Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 17

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Capítulo 12

Cuando quedaban diez minutos para que el reloj marcase las dos del mediodía, Lluís Alberti llamó al sargento Ruiz. Estaba junto a la agente Fernández, de pie, frente a un camino de tierra que daba acceso a la discoteca derruida.

―La familia que vivía de okupa en la discoteca ha desaparecido. Les hemos llamado al móvil y salta el contestador.

―¡Joder! ―exclamó el sargento Ruiz al otro lado del teléfono―. ¿Estás seguro de que han desaparecido?

―Y no solo eso: me temo que han sido secuestrados.

―¿En qué te basas para pensar así?

―Hace una semana, según los testigos, dos hombres trajeados bajaron de un vehículo de alta cilindrada estacionado frente a la discoteca y accedieron al interior. Además, el dueño de un restaurante de la zona nos ha confirmado que la mujer pasaba todas las mañanas por delante de su establecimiento. Pero, casualmente, lleva una semana sin dar señales de vida.

―Pero ¿por qué querrían hacerles daño?

―Quizá sabían demasiado ―pronosticó el cabo Alberti.

―O puede que hayan decidido marcharse a otro lugar ―repuso el sargento.

―Lo dudo mucho.

―Explícate.

―Acabamos de salir del interior del edificio. La cena estaba puesta en la mesa. Por si fuera poco, había dos paquetes de pañales sin abrir; si se hubieran ido por su propio pie, estoy convencido de que la madre se los hubiese llevado consigo. Tal como yo lo veo, probablemente les sorprendieran por la espalda y les obligaran a montarse en el coche a punta de pistola.

―¿Crees que guarda relación con el asesinato de Carles Giraudo?

―Mmm... ―murmuró―. Se trata de una gran coincidencia.

Aitor Ruiz respiró profundamente al otro lado de la línea e intentó recomponerse.

―Volvamos a los testigos. ¿Os han dicho el modelo del coche?

―Bueno... no están muy seguros.

―¿Cómo que no están muy seguros?

―Hemos tomado declaración a un matrimonio que pasó por el lugar conduciendo su coche a eso de las once y cuarto de la noche. La mujer asegura que vio un BMW; sin embargo, su marido está convencido de que era un Mercedes. Al final, entre pitos y flautas, no ha habido manera de ponerse de acuerdo.

―Bien. Supongo que la familia tendrá parientes cercanos en Barcelona. Investigad quiénes son e id a hablar con ellos. A ver si con suerte se trata de un malentendido y están sanos y salvos.

―De acuerdo.

Cuando colgó, se volvió hacia Aina Fernández.

―¿Tienes hambre?

―Un poco.

―Pues vamos a comer algo. Creo que la tarde será larga.

Miraron a ambos lados de la carretera y cruzaron. Seguidamente, se montaron en el coche, Aina se sentó en el asiento del piloto. Encendió el motor y se incorporó a la autovía. Fueron al bar Rober’s de Castelldefels. La agente Fernández pidió una tortilla de patatas en plato y una botella de agua mineral y el cabo Alberti un lomo con queso acompañado de un café con leche. Veinte minutos después, con el estómago lleno, volvieron al trabajo.

*

A las seis de la tarde, el sargento Ruiz se reunió con Cristian Cardona en su despacho, mientras el agente Gutiérrez seguía trabajando en la cronología de la desaparición de la víctima.

―¿Qué has averiguado? ―preguntó el sargento.

―He recuperado una veintena de archivos que habían sido borrados recientemente, además de una agenda online ―respondió.

Aitor Ruiz frunció el entrecejo.

―¿Una agenda online?

Cristian Cardona movió la cabeza afirmativamente.

―Parece ser que últimamente se han puesto muy de moda.

―¿Contiene alguna información que pueda ayudarnos a determinar qué hizo horas antes de su muerte?

―Afirmativo. Además, los archivos demuestran que Carles Giraudo no solo era una persona con un carácter extremadamente violento, sino que tenía unos gustos bastante extraños. ―Hizo una pausa para comprobar la reacción del sargento ante sus palabras―. Las carpetas contienen multitud de fotos de mujeres jóvenes desnudas que parecen salir contra su voluntad: atadas a una cama, inconscientes o con moratones. En todos los casos, aparecen en habitaciones sucias y destartaladas y con un nivel de luz tenue, como si...

―Como si estuvieran encerradas ―dijo el sargento Ruiz, terminando su frase.

Cristian Cardona asintió con seriedad.

El sargento Ruiz apoyó la barbilla en la mano izquierda, adquiriendo un gesto pensativo.

―¿Alguna cita importante a destacar? ―preguntó al cabo de unos segundos.

―La noche antes de viajar a Berlín: supuestamente había quedado con alguien para cenar a las ocho y media de la noche.

―¿Tienes el nombre del restaurante?

―Apuntado en un papel, con la dirección y el número de teléfono.

―Buen trabajo, Cristian.

Él asintió. Luego se rascó la cabeza y dijo:

―Otra cosa. ¿Te acuerdas del símbolo que encontraste tatuado en el cuerpo de la víctima?

―Sí.

―Aparece en cada una de las fotografías.

El sargento Ruiz sintió una enorme presión en la garganta y se reclinó en la silla.

*

Abdul Ullah cerró puntual la persiana de su establecimiento. Eran las ocho de la noche y corría un aire frío que helaba el cuerpo. Se subió la cremallera del abrigo, se puso los guantes y el gorro de lana y comenzó a caminar. Había dejado el Ford Mondeo estacionado a la altura del Teatro Gaudí de Barcelona, así que anduvo durante un rato, sin prestar atención al resto de personas que había su alrededor.

Cuando llegó a su destino, no perdió tiempo y se metió en el vehículo, dejó el gorro y los guantes en el asiento del copiloto y giró la llave del contacto. Puso el intermitente y se incorporó a la carretera.

Cruzó la calle Cerdeña y viró para entrar en la calle Diputación, en dirección a la Plaza España. Experimentó un escalofrío y le entraron ganas de estornudar, de modo que puso la calefacción para entrar en calor. A medida que avanzaba, observó el movimiento rítmico de las hojas de los árboles y fantaseó con la posibilidad de que cobrasen vida, de que se rebelasen contra las acciones contaminantes producidas por el ser humano: «¿Tenéis algún problema? ¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar esto? Preguntadnos a nosotros: también tenemos nuestra opinión.»

Siguió avanzando, ensimismado en sus pensamientos, hasta que tomó la emblemática glorieta de la ciudad catalana y se desvió en la Gran Vía para dirigirse a la autovía. Tuvo que esforzarse para no ser golpeado por el coche que tenía a su izquierda, en su insistente intento de invadir su carril.

Varios minutos después, habiendo recorrido unos kilómetros, recibió una llamada que le hizo sobresaltarse en el asiento.

Activó el manos libres.

―¿Sí? ―respondió dubitativo.

―Te están siguiendo ―dijo una voz masculina al otro lado de la línea.

―¿Qué?

―En tu mismo carril, segundo coche.

―¿Quién me sigue?

―Un par de policías: pertenecen al Grupo de Homicidios de los Mossos.

Miró por el retrovisor interior y vio un Volkswagen Passat de color azul, que maniobraba y se colocaba justo detrás suyo.

―Mierda ―dijo.

―Se cancela todo, no vengas hacia aquí.

―Pero...

―Vuelve a casa y espera a que nosotros contactemos contigo.

Abdul Ullah tragó saliva.

―¿Qué va a pasar ahora?

―No es culpa tuya.

―Pero necesito garantías.

―Vuelve a casa ―repitió.

―¿Cómo voy a saber si...?

―Tendrás que confiar en nosotros.

―Eso no es lo que habíamos acordado.

―No estás en posición de exigir nada.

―Ya lo sé, pero...

―Esta es la última vez que te lo digo. ―Y cortó la comunicación.

―¡Mierda! ―exclamó lleno de rabia, y golpeó el salpicadero con el puño.

Más adelante, se desvió en la primera salida que vio y dio la vuelta.

La cabo Morales conducía a una distancia prudencial de Abdul Ullah en dirección a Barcelona. Joan Sabater estaba sentado a su lado. Llevaban un buen rato siguiéndole y, de buenas a primeras, había decidido dar media vuelta.

―Parece que se lo ha pensado dos veces ―dijo ella.

―¿A dónde coño iría?

―No lo sé, pero tenemos su dirección. Es evidente que no iba a su casa.

Joan Sabater metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó el móvil. Desbloqueó la pantalla y buscó el pantallazo que había hecho antes de salir de la comisaría.

―Sí, vive en un ático de la Plaza de Gala Placidia, en Gracia.

La cabo Morales se volvió un momento hacia su compañero y, después, siguió mirando la carretera.

―Espero que vaya directo hacia allí. No tengo ganas de dar más vueltas innecesarias.

Abdul Ullah se encontraba casi a un centenar de metros por delante de ellos, así que redujo de cuarta a tercera y pisó el acelerador. Luego, echó un vistazo al retrovisor, puso el intermitente de la izquierda y adelantó al coche que los precedía.

*

Cuando Abdul Ullah quiso darse cuenta, estaba de regreso en la ciudad. Todavía no se había recuperado del sobresalto que le había producido aquella maldita llamada telefónica. Su cabeza funcionaba a toda prisa, intentando hacer un análisis de la situación, procurando entender por qué demonios le estaba siguiendo la policía justamente ahora.

Dos agentes de homicidios habían estado en su tienda haciendo preguntas, pero estaba claro que no se habían dado por satisfechos.

Se encogió de hombros y miró por el retrovisor interior. Comprobó que aún le seguían.

En ese instante, se apoderó de él una sensación de rabia e impotencia. Tenía ganas de parar en doble fila, bajar del coche y gritarles en medio de la calle: «¡No sabéis lo que estáis haciendo!¡Dejadme en paz!»

Pero no resultaría una buena idea.

Muy a su pesar, no le quedó más remedio que resignarse.

El camino de retorno a casa lo hizo tranquilo, a una velocidad adecuada, respetando todas las señales de tráfico. Eso sí, tuvo que dar varias vueltas para conseguir aparcar el coche. Caminó a paso ligero y rodeó la plaza de Gala Placidia, cauteloso, antes de entrar en su portal.

*

A las diez de la noche, nada más dejar a la agente Fernández frente a su casa de El Prat, Lluís Alberti detuvo el coche por los alrededores de la Plaza Cataluña y llamó al sargento Ruiz.

―Hemos localizado a la madre y a la hermana de Mario Roca: son los únicos familiares que viven cerca de Barcelona. No saben nada de ellos desde hace más de una semana.

―¿Solían hablar con Mario regularmente? ―preguntó Aitor Ruiz.

―Casi todos los días.

―¿Y la familia de ella?

―Toda su familia vive en Madrid. Pero mantienen una relación fría y distante. Hace cuatro años, conoció a Mario y se vino con él a vivir a Barcelona. Desde entonces, han perdido el contacto.

―O sea, que no pueden ayudarnos a localizarlos. De todos modos, no sabemos si este presunto secuestro tiene conexión con el asesinato de Carles Giraudo. Por no decir que desconocemos por completo lo que ha sucedido.

―¿Qué quieres hacer?

―Hablaré con el sargento Armengol. Que su grupo se encargue de investigarlo.

―¿Estás seguro?

―No podemos seguir dedicando tantos recursos a una desaparición.

―De acuerdo.

―Vete a casa y descansa.

―Sí, será lo mejor. Ha sido un día muy largo, estoy exhausto.

Se despidieron y colgaron el teléfono. Lluís Alberti maniobró el vehículo y se alejó lentamente.

El ocaso del hielo

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