Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 6

Оглавление

Prólogo

Miércoles, 1 de febrero

04:27 de la madrugada

La furgoneta blanca avanzó a gran velocidad, saltándose varios semáforos en rojo, como el que huye de un peligro que acecha. El nerviosismo en el interior del vehículo era tan evidente, que se podía cortar la tensión con una navaja.

Cuatro personas, tres hombres y una mujer, de entre treinta y cinco y cuarenta años, aguardaban en silencio. Ella, sentada en el asiento del copiloto, no dejaba de mirar por el espejo retrovisor una y otra vez. En un momento dado, volvió la mirada atrás y se fijó en la alfombra enrollada que estaba apoyada en el piso, entre el par de individuos, de aspecto pendenciero, que permanecía de pie a falta de asientos traseros.

La noche había resultado agotadora y el resultado obtenido no fue el esperado. El trabajo que ella realizaba estaba lleno de variables y le pagaban una gran suma por ello. Su equipo, renqueante con los buenos modales, utilizaba diferentes técnicas y sorpresivos métodos para dar respuesta a las preguntas qué, dónde, cuándo, quién y por qué; y no siempre por este orden. Eran rápidos y se esmeraban por cumplir con su cometido. De hecho, resultaba inútil intentar escurrir el bulto y negar la evidencia. Todo el mundo acababa hablando. Sin lugar a duda, todo el mundo, y en caso de que no fuera así… mejor que se atuvieran a las consecuencias.

El conductor cruzó las estrechas calles de Barcelona y se incorporó a la Gran Vía, vacía y despoblada, en dirección a la autovía.

Nadie había aguantado tanto. Joder, se habían pasado toda la maldita noche «dialogando» con aquel tipo, pero no lograron ponerse de acuerdo. Se suponía que no daría problemas, que entraría en razón a la primera de cambio; pero, finalmente, no fue así; acabó convirtiéndose en una piedra en su zapato. Y precisamente, aquello era lo que querían evitar.

Pregunta. Negativa. Amenaza. Negativa. Golpe. Negativa. Y vuelta a empezar. Insistieron, de una manera supuestamente eficiente, para no entrar en una fase de estancamiento; el dolor infligido fue contundente, pero él se mantuvo firme, con la mirada alta y gesto vacilante, durante gran parte de la «conversación», como si no tuviese nada que perder.

Pero cualquier persona tiene algo que perder, aunque crea lo contrario.

Minutos más tarde, tras recorrer unos doce kilómetros, salieron de la autovía para tomar el lateral que llevaba a la zona de la playa.

—Deshaceros de él —dijo la mujer.

—¿Estás segura? —preguntó el tipo de la izquierda, con tremendo tacto.

—El coche está en marcha —dijo el otro.

—Sí —respondió—. Es el momento. Tenemos que dar un mensaje.

Los dos hombres se miraron mutuamente, a sabiendas de la difícil e incómoda tarea que tenían por delante; luego, el que estaba más cerca de la puerta corredera, la abrió sin dudar.

A continuación, cada uno cogió un extremo de la pesada alfombra y aguardaron pacientemente el momento adecuado. Solo serían unos segundos.

Y entonces, cuando se desviaron en la bifurcación y atravesaron la primera curva, lanzaron la alfombra al aire, provocando que se golpease con violencia contra el suelo y se abriera en la oscuridad.

El ocaso del hielo

Подняться наверх