Читать книгу El ocaso del hielo - Sergio Milán-Jerez - Страница 12

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Capítulo 6

Los rayos del sol se alzaron en el firmamento y golpearon con fuerza el parabrisas del vehículo, cegándolo durante un instante. Xavi García conducía por el carril izquierdo de la calle Llull del Poblenou, con la extraña sensación de que se había dejado algo en su casa. En un momento dado, redujo la velocidad, puso el intermitente y se subió a la acera. Aguardó a que pasara una mujer que llevaba un carrito de bebé y bajó por una rampa.

Antes de llegar abajo, tuvo que detenerse: había un palé con varias cajas de cartón por encima justo al final de la rampa.

―Eh ―dijo Xavi―, os he dicho mil veces que no dejéis nada por aquí en medio. Esta es una zona de paso.

Los cuatro hombres que estaban allí se volvieron hacia él.

―Perdona, Xavi ―dijo el tipo que parecía más joven―. Se nos ha amontonado el trabajo. ―Acto seguido, se subió en una transpaleta eléctrica y quitó el palé de en medio.

Entonces Xavi pisó el acelerador con suavidad. Aparcó, apagó el motor y salió del coche.

Se encontraba en el sótano de un local industrial. La sala era muy amplia y diáfana, de unos seiscientos metros cuadrados, y tenía dos hileras de columnas en el medio. Xavi dio una vuelta de reconocimiento. Parecían estar en obras: las paredes, que estaban sucias y un poco deterioradas, contrastaban con el renovado suelo de PVC. Además, había material de pintura repartido alrededor del lugar y un contenedor rectangular de gran tamaño.

―¿Habéis hecho lo que os pedí?

El hombre más joven asintió con la cabeza.

―Todo está preparado.

―Bien.

Xavi miró a su alrededor.

―¿Cuándo estará listo el almacén? ―preguntó.

―Supongo que en dos o tres días.

―Necesito que sea antes del fin de semana. Dentro de muy poco empezaremos la actividad comercial. Así que daos prisa.

―No te preocupes. Llegaremos a tiempo.

Xavi asintió.

―Muy bien. Me subo.

―¿Y Artur?

―Recogerá la mercancía a su debido tiempo ―respondió. Acto seguido, se dio la vuelta y caminó hacia las escaleras.

*

Los agentes Eudald Gutiérrez y Joan Sabater aguardaban en el interior del vehículo desde las diez de la mañana, en una zona de estacionamiento azul de Travessera de Gràcia, muy cerca de la Avenida Diagonal.

―En la página web pone que abre a las diez ―dijo el agente Sabater desde el asiento del copiloto.

―Pues llega tarde ―respondió Gutiérrez, con las dos manos pegadas al volante.

―Llevamos aquí una eternidad ―se quejó―. Tengo hambre.

Eudald Gutiérrez se volvió hacia él.

―Siempre estás pensando en comida.

―Es que tengo hambre.

Gutiérrez torció el gesto. Desde hace un tiempo, su compañero se estaba engordando demasiado. Lo peor de todo era que cuanto más le decía, más comida basura comía.

Empezaba a darle por imposible.

De repente, vio la figura de un hombre de espaldas abriendo la puerta del establecimiento.

―Parece que alguien se anima a trabajar hoy.

―Vamos a darle tiempo y entramos.

Diez minutos más tarde, los dos agentes se apearon del coche y caminaron hacia la tienda. Abrieron la puerta y entraron.

―Buenas tardes ―saludó el hombre joven con una amable sonrisa. Era de etnia árabe y tenía una barba perfilada. Hablaba un perfecto español, con marcado acento―. ¿En qué puedo ayudarlos?

―Buenas tardes ―contestó Joan Sabater, mostrando su placa―. Soy el agente Sabater, del Grupo de Homicidios de la Región Policial Metropolitana Sur de los Mossos y él es mi compañero, el agente Gutiérrez. ¿Es usted el señor Abdul Ullah, propietario de este establecimiento?

De pronto, le cambió el semblante.

―Sí, soy yo. ―Tragó saliva―. ¿Qué sucede?

―Verá. Estamos en medio de una investigación por asesinato.

El hombre frunció el ceño.

―¿Por asesinato...? ¿De quién?

―Bueno... Esa información no podemos compartirla con usted, pero estamos aquí porque en el escenario del crimen se encontró una alfombra que fue comprada en su tienda.

Abdul Ullah cogió aire, desconcertado.

―¿Creen que tengo algo que ver?

―Solo estamos recopilando información, señor Ullah ―contestó Eudald Gutiérrez, mirándolo de manera inquisitiva―. Si no tiene nada que ver en este asunto, no debe preocuparse.

Abdul Ullah apartó la mirada y miró hacia la puerta.

―¿Espera a alguien? ―preguntó Joan Sabater con seriedad.

Abdul Ullah volvió la mirada hacia ellos.

―No, no espero a nadie. Disculpen. ¿Cómo puedo ayudarlos?

―Suponemos que debe de tener un control de las transacciones que se realizan en su tienda a lo largo del día ―dijo el agente Gutiérrez.

Él hizo un gesto de asentimiento.

―Sí, pero es posible que quien comprase la alfombra lo hiciera hace mucho tiempo. No sé si...

―No se preocupe. Tenemos el código de la etiqueta. Solo tendrá que introducirlo en el ordenador... y a ver qué sale.

―¿Y si pagó en efectivo?

―No se adelante ―repuso el agente Sabater. A continuación, metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado―. Aquí tiene.

Denotando un poco de nerviosismo, Abdul Ullah lo cogió y empezó a introducir los números en la computadora.

―¿Se encuentra bien? ―preguntó Eudald Gutiérrez.

Abdul Ullah estaba sudando la gota gorda.

―Sí ―dijo con voz ahogada. Inmediatamente después, utilizó el ratón para aceptar la operación. Entonces, negó con la cabeza―. Lo he buscado, pero no aparece nada.

―¿Seguro?

Él asintió con la cabeza.

―¿Puede repetirlo? ―inquirió Joan Sabater.

Se puso más tenso si cabe, como si no supiera dónde meterse.

―Bueno... es posible que me haya equivocado.

Los dos policías lo examinaron con ojos indagadores.

―Probaré de nuevo.

―Sí ―dijo Sabater―. Háganos el favor.

Volvió a introducir los datos, pero el resultado fue exactamente el mismo. Se encogió de hombros.

―¿No guarda las facturas? ―preguntó con el ceño fruncido.

―Solo las de los últimos cinco años.

―¿Quiere decir que quien compró la alfombra, lo hizo hace más de cinco años?

―Eso parece.

Los dos policías permanecieron en silencio, reflexionando sobre ese inesperado contratiempo. Estaban esperanzados en conseguir un nombre.

―Lo siento. Si puedo hacer otra cosa por ustedes... Tengo que seguir trabajando.

Ambos se miraron entre ellos, dubitativos. Cierto era que marcharse de vacío no entraba en sus planes, pero tampoco tenían nada en su contra.

―No ―dijo Joan Sabater―, esto es todo. Tal vez volvamos a vernos.

Abdul Ullah no dijo nada. Ellos dieron media vuelta y se fueron. Unos minutos después, cuando vio cómo los agentes se habían montado en el coche y habían desaparecido de su campo de visión, puso el cartel de «VUELVO EN 5 MINUTOS», caminó hasta el fondo de la tienda, sacó un juego de llaves de su bolsillo derecho y abrió la puerta. Entró y encendió la luz. Había un estrecho y corto pasillo que comunicaba con tres puertas más. La primera estaba medio abierta, parecía ser el cuarto de baño. Sin más dilación, anduvo hasta la última puerta, la abrió y se quedó en medio de la entrada.

De repente, una voz masculina se escuchó desde la oscuridad.

―¿Quién era?

―La policía. Han venido preguntando por la alfombra que encontraron en el escenario del crimen.

―¿Saben algo que no debieran saber?

―No.

―Bien. Asegúrate de que todo siga igual.

El ocaso del hielo

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