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El foco del barrio Minetti

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Los clientes entraban uno tras otro y las piernas, a la altura de las rodillas, comenzaban a jugarle una mala pasada, pero logró someterlas a su antojo y siguió de pie. Ahí estaba mi hermana, con la atención puesta en las ventas y nada más.

Yo no sabía bien cuál era mi rol en la tienda de ropa. Para ella, mi presencia no era más que una visita que asomaba intermitente entre los percheros cargados de ropa y accesorios de moda. Al menos, esa era mi sensación.

Aturdida y con desánimo encontré un lugar entre las cajas repletas de mercadería que yacían en el suelo, acomodadas con el claro propósito de atrapar la mirada de las clientas, que parecían hambrientas de más y más prendas.

Esperé mi momento sin muchas pretensiones y dispuesta a poner un límite a mi paciencia.

Después del torbellino de compradoras, que dejó saldo positivo en la caja registradora, ella se acordó de mí, me dio una palmada en el hombro diciéndome:

—¡Qué bien nos vendría un café a las dos…!

No habíamos terminado con la colación, cuando un llamado telefónico la sobresaltó. Sin mirarme siquiera, dejó el aparato y anotó algo en un papel. Acto seguido, clavó la vista en la pantalla de la computadora y casi frenéticamente comenzó una sinfonía de clics que causó en mí verdadera inquietud. A sabiendas de que tal vez no compartiera conmigo la preocupación que se había apoderado de ella, me puse de pie para observar qué buscaba con tanto hermetismo.

Un estremecimiento recorrió mi columna cuando leí en la pantalla el nombre del lugar donde nos habíamos criado: el barrio Minetti. El barrio, conformado por un caserío que adornaba las sierras, custodiaba las espaldas de la fábrica de cemento; cada casa y chalé que lo formaban, fueron nuestros hogares.

¡Volver no es fácil! ¡Abrazar a tu niña, tampoco lo es! En especial, cuando no le has sido fiel.

¿Qué tipo de filmación era la responsable de atraparla, obligarla a pegar el rostro a la pantalla hasta el punto de haberla hecho olvidar de las ventas del local?

Las imágenes se amontonaban en la pequeña mampara del ordenador.

Pude observar, de pie junto a ella, que con estupenda destreza un grupo de alumnos de una escuela de la zona había realizado un cortometraje sobre nuestra fábrica de Dumesnil. El pasado se anudaba a fotos actuales con sutil encanto mientras una voz relataba en off lo que ahora es: “La historia de Dumesnil”.

Ahí estábamos, dos mujeres que vestíamos canas, sin saber mucho una de la otra, pero unidas por un lazo invisible cargado de infancia.

Las imágenes llenaron nuestros corazones de recuerdos de aquel viejo mundo. Aquel lugar… donde la iluminación de los caminos caprichosos que unían nuestras casas era tarea de unos postes de luz a los que llamábamos “focos”. Los focos distaban unos cuantos metros unos de otros. Eran zonas mágicas, sobre ellos revoloteaban centenares de insectos que los transformaban en universos colmados de satélites y lunas. Espacios únicos para encontrarse con amigos, sin que importara mucho la estación del año. Lejos de los mayores, que deshilachaban sus noches según las costumbres de cada hogar.

Risas, llantos, nombres, confidencias y picardías saboteadas de colores y sabores lo llenaban todo.

¡Tal vez, con aquel video que andaba por las redes, las dos podríamos cruzar el puente…! Era mi más profundo pensamiento.

Los clientes volvieron para renovar las actividades en el local y todo retornó a la normalidad de la tienda y su bullicio.

El cortometraje se perdió en el espacio virtual.

Hermética en sus silencios, cerró la última persiana y apagó las luces sin decir palabra. Mi rol de visitante me dejaba muda y estática. Dos mujeres que vestían canas, mudas… una vez más.

Largo había sido el camino recorrido hasta llegar a ella. Dentro de mí, una voz me aseguraba que el amor que nos había unido podría vencer el silencio que aturdía nuestros pasos mientras recorríamos la distancia que une la tienda con su hogar. Pero no fue así…

Nos despedimos al día siguiente con un abrazo.

Volví a mi vida llena de instantes cargados de costumbres. Ella, seguro, regresó a la suya. Desarmé la valijita de viaje y al revisar los bolsillos encontré un pequeño sobre. Lo abrí. Una frase escrita a mano cruzaba la tarjetita blanca, con la letra inconfundible de mi hermana, que rezaba:

Te quiero, pero te quiero como siempre, “te quiero hasta el foco del barrio, de la fábrica Minetti”.

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