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Capítulo 10

El lunes de la semana siguiente, a las nueve menos cuarto de la mañana, Óliver Segarra llegó a la sede corporativa de Minami Motor España, situada en el parque empresarial Mas Blau de El Prat de Llobregat. Había hombres trajeados y mujeres elegantemente vestidas en el interior de la enorme y diáfana sala de recepción. Cuando se acercó a la recepcionista y le dijo su nombre, enseguida se formó un murmullo a su alrededor. Era indudable que sabían quién era y para qué había venido.

La recepcionista hizo una llamada y un par de minutos después apareció Anna Castillo, asistente de Ryu Akiyama, presidente y consejero delegado de Minami Motor España, filial del fabricante nipón Minami Motor. Anna Castillo era una mujer alta y guapa, de ojos claros, cabello castaño y largo y gozaba de un aspecto físico envidiable. Óliver le echó unos treinta y cinco años en el momento en que se estrecharon la mano.

―¿Nervioso? ―dijo ella.

Óliver Segarra sonrió.

―Quizá no sea la palabra más adecuada ―respondió―. Yo diría que expectante.

Ella también sonrió.

―El señor Akiyama le espera en la sala de reuniones. Si hace el favor de acompañarme.

Óliver Segarra asintió y los dos se encaminaron hacia el ascensor.

―Espero que haya arreglado sus problemas judiciales, señor Segarra.

Él carraspeó.

―Veo que está al tanto de lo que se dice en los medios de comunicación.

Anna Castillo esbozó una sonrisa.

―Es mi trabajo ―precisó.

La puerta del ascensor se abrió y entraron. Estaba vacío. Ella pulsó el botón de la última planta. La subida fue rápida y tan solo duró unos segundos.

Cuando salieron, Óliver se fijó en el amplio pasillo. El suelo era liso, de un tono gris claro y estaba limpio como una patena. En las paredes había cuadros que representaban la historia de la compañía, desde sus comienzos hasta la actualidad.

―Sígame ―dijo ella cuando vio que Óliver se quedaba atrás.

Él aceleró el paso y se puso a su lado.

Poco después, se detuvieron frente a una puerta. Ella asió el pomo.

―En fin, señor Segarra, le deseo toda la suerte del mundo.

―¿Por qué lo dice?

Ella lo miró fijamente.

―Porque la va a necesitar ―respondió. Luego, giró el pomo y abrió la puerta.

Óliver enarcó las cejas, sorprendido. La sala de reuniones era casi el doble de grande que la de su empresa. Y la mesa era tan larga que, según sus cálculos, perfectamente podría tener capacidad para cien personas. Sin duda, lo encontró ostentoso y, a la vez, poco eficiente. Mantener una conversación podría llegar a convertirse en una misión agotadora, a no ser que cada uno de los allí presentes dispusiera de un micrófono.

«¿Para qué tanto?», se preguntó.

Para colmo, el señor Akiyama estaba sentado en el otro extremo de la sala.

―Les dejo a solas para que puedan hablar con tranquilidad ―dijo Anna Castillo y cerró la puerta al salir.

Sin más preámbulos, Óliver caminó hacia él. Mientras se acercaba, vio cómo Ryu Akiyama se ponía de pie para recibirlo. Era un hombre de baja estatura y pelo canoso y corto, de unos sesenta años. Tenía la nariz chata y llevaba gafas con montura transparente. El traje que llevaba no le hacía justicia: parecía dos tallas mayores que la suya.

Ohayô gozaimasu ―saludó Óliver en japonés, haciendo una reverencia.

Ohayô gozaimasu ―repitió él. Luego, empezó a hablar en perfecto español, dejando al descubierto su marcado acento japonés―: Celebro verlo, señor Segarra. Tome asiento, por favor.

―Se lo agradezco. ―Y se sentó en la silla.

Ryu Akiyama también se sentó.

―Como le dije la última vez, el preacuerdo que firmamos no tiene una duración indefinida. Como usted comprenderá, hay otras muchas empresas que compiten con la suya para convertirse en el proveedor del nuevo modelo que fabricaremos en los meses venideros.

―Lo sé, señor Akiyama.

―Por otro lado, me preocupa su constante exposición en los medios. ¿No está cansado de estar siempre en el ojo del huracán?

Óliver movió la cabeza con gesto reflexivo.

―Las circunstancias me han llevado hasta aquí. Naturalmente, me gustaría pasar más desapercibido. Pero le diré que no es plato de buen gusto que algunos periodistas hagan su propio juicio de valor.

El señor Akiyama dibujó una sonrisa en sus labios.

―¿Le gusta el té? ―preguntó amablemente.

―Sí ―respondió Óliver.

―Me he permitido el atrevimiento de subir una tetera y dos tazas. Espero que el té verde sea de su agrado.

Con una sonrisa, Óliver asintió.

―Muy bien, porque está casi listo. ―Se levantó y se dio la vuelta. Encima de la mesa auxiliar había una tetera y dos tazas de porcelana. Sirvió el té, cogió unos pocos sobres de azúcar y sacarina, se llevó las tazas a la mesa y se sentó de nuevo―. Me estoy volviendo mayor, señor Segarra. Desde hace más de treinta años, me he acostumbrado a liderar, a estar al frente de miles de empleados, a que mi voz sea escuchada, pero no soy tan vanidoso; aunque pueda parecer lo contrario. Conozco mis debilidades. ¡Oh, y tanto que sí! Un hombre sabio tiene que conocerlas. ―Hizo una pausa muy breve y añadió―: Supongo que me entiende, ¿verdad?

―Estoy intentándolo.

―Bueno, lo diré de otro modo: el éxito de un hombre de negocios no depende exclusivamente de él, sino de las personas con las que se rodea. Créete el ombligo del mundo y te hundirás; rodéate de un buen equipo y llegarás a donde quieras. ¡No hay límites!

Óliver Segarra pensó en lo que había dicho el señor Akiyama mientras abría un sobre de azúcar, lo vertía en el té y lo removía.

―¿Está preparado para liderar a su equipo, señor Segarra?

Él lo miró, desconcertado.

―Necesito saberlo ―prosiguió―. Ahora está solo y mi empresa va a invertir millones de euros.

―Sí ―respondió con total seguridad―. Lo estoy.

Ryu Akiyama tomó un poco de té y fijó la mirada en Óliver.

―No le voy a engañar: los objetivos son ambiciosos. Queremos fabricar un SUV que pueda competir de tú a tú con el SUV de referencia del momento, aunando calidad, precio e innovación. Queremos entrar con fuerza en el mercado europeo y, para conseguirlo, necesitamos tener a los mejores de nuestro lado.

―Me gusta oír eso. Mi empresa está preparada para este desafío, señor Akiyama, se lo garantizo.

―Sé que los resultados les avalan. Sin embargo, han pasado muchas cosas alrededor suyo.

Óliver respiró con fuerza.

―Bueno ―dijo―, ha sido un año muy difícil.

―Me lo imagino.

«No se hace una idea», pensó Oliver.

El señor Akiyama se quitó las gafas, se las limpió con una servilleta que había sobre la mesa y se las volvió a poner.

―¿Sabe? No soy de meterme en la vida personal de nadie, pero las distracciones en este negocio pueden resultar perjudiciales. Por supuesto, es un problema suyo y mejor que nadie sabrá cómo solucionarlo.

―Mi «problema» ―si se puede llamar así― no afectará a nuestra relación profesional ―contestó Óliver―. Además, no podemos obviar que perseguimos objetivos comunes: crecer y aumentar nuestra rentabilidad a medio plazo; si no, no estaríamos aquí sentados. Con esto quiero decir que mi disposición es máxima y, si trabajamos codo con codo, le proporcionaré la estabilidad y la seguridad que su empresa se merece.

―Es usted muy persuasivo, señor Segarra.

―Simplemente trabajo para construir un futuro mejor para Everton Quality. Hasta este momento la empresa ha funcionado relativamente bien trabajando para un solo cliente, pero los cambios son necesarios si quiero que siga siendo competitiva. El futuro es otra cosa y yo siempre veo el vaso medio lleno.

―Los cambios implican riesgos ―añadió Ryu Akiyama.

―Si eso ocurre, los afrontaremos de la mejor manera posible.

El señor Akiyama lo miró detenidamente durante un minuto, absorto en sus pensamientos. Finalmente dijo:

―Muy bien. A partir de hoy, da comienzo nuestra relación profesional.

Óliver respiró aliviado. Cogió la taza y tomó un largo sorbo de té.

A esa misma hora, en la de sala de reuniones del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, el Grupo de Homicidios conversaba sobre el caso que tenía asignado.

―Por los datos que tenemos hasta ahora, podemos deducir que, al menos, dos asesinos profesionales secuestraron, torturaron y mataron a Carles Giraudo ―dijo el sargento Ruiz―. Por supuesto, sabemos que fue asesinado en otro lugar y, posteriormente, dejaron su cuerpo tirado frente a la discoteca Silvis. Como no podía ser de otra manera, nadie vio ni oyó nada.

―Por otro lado, todavía no sabemos a quién pertenece la alfombra que apareció en el lugar donde fue abandonado el cadáver ―manifestó la cabo Morales―. Los compañeros de la Científica la han examinado y no han encontrado huellas.

―¿Y la llamada que se realizó al hotel?

―Irrastreable ―contestó Cristian Cardona―. La llamada se hizo desde un número oculto y apenas duró diez segundos.

―¿Qué hay de la casa?

―La casa permanece intacta y los vehículos siguen estacionados en el garaje ―informó el cabo Alberti―. Con permiso de la señora Medina, hemos traído el ordenador de Carles Giraudo. Tal vez haya algún indicio que permita averiguar con quién se relacionaba.

―Bien ―dijo, y se volvió hacia Eudald Gutiérrez y Joan Sabater―. ¿Qué opinión os merece el señor Ullah?

―Nuestra presencia le incomodó enormemente ―respondió el agente Sabater―. Eso lo tengo claro. Por otro lado, mostró colaboración en todo momento. No sé si está implicado, pero su lenguaje corporal indicó que sabía más de lo que nos estaba contando.

―Si está implicado, lo averiguaremos.

―¿Crees que deberíamos ponerle vigilancia? ―preguntó la cabo Morales.

―No podemos descartar ninguna posibilidad.

Ella asintió con la cabeza.

―Será difícil encontrar una pista fiable ―dijo Aina Fernández―. No tenemos armas, balas ni casquillos que podamos comparar con otro crimen.

Hubo un breve silencio. A decir verdad, era una verdad incontestable.

―Los asesinos nos llevan quince días de ventaja ―aseveró Aitor Ruiz con rotundidad―. Tenemos que ponernos las pilas. ―Tomó aire y comenzó a dar instrucciones―: Lluís, Aina, volved a la escena del crimen y hablad con los vecinos. Cristian, analiza el ordenador de la víctima; a ver si puedes encontrar alguna conexión. Irene, encárgate de montar un operativo para vigilar a Abdul Ullah. ―Luego miró al agente Sabater―. Joan, tú le ayudarás. Eudald, nosotros trazaremos una línea temporal de Carles Giraudo e intentaremos averiguar cuáles fueron sus últimos pasos antes de su desaparición y posterior asesinato.

El ocaso del hielo

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