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Un día de escuela

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Aquella mañana su madre lo levantó de la cama como siempre, le acarició la cara y abrió lentamente los grandes postigos de su habitación. Una brisa fresca entró y rozó su cara con intención de despertarlo. La luz del pasillo, que daba a los tres dormitorios, lo golpeó directamente a los ojos, señal inconfundible de su madre para que también sus hermanos se movilizaran rumbo cada cual a su colegio.

Esperó a que terminaran todos con el baño mientras se vestía con la ropa que estaba a los pies de su cama, amorosamente doblada, con ese olor a jabón que le era tan familiar.

Más que cualquier otra mañana, la remera del uniforme del colegio se negaba a entrar por la cabeza. Ponía voluntad, pero la maldita prenda se enroscaba en el cuello sin permitirle a sus brazos encontrar la salida; la odiaba con todo su corazón.

Cuando el baño estuvo por fin desocupado entró y cerró la puerta, sin darse cuenta de que estaba nuevamente en los brazos de Morfeo. Sorprendido, perdió pie al escuchar un golpe enérgico en la puerta de madera del sanitario. El mismo golpe de todos los días a la misma hora, recordatorio para el cumplimiento real de su aseo matinal. Era tan difícil cepillarse los dientes mientras los golpes se sucedían en un crescendo odioso. Una ampolla, o tal vez alguna pieza dental que pretendía emerger, le impedía el cepillado habitual; pero si no lo hacía su existencia no sería armónica, no era un buen comienzo del día un enfrentamiento con su madre.

Pasado un tiempo infinito frente al espejo, escuchó otra vez la voz que taladraba su cabeza preguntándole si necesitaba ayuda con el cabello.

¡Ese cabello rizado que cada día le traía tantos problemas!, aunque sin dudas lo asemejaba tanto a sus hermanos, que no tenía más remedio que aceptarlo como otra carga de la herencia genética.

Salió al pasillo y se cruzó con esa mujer molesta siempre dispuesta a colaborar con él, que rápidamente solucionaba este o aquel problema; pero que por momentos creía tan excéntrica y un poco loca. Es que su madre trabajaba tanto que jamás la veía en la puerta de la escuela hablando y riéndose como las demás; en cada reunión de padres siempre llegaba sobre la hora; nunca estacionaba el auto para comprar el diario o tomar un café –como todas las demás– en el barcito que estaba enfrente del colegio…

Bajó las escaleras y halló el jugo de naranjas de todas las mañanas, más las despiadadas contestaciones y el malhumor de su hermana mayor, quien no lograba despertase hasta casi el mediodía. Gracias a Dios entraba media hora antes que él, así que se iba sola y lo dejaba saborear unos tragos de paz anaranjada.

Mientras, observaba el subir y bajar de esa mujer trayendo y llevando infinidad de pequeñas y grandes cosas que, a esas horas de la mañana, era imposible para su cerebro establecer origen o pertenencia de alguna de ellas.

De repente sintió el peso de la mochila sobre la espalda, indicador que señalaba el momento de subir al auto sin discutir ni emitir queja alguna y partir hacia sus obligaciones. Tras la salida del vehículo, cerró el portón y se acomodó en el asiento trasero. Sabía que podría dormir hasta llegar a la escuela.

Al rato escuchó que la puerta trasera se abría y aquellas manos que tanto conocía, lo acariciaban y lo invitaban a bajar. Comenzaba nuevamente el calvario de la escolaridad. Atesoró el beso de despedida y sin darse vuelta para mirar escuchó que el auto comenzaba la marcha y se alejaba… con él, todas sus esperanzas de estar en otro lugar.

Entró en el aula y esperó al maestro. Había llegado a querer a ese hombre de lentes pesados y gruesos; ese hombre que siempre le obsequiaba una sonrisa o una palmada en la espalda, que lo alentaba a proseguir cuando lo veía flojear.

Pasaron las primeras horas de clase y llegó el recreo. Su cabeza, más despejada, estaba lista para correr tras alguna chica con el pretexto de jugar a la mancha; pero, como era habitual, el timbre desbarataba cualquier plan maestro en busca de una presa. Formaron la fila para entrar al salón, excepto aquellos que aún no respetaban al maestro y entraron corriendo. El pobre tuvo que ir a buscarlos para que cumplieran con las reglas establecidas.

En ese momento un ruido estalló, hizo temblar el edificio y después… Después, nada…

Al abrir los ojos estaba en el piso con la cara llena de polvo y mucho dolor en los oídos. Miró a su alrededor, percibió un olor extraño; buscó entre el humo espeso y reconoció la figura del maestro desparramada en el piso. Sin dudarlo se movió hasta él, pudo ver que sus lentes no estaban en esa cara conocida, ahora tan diferente; tenía los ojos cerrados y heridas en todas partes. Sintió tanto miedo que no pudo más que pensar en aquellas manos que arreglaban sus cabellos, que ajustaban su corbata a la maldita remera del uniforme, que lo despertaban cada mañana con caricias eternas.

Fue entonces cuando millones de lágrimas comenzaron a derramarse mientras no paraba de repetirse que debía encontrar la fortaleza necesaria para sostener la cabeza de su maestro entre sus piernas, que se veían tan pequeñas en ese lugar infernal. Miró a su lado y encontró los anteojos, los guardó en el bolsillo y esperó rezando que alguien viniera a ayudarlos.

El tiempo sin tiempo rozaba su alma como una guillotina, hasta que unos brazos fuertes lo separaron del maestro y lo llevaron fuera del edificio. Voces que gritaban, sirenas que sonaban, manos que lo tocaban y revisaban.

Lo llevaron a algún lugar, se sentó en una silla, le sirvieron un refresco. Esperó y esperó, palpando cada tanto los lentes en su bolsillo. Los olores no eran los de su hogar, pero parecían similares, estaba en una casa que no era la suya… no tenía intención de buscar más información.

Su infancia aturdida se sobresaltó al percibir una brisa fresca, que le rozó la cara como una navaja. La voz que se escuchaba, angustiada y resuelta a todo, desde el pasillo de la casa que no era la suya le cortó la piel del alma cuando gritó su nombre.

Giró la cabeza embotada de incendio y dolor. En ese instante sintió el cruce magnético de aquellos ojos color del tiempo con los suyos. El túnel invisible que lo llevaba a esos brazos, a esas manos expertas que lo colocaban en la ruta fabulosa de lo conocido y amado se había hecho presente.

¡Mamá lo había encontrado!

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