Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 7

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Capítulo 1

El sargento Aitor Ruiz intentó hacer el mínimo ruido posible.

Iluminó la pantalla de su móvil, buscó su ropa y sus zapatos y se dispuso a salir de la habitación. Antes de hacerlo, se dio la vuelta y observó a la mujer que dormía plácidamente en la cama. Le hubiera gustado despedirse de ella, pero tenía demasiada prisa para detenerse a dar explicaciones.

Caminó de puntillas hasta el comedor. En cuestión de segundos, se puso la ropa y los zapatos, luego la chaqueta. Comprobó que llevaba todo encima y anduvo hacia la puerta.

Aitor Ruiz maldijo para sus adentros que la puerta estuviera cerrada con llave. La suerte quiso que la viera puesta en la cerradura. Dio cuatro vueltas a la llave, la sacó, abrió la puerta y la dejó encima del recibidor; después, dio un portazo.

*

Cuando llegó al escenario del crimen, vio una cinta policial que actuaba a modo de barrera; en ella podían leerse las palabras: «NO PASSEU–POLICÍA-MOSSOS D’ESQUADRA». En cuanto se identificó, el agente uniformado levantó la cinta y pudo estacionar por los alrededores.

En ese momento, se encontraba en el desvío que estaba a unos cientos de metros de La Murtra, un parque ecológico con una gran biodiversidad, situado en el Delta del Llobregat, entre los municipios de Gavá y Viladecans.

Aitor Ruiz miró la hora en su reloj. Eran las siete de la mañana. Al ver a la cabo Morales, echó a andar hacia ella.

―¿Sabemos de quién se trata? ―le preguntó Aitor Ruiz, después de colocarse a su lado.

―La víctima es un varón de entre treinta y cuarenta años ―respondió―. No llevaba documentación ni otros efectos personales.

Aitor Ruiz levantó la mirada y vio al cabo Alberti en la acera de enfrente, tomando declaración a un hombre vestido con harapos.

―¿Fue ese hombre quién lo encontró?

Irene Morales asintió con la cabeza.

―Se llama Mario Roca. Vive muy precariamente en la discoteca abandonada, junto a su mujer y sus dos hijos pequeños.

―¿Tiene antecedentes?

―No ―contestó―, y la mujer tampoco.

En ese momento, sopló una corriente de aire fresco, que hizo tiritar al sargento Ruiz; así que, sin perder tiempo, se abrochó el abrigo hasta arriba.

―¿Habéis hablado con ella?

―Dice que su marido salió poco después de las seis de la mañana, a recoger chatarra por la zona. Cuando vio el cadáver, volvió a entrar y llamaron a Emergencias.

El sargento inspiró profundamente.

―De todas formas, cuando termine la declaración, que nos facilite un número de teléfono, por si tenemos que volver a contactar con él.

―Sí. Descuida.

A continuación, caminó unos pasos y se colocó al lado del médico forense. Ella le siguió.

―Le dieron una buena paliza ―dijo el doctor Jerez, inclinado sobre el cadáver desnudo―. La víctima presenta contusiones de diversa consideración por todo el cuerpo. ―Levantó con cuidado una mano y después la otra, ambas muñecas mostraban signos de ataduras y, además, las uñas habían sido arrancadas con manifiesta violencia.

―Tiene que haber sufrido lo inimaginable ―manifestó el sargento Ruiz.

―No tuvo ninguna posibilidad de escapar ―aseveró el forense. Tras un breve silencio, dijo―: Hay algo más. ―Señaló la parte posterior de la cabeza del finado―: los dos agujeros de bala son de distinto tamaño, por lo que es posible que, como mínimo, dos personas hayan sido las autoras materiales del crimen.

El sargento Ruiz observó los tobillos con detenimiento. También había signos de ataduras.

―Todo parece indicar que lo ataron a una silla ―dijo.

―Lo más probable ―dijo el médico―. Luego, lo torturaron hasta el límite de lo aguantable y, después, lo mataron.

―Tiene toda la pinta de ser un ajuste de cuentas ―manifestó Irene Morales―, entre bandas que luchan por hacerse con el control del territorio.

―Sí, es una posibilidad ―dijo el sargento―. Y si es así, tendremos un grave problema.

Contempló el cadáver del hombre sin nombre, en silencio, como si quisiera decir algo, pero, en ese preciso instante, no le salían las palabras adecuadas.

―¿Qué ocurre, sargento? ―preguntó el forense.

Aitor Ruiz carraspeó.

―Me cuesta preguntarlo, pero ¿lo han...?

―¿Violado? ―concluyó el médico.

El sargento Ruiz asintió levemente, esperando una respuesta.

―En la primera observación ocular, no he observado indicios de desgarro anal ni tampoco restos de semen; aunque, como te acabo de decir, es una primera valoración. No quiero precipitarme. Lo sabré mejor cuando le haya practicado la autopsia.

―Gracias, doctor. ―Se volvió hacia la cabo Morales―. Ponte en contacto con la Unidad Central de Personas Desaparecidas, a ver si alguien ha denunciado la desaparición de algún familiar. Tenemos que identificar a la víctima cuanto antes.

Ella hizo un gesto afirmativo. Luego, se dio la vuelta y se alejó del lugar.

Los ojos del sargento escudriñaron todo el cuerpo, palmo a palmo. La pierna derecha estaba más hinchada que la otra, como si los verdugos se hubieran ensañado con ella más de la cuenta. En un momento dado, frunció el ceño, rodeó el cuerpo y se puso en cuclillas, frente a los pies del cadáver.

―¿Ha visto esto? ―preguntó.

―¿El qué? ―contestó el médico, con otra pregunta.

―Es muy pequeño, pero parece un tatuaje. En la parte interior del cuarto dedo del pie izquierdo. ―Hizo una breve pausa y dijo―: Yo diría que es un número, aunque no logro distinguirlo. Pediré que le hagan una fotografía.

De repente, apareció por detrás el agente Cardona.

―¿Sargento?

Aitor Ruiz giró el cuello y lo miró fijamente.

―Vienes en el momento justo ―le dijo―. Haz varias fotografías de la palma del pie izquierdo. ―Le ordenó.

Cristian Cardona sacó su teléfono móvil del bolsillo del pantalón, se agachó e hizo una ráfaga de fotos, con flash incluido. Acto seguido, ambos se pusieron de pie y el agente mostró la imagen a su superior.

―Amplíala ―dijo el sargento Ruiz.

El agente Cardona accedió a su petición.

El sargento Ruiz arqueó las cejas, sorprendido.

―¿Esa imagen que aparece es un ocho entrelazado con el signo del infinito?

―Sí, así es ―dijo Cristian―. En la llamada Ciencia de los Números, el ocho es el signo del poder y la riqueza. Simboliza la ambición, la autosuficiencia y el éxito, pero también está ligado a la falta de escrúpulos, la intolerancia, la dominación o la represión. A grandes rasgos, los individuos que poseen el número ocho se caracterizan por ser auténticos líderes y suelen tener todo bajo control para lograr alcanzar sus objetivos.

―¿A grandes rasgos? ¿Desde cuándo sabes tanto de números y símbolos?

―Hace mucho tiempo conocí a alguien muy especial, que me adentró en el mundo de la astrología. Una cosa llevó a la otra y enseguida me aficioné.

«Hay que joderse con el informático», pensó el sargento Ruiz.

―Sargento ―dijo el forense, sin elevar mucho la voz―, me temo que será imposible tomar una correcta recogida de huellas dactilares.

Aitor Ruiz se volvió hacia él, ipso facto.

―¿Imposible? ¿Y eso por qué?

―El dibujo papilar de las yemas de los dedos de ambas manos presenta un importante estado de calcinación. Quienes hayan hecho esto, se han tomado muchas molestias para dificultar la identificación de la víctima.

El sargento Ruiz hizo una pausa para recapacitar.

―Vaya... ―repuso―. Eso significa que nos encontramos ante unos profesionales muy escurridizos.

―Me temo que sí, sargento ―dijo el doctor, mientras seguía examinando minuciosamente el cadáver―. Probablemente no sea más que una casualidad, pero llevo unos minutos dándole vueltas.

―¿A qué?

El médico se detuvo y clavó sus ojos en los de él.

―¿No le parece curioso que hayan abandonado el cuerpo justo aquí?

El sargento Ruiz no respondió. Tragó saliva y volvió la mirada hacia la carretera. Sí, sabía a qué se refería. Claro que lo sabía. Los integrantes del Grupo de Homicidios conocían este lugar como «Zona Cero»; en ella, tuvo lugar el descubrimiento del cuerpo sin vida de Brian Everton, directivo de Everton Quality, una empresa de automoción situada en El Prat de Llobregat. Su asesinato fue uno de los crímenes más sangrientos en los que cuyo autor, un año después, todavía no habían detenido y llevado ante la justicia. Sin ningún atisbo de duda, no era un secreto que ese caso había afectado en sus relaciones personales. Ya no formaban una piña indestructible ni tampoco quedaban para tomar una copa después del trabajo, como solían hacer en los mejores tiempos, cuando la convivencia rebosaba cordialidad y compañerismo a raudales. Aun así, debían de ser resolutivos, por el bien del grupo.

En la medida de lo posible, el sargento Ruiz evitaba pasar por aquel lugar. Le dolía. Le atormentaba. Le recordaba una y otra vez que había fallado. Sin que pudiera evitarlo, el sentimiento de culpa le perseguía allá donde fuese. Y es que, durante la investigación, no solo no fue capaz de presentar pruebas sólidas ante la magistrada Bárbara Saavedra, sino que tres personas perdieron la vida.

La primera víctima se llamaba Gabriel Radebe. Fue socio minoritario de Everton Quality. Lo habían hallado muerto de forma violenta en su domicilio de Gavá Mar.

Unos días más tarde, la policía encontró el cadáver de Brian Everton en el asiento del copiloto de un vehículo en una bifurcación de la autovía de Castelldefels, frente a la antigua y derruida discoteca Silvis. El cuerpo, en el momento que fue descubierto, estaba adherido al asiento con veinte cuchillos de grandes dimensiones clavados en su espalda. Después del asesinato ―una auténtica carnicería― los agentes barajaron la «venganza personal» como posible móvil de ambos asesinatos.

La tercera y última víctima, John Everton, socio mayoritario de Everton Quality, resultó ser el secuestrador de Lucía Domínguez: una joven mujer que se cruzó en su camino, en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Aunque no pudo ser condenado por secuestro, ya que fue raptado por alguien desconocido cuando la policía le seguía el rastro. Las pruebas no dejaban lugar a duda: Lucía Domínguez identificó el Range Rover que estaba estacionado en el Paseo Marítimo de Castelldefels en el lugar de los hechos, el mismo día que el sargento Ruiz fue a visitarla al hospital y, además, meses después, reconoció a John Everton como el hombre que estaba en el interior del todoterreno poco antes de que la atacaran por detrás y perdiese el conocimiento.

Asimismo, las pesquisas recabadas por el Grupo de Homicidios apuntaban a que no solamente era el autor material del secuestro de una mujer, sino que podía haber estado involucrado en el asesinato de una chica llamada Ariadna Badía y en el secuestro y violación de otras tres mujeres más.

Algo inverosímil para un hombre de su posición, pero que, sin embargo, tenía todas las papeletas de ser cierto.

Durante casi un año, Aitor Ruiz estuvo recopilando información sobre el asesinato sin resolver de Ariadna Badía, ocurrido en 1989, una chica de veinte años que fue secuestrada y violada y cuyo cuerpo apareció en la playa del Paseo Marítimo de Castelldefels. La policía no fue capaz de hallar culpables en aquel suceso. No obstante, el hermano pequeño de la chica fue testigo del secuestro y siempre mantuvo que un hombre se la llevó a la fuerza en un todoterreno.

Este asesinato, a priori, no tenía nada que ver con la investigación que él y su grupo estaban llevando a cabo, pero, al investigar a todos los socios de Everton Quality, los secretos empezaron a salir a la luz y el que parecía ser la próxima víctima, se convirtió de repente en el principal sospechoso. Esto ocurrió después de indagar en la vida del joven empresario Óliver Segarra, el cuarto en discordia. Durante dicha investigación, no pudieron averiguar nada acerca de su infancia, fue como si durante aquellos años se le hubiera tragado la tierra, literalmente. Pero el grupo siguió a lo suyo. Con el paso del tiempo, para su sorpresa, descubrió que Óliver Segarra había cambiado de identidad y que, además, era el hermano pequeño de Ariadna Badía. Este último hecho hizo saltar todas las alarmas a los investigadores y sirvió para trazar una conexión entre el secuestro de Lucía Domínguez y el asesinato de Ariadna Badía: el Range Rover Classic 5 puertas del 86, propiedad de John Everton.

El modus operandi fue prácticamente calcado en ambos casos. Las dos fueron drogadas y secuestradas por un hombre que las introdujo en un todoterreno y las llevó al Paseo Marítimo de Castelldefels.

Por si fuera poco, el cambio de identidad de Óliver Segarra y su posterior entrada en la empresa de John Everton como socio, no hizo más que acrecentar las sospechas del sargento Ruiz. Era demasiada coincidencia que hubiera decidido ser socio de una empresa de la que se había demostrado que el socio mayoritario era en realidad un secuestrador; un tipo que había cometido un secuestro, veintiún años después, con un modus operandi muy similar al de la muerte de su hermana.

No. Aitor Ruiz no creía en las casualidades, pero tampoco había pruebas concluyentes que probaran su línea de investigación, ya que no estaba demostrado que John Everton fuera el asesino de Ariadna Badía. Y, claro, cuando parecía que se estaba estrechando el cerco para atrapar a Óliver Segarra como responsable de los tres asesinatos, más difícil se ponían las cosas.

Durante el transcurso de la investigación visitó a los padres de Óliver: Antonio Badía y Elena Nogués. Desde el principio, pensó que, para protegerlo, negarían tener cualquier tipo de relación con él. Pero se equivocó. No solo le confirmaron que Óliver Segarra era su hijo, sino que le corroboraron que se había cambiado de identidad. Luego, intentó convencerlos para que le facilitaran información relevante que permitiese salir del callejón sin salida en el que se encontraba, pero fracasó estrepitosamente: se topó con un muro infranqueable y comprobó que, después de veintiún años, el dolor seguía más presente que nunca en sus vidas.

Si sabían algo, era evidente que no iban a decir ni media palabra. Como padres estaban en su derecho de comportarse así; al fin y al cabo, era su hijo, su único hijo. Pero le hubiera gustado que hubiesen mostrado más cooperación.

Un año más tarde, el Grupo de Homicidios vio cómo los recursos disminuían para seguir con la investigación del triple asesinato. El baño de realidad fue doloroso para el sargento Ruiz. Había otros casos que requerían de su atención y debía actuar con la misma profesionalidad para intentar resolverlos.

Por otra parte, tenía que estar demostrando constantemente que era un buen líder. Estaba hasta el gorro de escuchar rumores alrededor de su persona y de que algunos compañeros lo mirasen por encima del hombro, como si hubiera sido él quien apretase el gatillo cuando el inspector Carrasco decidió volarse la tapa de los sesos.

Se sentía como un miserable sin pena ni gloria.

Ahora tenía la oportunidad de poner las cosas en su sitio. Concentraría sus esfuerzos en resolver el asesinato que tenía delante y recuperaría el respeto que tanto le había costado ganar. Todo ello sin perder de vista su objetivo.

Porque Óliver Segarra era un asesino y no pararía hasta verlo entre rejas.

El ocaso del hielo

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