Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 8

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Capítulo 2

Óliver Segarra dio un pequeño bocado al bikini1 que tenía entre las manos y, mientras lo masticaba, se fijó en la multitud que pasaba por delante de la fuente de la Plaza Real de Barcelona. Estaba sentado en la terraza del restaurante Les Quinze nits.

Las cosas no estaban yendo como él había planeado.

Dos meses después de la «muerte» de John Everton, Óliver había ejercido el derecho de adquisición preferente del 100 % de las participaciones, tal y como estaba previsto en los estatutos de la compañía para un supuesto caso de transmisión mortis causa. Antes, contrató los servicios de una auditora externa ―nombrada por el Registro Mercantil― para que revisara de manera independiente toda la información económica-financiera de Everton Quality y, así mismo, pudiese determinar cuál era el valor unitario de cada acción.

Lo hizo para generar confianza en la familia de John Everton y, también, para que no pudieran reprocharle nada en el momento que adquiriese las acciones.

No obstante, y para su sorpresa, los hermanos de John, como herederos legales, interpusieron una demanda contra él y contra Everton Quality y, además, otra contra la propia auditora, para que se declarase sin efecto la valoración realizada por esta última, ya que consideraban insuficiente el valor estimado por cada acción de la compañía.

La reclamación fue admitida a trámite en juicio ordinario en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2 de El Prat de Llobregat. Cada una de las partes presentó sus alegaciones y, tras la celebración de la correspondiente audiencia previa, la magistrada convocó a las partes al juicio principal.

Hecha la ley, hecha la trampa.

Sabían, a ciencia cierta, que se haría con el control de Everton Quality, pero de ninguna manera se lo pondrían tan fácil. Sin duda, batallarían hasta el final.

La estrategia estaba bastante clara desde el principio: querían que se repitiera el informe, pero, esta vez, que se encargase un perito designado por la propia jueza.

Óliver Segarra no había arriesgado tanto para perder la paciencia a la primera de cambio. Así que, intentó serenarse y, en la medida de lo posible, mantuvo la cabeza fría. Pero de nada le sirvió.

Efectivamente, el perito fue designado judicialmente y tuvo que entregarle toda la documentación contable con carácter inmediato. No le hizo ni pizca de gracia.

El informe pericial llegó cinco días antes del juicio, a primera hora. Enseguida fue expuesto a ambas partes para que pudieran examinarlo detenidamente y, en el caso de que les perjudicara, encontrar algún error que les ayudase a restarle validez.

Lamentablemente, el informe contenía supuestas irregularidades que impidieron realizar una correcta interpretación del fondo de comercio o goodwill ―por así decirlo, es el conjunto de elementos, no físicos, que pueden llegar a convertirse en un gran valor para la empresa, como la reputación, los años de experiencia o la cartera de clientes― a la hora de calcular el valor de las acciones.

Dicho documento, ponía de manifiesto que Everton Quality no había acreditado el pacto de socios entre John Everton y Óliver Segarra en el que, entre otras cuestiones, se daba luz verde para operar con otros fabricantes, ni tampoco el principio de acuerdo con una reconocida multinacional para convertirse en su nueva suministradora.

Ese imprevisto cayó a Óliver como un jarro de agua fría. No solo porque, indudablemente, elevaría el valor de la compañía, sino porque tendría que dar una buena explicación de por qué no se había informado a los herederos del difunto de algo tan importante.

Y, para colmo, antes de la celebración del juicio, Óliver se vio sorprendido al ver que la familia de John solicitaba una medida cautelar para que se suspendiera de inmediato la venta de las acciones, hasta que se resolviese si la auditora había actuado de buena fe. Por suerte para él, la jueza denegó tal medida al constatar que había seguido los trámites legales y administrativos correspondientes y, por tanto, no observó intencionalidad de cometer un fraude.

Otra cosa muy distinta sería que la auditora se hubiera equivocado al redactar el informe. Que hubiera omitido ciertos datos o que hubiese incurrido en contradicciones. Entonces estaría jodido.

Y, claro, los días siguientes fueron exasperantes.

Si en lugar de seguir las reglas hubiese infravalorado la empresa, entendería que removiesen cielo y tierra para defender sus intereses, pero, realmente, no tenían motivos para quejarse.

Bueno... motivos sí, aunque ellos no lo sabían.

Ni siquiera se imaginaban que estaban ante el hombre que acabó con la vida de su hermano. Ni por asomo.

Seguramente, tampoco se imaginarían que, en vida, su hermano había sido un despreciable secuestrador y violador de mujeres, además de un asesino.

Óliver Segarra se encargó de que no volviera a hacer daño nunca más. Hizo que lo secuestraran y, luego, lo mató.

Durante la primera sesión, el abogado de la auditora reiteró que su clienta había realizado el trabajo correctamente, basándose en los procedimientos contables de la normativa vigente. Por su parte, Robert Casals, abogado de la familia Badía-Nogués y defensor de Óliver, de cincuenta y siete años, enfatizó que la demanda no tenía fundamento y subrayó que la operación se había realizado acorde a la legalidad y con todas las garantías.

Sin embargo, los demandantes, que mantuvieron una posición firme, esgrimieron que en ningún momento se les explicó dichos procedimientos y que ni siquiera les dieron opción a llegar a un acuerdo. Además, añadieron en su reclamación un aumento sustancial del 40 % por cada una de las acciones.

Ese golpe de efecto fue directo a la mandíbula de Óliver.

Para justificar el motivo por el que no había acreditado el pacto de socios ni el principio de acuerdo, Óliver se escudó en el pacto de confidencialidad entre ambos, en el cual no podrían revelar ninguna cuestión interna del contrato hasta que se celebrase una nueva reunión, y eso no pasó. Manifestó que ni los trabajadores ni el propio comité de empresa estaban al tanto de esas informaciones y que, si no lo comunicó a sus familiares, fue porque, legalmente, no formaban parte de la empresa. Además, remarcó que «los acuerdos realizados en el seno de una sociedad empresarial solo atañen a los socios y a nadie más». Cuando lo dijo, miró a los hermanos de John, uno por uno.

Estos, perplejos, se miraron entre ellos y, de repente, la hermana de John estuvo a punto de levantarse de la silla y soltar un improperio. En ese momento, de una manera sutil, el abogado le puso la mano sobre el hombro y le pidió que se tranquilizara.

El juicio continuó durante dos días más. Luego de idas y venidas de una decena de testigos y del perito judicial, informes y más informes y la reproducción de imágenes y archivos, los abogados de cada parte expusieron sus conclusiones, apoyándose en los argumentos jurídicos que creyeron oportunos para basar sus reclamaciones.

La jueza, tras las pruebas practicadas, consideró que poseía suficiente información y dejó el juicio visto para sentencia.

Después de aquello, ya no volvió a verlos.

*

La sentencia llegó dos meses más tarde. La jueza falló a favor de la familia Everton y condenó a Óliver Segarra a pagar un valor superior por cada acción de la compañía, además de las costas procesales. Cuando recibió la noticia, Óliver se enfadó muchísimo y el mismo día concertó una cita con su abogado.

Luego de conversar durante tres largas horas, abogado y cliente decidieron recurrir ante la Audiencia Provincial de Barcelona.

De aquello habían pasado casi ocho meses.

*

Óliver se terminó el bikini y, acto seguido, se bebió la botella de agua mineral de un trago. Luego, llamó a la camarera y le pidió un té rojo y un par de sobres de sacarina. Había quedado con Robert Casals para hablar sobre las últimas novedades del caso, pero éste le llamó, avisando que llegaría unos treinta minutos tarde.

Se encontraba en una vista oral. Resulta que su defendida estaba escribiendo un mensaje de texto mientras conducía su vehículo por el lateral de la Avenida Diagonal, a la altura de Luz de Gas, con la mala suerte que atropelló a un ciclista que estaba parado en un semáforo en rojo. El joven, de veinte años, se llevó un susto de muerte. El impacto provocó que cayera al suelo, golpeándose en la rodilla. Tuvo que ser trasladado de inmediato a un hospital. Sin lugar a duda, el asunto no se hubiera complicado más de lo necesario si ella no hubiera tenido la brillante idea de darse a la fuga.

Óliver esperaba el resultado de la sentencia como agua de mayo, pero los días iban pasando y no llegaba. Robert le dijo que tuviera paciencia, que el juzgado estaba colapsado y que, tarde o temprano, la tendría entre sus manos. Eso era tarea complicada; no podía esperar más, máxime cuando se estaba jugando perder una millonada.

Cinco minutos más tarde, el abogado Robert Casals llegó al restaurante. Vestía un impoluto traje azul oscuro con una corbata de color granate. Llevaba un maletín en la mano.

―Siento llegar tarde ―dijo al tomar asiento.

―¿Cómo ha ido la vista? ―preguntó Óliver.

―Atropello con fuga. Mal asunto. Seguramente sea condenada por un delito de lesiones y otro de omisión del deber de socorro. Sin contar la retirada de puntos y la correspondiente multa. Estamos a la espera del alcance de la lesión de rodilla.

―¿Tan grave ha sido?

―Ella cree que ha habido fractura.

Óliver meneó la cabeza de un lado a otro.

―Otro día se lo pensará dos veces antes de escribir mientras conduce.

―Espero que tengas razón, aunque la gente nunca aprende. Te lo digo por experiencia. Caemos, nos levantamos y volvemos a caer. Está en nuestra naturaleza.

Óliver sonrió.

―¿Sabes algo de mis padres?

―Tu madre hace un año que no te ve, ni a ti ni a tu familia. Y no entiende el por qué.

―He estado bastante ocupado.

―Óliver, no me vengas con gilipolleces. Te conozco desde que eras un mocoso y sé que algo ha tenido que pasar. Mira, no es mi intención meterme en tus asuntos, pero deberías llamarla.

Óliver lo miró y asintió con la cabeza.

―Sí. La llamaré.

Robert Casals cogió la botella de agua vacía y levantó el brazo para que le trajeran otra igual. La camarera lo vio y, al cabo de unos segundos, le llevó una botella y un vaso vacío. Luego, le preguntó a Óliver si quería algo más, pero él negó con una amable sonrisa. Entonces, se alejó a paso ligero.

―¿Cómo está mi caso? ―preguntó.

―Mira, Óliver, no te voy a engañar ―dijo mientras llenaba el vaso de agua―. Es más que probable que volvamos a perderlo.

―¿Y qué podemos hacer? ―Robert Casals bebió un trago.

―Primero, esperar al resultado de la sentencia. Tendremos un plazo de veinte días para interponer un recurso de apelación. Por eso es muy importante saber a qué atenernos, para poder formular las alegaciones que creamos oportunas.

Óliver meditó unos segundos.

―Supongo que no me queda más que agachar la cabeza y aceptar lo que venga.

―No digas eso. Todavía hay tiempo de maniobra.

―No lo veo nada claro.

―Si hay algún resquicio legal que nos favorezca, créeme que lo encontraré.

El ocaso del hielo

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