Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 9

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Capítulo 3

Xavi García accedió al Parque de la Ciutadella, uno de los más conocidos y concurridos de Barcelona, situado en el distrito de Ciutat Vella, donde Artur Capdevila le esperaba sentado en un banco de la Plaza de Joan Fiveller. Como había entrado por el acceso principal del Paseo de Pujades y, casualmente, la plaza quedaba justo en el centro del parque, decidió aprovecharlo y caminó tranquilamente a lo largo del camino de tierra, disfrutando de la belleza de sus extensas áreas ajardinadas.

Últimamente, su amigo se había empecinado en quedar en lugares públicos cada vez que tenían que hablar de negocios, y el parque de la Ciutadella era uno de ellos. Xavi se preguntó cuándo volverían las cosas a ser como antes, aunque no fue muy positivo al respecto.

Un año atrás, concluido el conteo de billetes procedente del primer cargamento de hachís, le habían obligado a participar en el secuestro del empresario John Everton. Las consecuencias de ese suceso fueron devastadoras: John Everton terminó muerto a balazos y, él, aunque no estuvo presente, sí participó en la «macabra obra» ejerciendo un papel destacado.

Tras una breve, pero, intensa discusión, Jósef y él salieron del coche, lo dejaron inconsciente y lo metieron en el maletero. Acto seguido, huyeron del lugar a toda pastilla.

Sin embargo, la huida fue accidentada y no exenta de tensión y nerviosismo. Xavi estaba en estado de shock. Jamás había participado en un acto tan horripilante y, en ese instante, sintió una inseguridad brutal; algo en su interior le dijo que tarde o temprano lo acabaría pagando con creces.

Tardaron unos diez minutos en llegar a la nave industrial. Así pues, recorrieron la autovía de Castelldefels y condujeron hasta la Rambla de la Marina de Bellvitge, donde se desviaron por la Avenida del Carrilet. Por suerte para ellos, no vieron a ninguna patrulla de los Mossos d’Esquadra en todo el camino.

Desconcertado, Óliver detuvo el Audi Q5 delante de la puerta de la fábrica. Quiso salir del vehículo, pero Jósef se lo impidió. Estaba tan nervioso que pareció que el corazón iba a salírsele del pecho.

De repente, una furgoneta aparcó detrás de ellos. Xavi se temió lo peor. Pero del interior no se bajó nadie. Los hombres de Jósef solo estaban allí para vigilar. El trabajo de secuestrar a John Everton y llevarlo a la fábrica era exclusivamente suyo.

Ese momento se le grabó a fuego en su memoria. Primero, él abrió la puerta del complejo industrial; acto seguido, sacaron el cuerpo del maletero y lo trasladaron al interior; luego, lo subieron a la planta de arriba, lo metieron en una habitación, lo esposaron a un radiador y le dejaron solo rodeado por una densa oscuridad.

Era casi imposible que ese hijo de puta saliese de allí con vida.

Xavi lo sabía. Se sentía indefenso. No podía evitarlo. Sin duda alguna, había firmado su sentencia de muerte.

Después de un año del secuestro y posterior asesinato de John Everton, Xavi y Artur habían ganado suficiente dinero como para retirarse durante un tiempo y vivir sin complicaciones. Los días posteriores al crimen, Xavi tuvo dos opciones: rebelarse contra su jefe por haberle obligado a actuar contra su voluntad o mirar hacia otro lado y seguir en el negocio. Eligió lo segundo.

Sabía qué pasaría si traicionara a Marek. No cabía duda de que enviaría a alguno de sus hombres, o a su propio hermano, para que le hiciesen una visita, y la cosa no quedaría ahí, seguramente también irían a por su novia Raquel, su amigo y socio Artur y hasta a por miembros de su familia más cercana. Así que evitó males mayores.

Al final, sin comerlo ni beberlo, la maniobra le salió mejor de lo esperado. Su participación en los hechos no tardó mucho en extenderse como la pólvora por los bajos fondos de Barcelona; por supuesto, nadie fue tan burro de denunciarlo a la policía. Se había ganado el respeto de muchísima gente que años atrás le había tratado con desdén, y cada vez que se producía un cargamento importante, tenía que pasar por sus manos. Además, ahora se llevaba el veinticinco por ciento de cada entrega en lugar del diez por ciento del principio.

Para Xavi no había duda: si el riesgo era mayor, el beneficio también tenía que ser mayor. Se encargaba de la recogida, de encontrar un lugar adecuado para el punto de entrega y, por supuesto, de suministrar la mercancía con la máxima seguridad. El pago era por adelantado y el precio podía variar, dependiendo de la cantidad de hachís que el cliente estuviese dispuesto a pagar.

Al haber empezado desde abajo en este negocio, sabía que la venta al por menor podría reportar una gran rentabilidad; por eso, tenía a una parte de su equipo repartida a lo largo y ancho de los diez distritos de Barcelona y sus alrededores.

Cuando llegó a la plaza, vio a Artur de pie, de espaldas a él, junto a un estanque ovalado de nenúfares que albergaba, en el centro, una escultura realizada en mármol blanco. Se llamaba el Desconsol ―en castellano el Desconsuelo―, y era de gran belleza. La figura representaba el cuerpo desnudo de una mujer arrodillada sobre un bloque marmóreo, con el cabello suelto evitando mostrar el rostro y los brazos extendidos con las manos ligeramente entrelazadas. La obra fue realizada por Josep Llimona, considerado el mejor escultor del modernismo catalán. Como dato para tener en cuenta, la figura del parque era una copia de la original y la primera versión, de yeso, fue esculpida en el año 1903.

Artur Capdevila y Xavi García se dieron un abrazo y aguardaron en el mismo sitio, uno al lado del otro, con la mirada puesta en la escultura.

―Hemos llegado a un acuerdo para abastecer a un centenar de clubes de cannabis de toda Barcelona ―dijo Artur―. Ciento ochenta kilos.

―¿Cuándo tenemos que entregar la mercancía?

Artur Capdevila giró el cuello y lo miró.

―En dos semanas. Veinte días a lo sumo.

Xavi asintió con la cabeza. Los dos amigos formaban un tándem perfecto. Mientras uno se encargaba de la venta de hachís a gran escala, el otro se hacía cargo del menudeo y contactaba con clientes potenciales. Sin duda, estaban apuntando alto. Ahora distribuirían a la mayoría de los clubes de la ciudad; aunque, su objetivo, a medio plazo, era vender a todos y cada uno de ellos. Todo a su debido tiempo.

Ninguno de los dos tenía antecedentes, pero sabían que en cualquier momento podrían llevarse una desagradable sorpresa. El riesgo siempre estaba asociado a la inseguridad que provocaba el no poder controlar a sus hombres en un momento dado, sobre todo con el auge de las redes sociales, de modo que se esforzaban al máximo en minimizar cualquier error que pudiese costarles caro.

Eso se traducía en que nadie podía subir fotografías alardeando de un alto nivel de vida.

La discreción en este negocio era clave para pasar inadvertido. Pero los más jóvenes no lo entendían y, de vez en cuando, con dos cervezas de más, aparecía una fotografía en sus perfiles de Facebook o Instagram, mostrando más información de la cuenta. A veces, tenían la sensación de que estaban tratando con auténticos idiotas. Y es que arriesgar el negocio por un puñado de likes constituía un mal innecesario, además de peligroso.

―Me encargaré de que preparen las bolsas y las guarden en el almacén ―dijo Xavi―. ¿Alguna preferencia?

―Un cliente quiere cuatro kilos para empezar. El resto hay que distribuirlo en partes iguales.

―Vale. Te llamaré cuando esté todo listo.

―¿Ya te marchas?

Xavi consultó su reloj.

―En unos diez minutos. Raquel y yo empezamos hoy las clases de preparación al parto.

Artur esbozó una sonrisa. El tiempo había pasado muy rápido, tanto, que su mejor amigo estaba a punto de convertirse en padre y formar una familia. Se alegró mucho por él.

―Entonces vete ya.

―¿No te importa?

―En absoluto.

Se volvieron a dar un abrazo y Xavi se alejó.

El ocaso del hielo

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