un tiempo se produjo una fractura. Probablemente, la víctima estuviera en proceso de rehabilitación o hiciera poco que le hubiesen dado el alta.
―¿Cree que los asesinos conocían a la víctima? ―preguntó la cabo Morales.
―Creo que lo suficiente como para saber en qué parte del cuerpo podían hacerle más daño. Digo esto porque mientras los golpes que recibió en una pierna, literalmente, se la destrozaron, en la otra apenas tenía un par o tres de moratones.
―¿Con qué tipo de objeto cree que pudieron causarle ese traumatismo?
―Debido a las diversas fracturas de tibia y peroné y a la hemorragia interna producida, yo diría que fue golpeado con un objeto contundente, me inclinaría por un bate de béisbol o un tubo metálico.
Hubo un breve silencio y el sargento preguntó:
―¿Pudo revisar la región anal para detectar señales de agresión sexual?
El médico lo miró fijamente.
―No me pregunte por qué, sargento, pero sabía que me haría esa pregunta. Sí, lo hice. Y tengo que decirles que la víctima no sufrió abuso sexual.
―Teniendo en cuenta cómo encontramos el cadáver ―continuó diciendo la cabo Morales―, es posible que el «hombre sin nombre», horas antes de su asesinato, fuera drogado contra su voluntad. ¿Qué puede explicarnos? ¿Hay presencia de drogas o veneno en su organismo?
El doctor Jerez sonrió.
―Lamentablemente nuestros recursos nos impiden trabajar a la misma velocidad que CSI Las Vegas, cabo Morales ―dijo en un tono socarrón―. Los resultados del examen toxicológico tardarán varios días en llegar; de verdad, cuando los tenga en mi mano serán los primeros en saberlo.
La cabo Morales frunció el ceño.
―Mire, no me gusta hablar sin conocimiento de causa: mi profesión me lo impide. Lo que sí puedo decirles es que los asesinos utilizaron el mismo tipo de cuerda para atar a la víctima. Encontré fibras de polipropileno en las marcas de ligaduras halladas en pies y manos. Basándome en el grosor y las características de dichas marcas, he de decir que lo ataron con una cuerda fina y de alta resistencia, como una cuerda de doble trenzado u otra muy parecida.
―¿En qué se utiliza ese tipo de cuerda? ―preguntó el sargento.
―Bueno, por la buena calidad del material, es usado en multitud de sectores e industrias, como en la construcción, el sector náutico, la pesca o la agricultura, aunque perfectamente podríamos utilizarla para el uso doméstico.
―Entiendo, doctor. Me gustaría hacerle una última pregunta, si no le importa.
El forense volvió a sonreír, su rostro era un poema: se le notaba que tenía ganas de seguir trabajando.
―¿Ha encontrado algún otro tatuaje en su cuerpo?
―No. Solamente el que vio usted en el escenario. ¿Piensa que ese tatuaje podría ser importante en la investigación?
Él hizo una mueca.
―Ya sabe, tenemos que estar abiertos a todas las posibilidades.
Los policías se despidieron, se dieron media vuelta y caminaron hacia la puerta del depósito de cadáveres. El forense cogió la camilla, se la llevó arrastrando y también salió de allí, concentrado en sus propios pensamientos.
*
Una hora más tarde, en la sala de reuniones del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, el sargento Ruiz y la cabo Morales explicaron al resto del equipo la conversación que habían mantenido con el médico forense. Ellos escucharon atentamente, en silencio, sin perder ni un solo detalle. Después, el cabo Alberti dijo:
―La realidad es que será difícil identificar el cadáver si la familia no denuncia su desaparición. Tal y como yo lo veo, tendremos que solicitar colaboración ciudadana para ver si alguien reconoce el tatuaje del pie; aunque, al ser tan pequeño, puede que nadie sepa de su existencia.
―Es una opción que no podemos descartar ―dijo el sargento―. Pero antes de llegar a ese extremo, me gustaría que contactásemos con las familias de personas desaparecidas para cotejar los datos que nos aporte la autopsia. Con suerte, en estos días habrá alguien que reclame el cadáver.
―Por otro lado ―dijo la cabo Morales―, será necesario contactar con todos los hospitales de la ciudad y el resto de la provincia y hacer una lista de todos los hombres, de entre treinta y cuarenta años, que hayan tenido una fractura de tibia y peroné en los últimos seis meses. Puede que nos lleve un tiempo, pero es lo mejor que tenemos en estos momentos.
―Puede haber miles de hombres con las mismas características ―se quejó la agente Aina Fernández―. Es como buscar una aguja en un pajar.
―Cuando sepamos la edad de la víctima, reduciremos la lista ―replicó.
―Si hace falta, haré una llamada y pediré que más agentes nos ayuden en la investigación ―dijo el sargento Ruiz, con el gesto serio―. Lo primordial es identificar a la víctima, Fernández.
Ella se mostró dubitativa. Luego, apartó la mirada y se puso a ordenar los papeles que tenía sobre la mesa.
El agente Joan Sabater carraspeó.
―Habéis dicho que el forense encontró fibras de polipropileno en los pies y en las manos de la víctima. Pese a ello, saberlo no nos servirá de nada si no podemos compararlo con otro trozo de cuerda del mismo material. ¿Me equivoco?
El sargento Ruiz se quedó pensativo.
―Bueno, esperemos a tener el informe final de la autopsia y luego valoraremos los pasos a seguir. Es posible que esos desalmados hayan cometido un error. Las pruebas parecen indicar que el cadáver fue lanzado desde un vehículo en marcha, ¿verdad? Puede que alguien los viera cuando lanzaron a la víctima.
El equipo al completo reflexionó durante unos instantes.
―¿Sabemos algo de la alfombra? ―preguntó el agente Eudald Gutiérrez, rompiendo el silencio.
―Los compañeros de la Científica todavía la están analizando en busca de sangre o restos de ADN ―respondió el cabo Alberti―. Supongo que nuestro querido informático tendrá algo interesante que contarnos.
El agente Cristian Cardona sonrió sonrojado.
―Sí, la alfombra pertenece a una tienda online llamada Alfombras Finarolli. Se dedica a la importación directa y venta de alfombras y felpudos de diseño en Cataluña. El dueño es un tal Abdul Ullah, pakistaní, de veinticuatro años. Sin antecedentes.
―¿Tiene tienda física? ―preguntó la cabo Morales.
―Sí. Y está en Barcelona.
―¿Has hablado con él o con algún empleado?
―No me han cogido el teléfono.
―¡Qué maleducados! ―exclamó el sargento Ruiz―. Entonces será mejor que les hagamos una visita. De modo que, Eudald, Joan, pasaros por la tienda, a ver si pueden deciros quién compró la alfombra.
Ellos asintieron con la cabeza.
La agente Fernández sintió una enorme frustración. Normalmente era ella quien acompañaba a Joan Sabater, pero, por si las moscas, prefirió no decir nada.
―Irene ―prosiguió―, ¿qué te dijo la Unidad Central de Personas Desaparecidas?
―De momento ningún desaparecido concuerda con la víctima.
―Vuelve a contactar con ellos, por favor. Han pasado más de veinticuatro horas. ―Ella lo miró e hizo un gesto de asentimiento―. Lluís, necesito que te encargues de llamar a todos los hospitales.
―Está bien ―respondió.
―Aina, Cristian, quiero que ayudéis al cabo Alberti. ―Los agentes se miraron el uno al otro y luego asintieron―. Bien. Ahora que cada uno sabe lo que tiene que hacer, pongámonos a ello.
Los primeros en levantarse fueron los agentes Gutiérrez y Sabater, cogieron sus chaquetas y se marcharon.