Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 14

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Capítulo 8

Óliver Segarra se tomó el día libre y pidió a su secretaria que no le molestasen si no se trataba de una emergencia. Por la mañana, acompañó a su mujer a llevar a Tony al colegio. Luego, como era viernes y el pequeño hacía jornada escolar intensiva, cogieron el coche y fueron al Gran Vía 2. Recorrieron tranquilamente las tres plantas del centro comercial y miraron la cartelera. Después, Alicia compró varios vestidos, una chaqueta larga y un par de pantalones tejanos; Óliver fue menos mundano y entró en el Decathlon, donde compró un pantalón largo de mallas y unas zapatillas de correr. Una hora más tarde, volvieron a Sarrià-Sant Gervasi y almorzaron en El Fornet.

Ahora se encontraba en el salón de su casa, sentado a la mesa de madera de pino. Consultó el reloj: eran las doce y treinta y cinco. Encendió el ordenador y lo primero que hizo, como cada día, fue entrar en su correo electrónico. Observó siete mensajes en el Correo no deseado, así que los abrió uno por uno y fue eliminando aquellos que no le interesaban, hasta que se detuvo en el último. Era del procurador.

Abrió el mensaje y empezó a leerlo detenidamente. Luego, levantó la vista y miró a su mujer, que estaba sentada en una silla, a su lado.

―El procurador acaba de enviarme la sentencia ―dijo Óliver.

―¿Cuál es el veredicto? ―preguntó Alicia.

―Después de examinar el informe emitido por la auditora designada por el Registro Mercantil, el juez ha fijado el valor de las acciones inferior al de la sentencia de la primera instancia.

―Es una buena noticia.

―Según como se mire. Continúo viendo alto el precio a pagar por cada acción.

Alicia lanzó una punzante mirada a Óliver.

―Nunca tienes suficiente.

―¿Por qué lo dices?

―¿Crees que merece la pena interponer un recurso ante el Tribunal Supremo? ―respondió Alicia con otra pregunta―. Llevamos un año con todo este proceso. Empiezo a estar cansada, Óliver, cansada de que el nombre de mi marido salga en los medios de comunicación un día sí y otro también.

―De acuerdo. ¿Y qué propones?

―Pasar página ―respondió―. Acepta el resultado. Después de todo, ya has conseguido todo lo que querías de la familia Everton.

―Pero no quiero pagar más de la cuenta a sus hermanos.

―Ocultaste información; aun así, no te han condenado por ello ―repuso Alicia―. Pagar un poco más de lo esperado es peccata minuta en comparación con todo lo que ha sucedido en este último año. Dicho de otra manera, no tientes a la suerte. Nos jugamos el bienestar de nuestra familia, y creo que eso es más importante que cualquier otra cosa.

Óliver la observaba atentamente.

―Además, tienes que terminar de cerrar el acuerdo con la dichosa multinacional de una vez por todas. Llevas demasiado tiempo trabajando en esto como para estropearlo ahora por un proceso judicial.

Óliver se puso serio. Alicia había hablado alto y claro. Era evidente que ella no iba a permitir que su familia corriese peligro de nuevo, pero él tenía algunas dudas sobre el siguiente paso que debía de dar. Lamentablemente, Óliver se había acostumbrado a jugar a dos bandas, y eso le hacía ser tremendamente imprevisible.

―Hablaré con Robert. Puede que sea el momento de zanjar este asunto.

―Me parece bien ―manifestó Alicia, que le dedicó una sonrisa sincera.

Óliver suspiró.

―Sabes, hay algo que me gustaría contarte.

Ella lo miró con preocupación.

―Ufff, miedo me das.

Óliver dudó un momento antes de hablar.

―Desde hace unos meses, alguien me está siguiendo.

―¿Cómo que alguien te está siguiendo?

―Ese maldito sargento de los Mossos.

―¿El sargento Ruiz? ¿El que llevó la investigación del triple asesinato?

―El mismo.

―¿Y qué quiere de ti?

―Meterme en la cárcel ―sentenció Óliver.

Alicia se levantó bruscamente de la silla y se llevó las manos a la boca, en un claro gesto de inquietud.

―Pensaba que se había olvidado de ti.

―Ese tipo no se olvidaría de mí, aunque pasaran cincuenta años. Me tiene entre ceja y ceja.

Alicia exhaló un suspiro y volvió a tomar asiento.

―¿Y dónde lo has visto?

―Cerca del trabajo. A veces, por los alrededores de la fábrica. No es que lo vea todos los días, pero sí con una cierta regularidad. Al menos, una o dos veces a la semana. Y no creas que se esconde: lo hace a plena luz del día.

―Bueno, pero no tiene nada en tu contra.

―Probablemente no. No lo sé. ―Hizo una corta pausa y añadió―: Me preocupa que pueda hacer preguntas indiscretas a mis empleados.

―Puede que te esté vigilando como medida de presión, para recordarte que la investigación todavía permanece abierta.

―O puede que lo único que quiera sea buscarme las cosquillas ―concluyó Óliver.

―Sea lo que sea, no pueden relacionarte con esa... banda de delincuentes.

―No es una banda de delincuentes de poca monta ―aclaró―. Se trata de una organización criminal con infinidad de recursos. Esa «gente» controla el tráfico de drogas en Barcelona. Nadie mueve un dedo sin su consentimiento. Se podría decir que están en todas partes.

―Y si son tan peligrosos, ¿por qué contactaste con ellos? ―preguntó Alicia.

Óliver miró a su mujer mientras pensaba la respuesta.

―Supongo que, porque se mueven desde las sombras, haciéndose invisibles a ojos de la gente corriente, y actúan con cierta impunidad. Es decir, sabes, en cierto modo, que han podido estar involucrados en un ajuste de cuentas, pero no lo suficiente para poder demostrarlo. Es como el pez que se muerde la cola: si no hay pruebas del delito, la policía lo tendrá prácticamente imposible para llegar hasta mí. Dará palos de ciego hasta hartarse.

Alicia respiró hondo y soltó el aire poco a poco.

―Me hubiera gustado que hubieses actuado de otra manera.

―Ya lo sé. Siento mucho todo el daño que te he hecho, pero no puedo hacer nada para remediarlo.

―Tienes razón, Óliver, no puedes. Tendrás que vivir con ello durante el resto de tu vida.

Óliver tragó saliva.

―Pensarás que soy un monstruo, y que merezco lo peor.

―Por mi parte, no temas, no te traicionaré. Nuestra familia debe permanecer unida; y no podemos permitir que nadie se apodere de nuestras vidas. ―Cogió sus manos con delicadeza y dijo―: ¿Me oyes? No en estos momentos.

*

A la una del mediodía, el sargento Ruiz y la cabo Morales acompañaron a la señora Medina al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. El camino hasta el interior del edificio se hizo en un profundo y tenso silencio. Más adelante, tras atravesar una puerta abierta que daba a un pasillo, vieron al doctor Jerez de pie, al lado de la puerta donde, en teoría, yacía el cuerpo sin vida de la víctima. Le saludaron con la cabeza y, seguidamente, la cabo Morales caminó hacia él. Por el contrario, el sargento Ruiz se detuvo frente a la puerta y se volvió hacia Laura Medina.

―¿Está preparada?

La señora Medina respiró profundamente y asintió con la cabeza. El sargento Ruiz abrió la puerta y entró primero, luego pasó ella y, entonces, él cerró la puerta con sumo cuidado. Durante varios segundos, Laura Medina se quedó quieta, rezando para sus adentros para que no fuera su exmarido. Su corazón empezó a latir velozmente y notó cómo se le hacía un nudo en el estómago. Dio un par de pasos hacia delante y, a través del cristal, observó la bolsa de conservación que almacenaba el cadáver. Cerró los ojos e intentó serenarse, pero le resultó imposible.

Se dio la vuelta y le hizo un gesto con la cabeza al sargento Ruiz; éste comprendió y pidió al celador que procediera. Sin más dilación, el celador abrió la cremallera de la bolsa hasta casi la cintura y dejó a la vista la parte superior del cuerpo.

Entonces, ella se estremeció.

―Oh, Dios mío... ―susurró, apoyando las manos en el cristal―. Dios, Carles... ¿Qué te han hecho?

Lanzó un grito ahogado. Luego, agachó la cabeza, se abrazó a sí misma y rompió a llorar desconsoladamente.

Con tremendo tacto, el sargento Ruiz se acercó a ella por la espalda, le puso las manos sobre los hombros y la sacó de la sala.

Laura Medina sujetaba una taza de té con las dos manos. Estaba sentada a la mesa de un bar cercano al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, inmóvil y cabizbaja. El sargento Ruiz y la cabo Morales estaban con ella, sentados justo enfrente. Después de unos minutos en completo silencio, Irene Morales dijo:

―Señora Medina, ¿se encuentra bien?

―No ―respondió con la mirada perdida―. No estoy bien. Es que... no entiendo cómo ha podido suceder algo así. Esto es...

Los policías se miraron entre ellos.

―Señora Medina ―dijo el sargento Ruiz con suavidad―, somos conscientes de que está pasando por un momento muy delicado. Si necesita un rato estar a solas, lo entenderemos.

―No ―musitó―. Me gustaría ayudarles en la investigación.

El sargento Ruiz la miró.

―Está bien. Nosotros iremos a comisaría. Tómese el tiempo que necesite y, cuando esté preparada, venga con nosotros. ¿Le parece?

Ella le aguantó la mirada durante unos segundos.

―De acuerdo ―cedió.

Entonces, el sargento Ruiz le hizo un gesto a Irene Morales y, en silencio, se levantaron y salieron de allí.

Capítulo 9

A la mañana siguiente, a eso de las doce, un tipo detuvo el vehículo junto a la empresa de transporte y mensajería urgente AX Missatgers. Apagó el motor y se apeó. Era un hombre menudo, de no más de metro sesenta de estatura, y de hombros estrechos. Tenía el pelo rapado al estilo militar y vestía un jersey blanco de cuello alto, unos tejanos azules y un abrigo de lana negro. En los pies llevaba unos mocasines marrones, relucientes como los chorros del oro. Sin más dilación, abrió la puerta de cristal y entró.

El hombre de detrás de la mesa de recepción le habló de manera descortés y violenta:

―¿Qué demonios quieres?

―Vengo a ver a tu jefe ―respondió―. Quiero hablar con él.

El hombre no vaciló en ningún momento. Descolgó el teléfono inalámbrico y pulsó la tecla A. Poco después, dijo:

―¿Xavi? ―Se produjo una pausa―. Acaba de llegar un invitado inesperado. ―Otra larga pausa―. Bien. ―Entonces colgó―. Última puerta del pasillo. ―Dijo a modo de información.

Cruzó la puerta que daba al interior y caminó con cautela. De pronto, vio a dos hombres fornidos en medio del pasillo. Alarmado, como si de un acto reflejo se tratara, miró hacia atrás para comprobar que no hubiese nadie. Y cuando se quiso dar cuenta, ya los tenía justo encima.

―Tenemos que cachearte ―dijo uno de ellos.

Él titubeó unos segundos.

―No voy armado.

―¿Y qué? ―dijo el otro en tono amenazante.

Ánder Bas se los quedó mirando sin saber qué decir.

Ellos lo cogieron y lo pusieron contra la pared. A continuación, uno empezó a registrarlo mientras el otro lo sujetaba por la espalda. Él permaneció quieto, esperando a que lo dejaran en paz, y entonces, al cabo de unos momentos, lo soltaron.

Tras comprobar que la presión había desaparecido, se reincorporó, caminó por el pasillo y, cuando llegó a la puerta, la abrió.

Xavi lo miró desde su asiento.

―Hacía mucho que no nos veíamos ―dijo Ánder mientras daba una ojeada al despacho―. Veo que has dado un gran salto en el negocio. Pero dime una cosa: ¿Era necesario que tus gorilas me cachearan?

―En estos tiempos que corren, nunca se sabe ―replicó con frialdad.

―Sinceramente, no esperaba este recibimiento.

Xavi se levantó, rodeó la mesa y se apoyó en el borde.

―¿Qué se te ha perdido por aquí?

Ánder Bas lanzó una risita forzada.

―Me gustaría proponerte un negocio que tengo entre manos. ¿Qué me dices?

―Te digo que no.

―¿Qué?

Xavi se metió las manos en el bolsillo y lo miró fijamente.

―No te ofendas, pero, hoy por hoy, me van las cosas muy bien. No tengo necesidad de enfrascarme en otros asuntos.

Ánder Bas se sintió humillado, aunque no era idiota. Sabía que estaba protegido por Marek y su familia, y, por lo tanto, era intocable. Si intentara hacerle daño, era posible que cayese sobre él una tremenda lluvia de golpes. Pero, aun sabiéndolo, no pudo evitar decir:

―Estás disfrutando, ¿verdad?

―No sé a qué te refieres. Simplemente te digo que no me interesa.

―Trabajaste para mí durante muchos años.

Xavi dio un paso hacia delante.

―Pero las cosas cambian. Ya no soy el que era.

―¿Qué quieres decir con eso?

―Que en esta vida hay dos clases de personas: las que avanzan y las que se estancan por el camino. En mi caso, he crecido y quiero seguir creciendo, pero a mi manera.

―¿Así son las cosas?

Xavi asintió con la cabeza.

―Así son las cosas.

En ese momento, se produjo un intercambio de miradas que duró unos segundos.

―De acuerdo ―dijo Ánder Bas. Tenía cara de pocos amigos―. Entiendo. Quieres volar solo.

―No exactamente. Quiero trabajar con mi gente de confianza, eso es todo.

Ánder Bas sonrió. Si hubiera tenido una pistola a mano, le hubiese volado la cabeza allí mismo.

―Muy bien ―dijo―. Será mejor que me vaya. ―Alargó el brazo para estrecharle la mano, por respeto. Xavi aceptó y se dieron un apretón.

―Sí, opino lo mismo.

Ánder Bas volvió a sonreír. Luego se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Cuando estaba a punto de abrirla, Xavi dijo:

―Otra cosa.

Él se volvió para mirarle.

―Antes de venir a mi casa, avisa primero ―le dijo a modo de sutil advertencia―. El local tiene reservado el derecho de admisión. Ya sabes, es por nuestra seguridad.

Ánder Bas asintió en silencio. Finalmente, abrió la puerta, salió y la volvió a cerrar despacio.

Tal vez fuera una locura, pero lo único que se le pasó por la cabeza fue que tenía que reunir a sus hombres y preparar un plan de ataque.

*

Esa misma tarde, Xavi quedó con Artur en la escalinata de la Plaza del Rey, situada en el barrio gótico de Barcelona. La disposición de la plaza era rectangular y estaba rodeada de edificaciones representativas de estilo gótico, como el Salón del Tinell o la capilla de Santa Ágata, que, en su conjunto, transmitían una cierta paz y tranquilidad, provocando, a más de uno, la mágica sensación de regresar a la Barcelona medieval de antaño. Durante la mayor parte del día era visitada por grupos estudiantiles y turistas con la cámara de fotos colgada en el cuello, deseosos de hacer un alto en el camino para sentarse en las majestuosas escaleras o, en su lugar, comprobar de primera mano la solemnidad de la arquitectura gótica.

Nada más llegar, observó a Artur sentado en el tercer escalón, al lado de la columna de piedra. Así que subió tranquilamente las escaleras y se sentó junto a él.

―¿Cómo ha ido? ―preguntó.

―Sin problemas.

―Bien ―dijo. Acto seguido, con disimulo, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba―. Ha habido cambio de planes.

―¿Qué ha pasado?

―Nada grave. Mi contacto me ha dicho que se adelanta la entrega.

Artur frunció el ceño.

―¿Para cuándo?

―El jueves por la noche.

―¿Este jueves?

―Sí.

―Eso es dentro de cinco días. ¿No crees que es demasiado pronto?

―Necesitan sacar la mercancía de allí cuanto antes.

Artur se mostró pensativo.

―Habrá que avisar a todo el mundo.

Xavi movió negativamente la cabeza.

―Esta vez no, Artur. Tendremos que encargarnos nosotros.

Él no ocultó su malestar, aunque no le dijo nada.

―¿De cuántos coches estamos hablando?

―No te preocupes, solo será uno. Vendrá cargado hasta los topes.

―¿Modelo?

―Como siempre. No nos enteraremos hasta una hora antes de que atraque el barco.

―¿Cuánto va a costarnos?

―Ya está pagado. Solo tendremos que recoger la mercancía y empezar a distribuirla.

Artur le dio un par de toques en la pierna. Inmediatamente después, se levantó, se abotonó la americana y empezó a bajar las escaleras.

Xavi García se quedó allí durante varios minutos. Luego, se encendió un cigarrillo y se marchó a casa. Mientras se duchaba, estuvo pensando en la visita por sorpresa de Ánder Bas. Después de un año, el tipo aparecía como por arte de magia. Le pareció, como mínimo, extraño.

¿Por qué había arriesgado tanto viniendo a su casa si sabía de antemano la respuesta?

Además, no cabía duda de que Artur no lo hubiese autorizado de ninguna de las maneras. Ánder Bas había estado humillándolo desde, prácticamente, el primer día que se conocieron. A diferencia de otros, Artur no era vengativo y, por tanto, no malgastaría su tiempo con alguien tan insignificante como él.

Aunque, claro está, no podía decir lo mismo de su antiguo proveedor.

Sentía que algo no cuadraba, así que movería los hilos necesarios para saber a qué atenerse.

Indudablemente, y por muchas razones, no se fiaba un pelo de él.

El ocaso del hielo

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