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Introducción

Con frecuencia usamos la palabra milagro cuando alguien se recupera de una seria lesión o de una cirugía de vida o muerte. Así expresamos nuestra incapacidad para explicar el poder para sanar del cuerpo humano. Comprendemos que la recuperación no es debida sólo a la habilidad o experiencia de los cirujanos, sino que depende de la innata fortaleza que reside dentro de nuestro cuerpo físico y que supera los obstáculos para la restauración.

Sin embargo, de buena gana admitimos que una recuperación milagrosa de una lesión o de una enfermedad se diferencia de los milagros que Jesús hizo cuando sanó a los enfermos y resucitó a los muertos, y atribuimos el restablecimiento de la salud y la fortaleza a un poder misterioso que Dios creó dentro de nuestro cuerpo físico. Pero los milagros que Jesús hizo fueron diferentes porque el poder para sanar y restaurar personas residía en Él.

Esto no significa que seamos plenamente capaces de explicar los milagros de Jesús. Todo lo que podemos hacer es describirlos mientras observamos su ministerio registrado en los evangelios. Los evangelistas lo describen como el “hacedor de milagros de Dios” que sanó todas las enfermedades y resucitó gente de entre los muertos.

Los milagros que Jesús realizó fueron puestos dentro de un contexto que apuntaba a su divinidad. Después de presenciar estos asombrosos eventos, la gente preguntaba si Jesús era el Hijo de David, es decir, el Mesías. Después de limpiar a los leprosos, Jesús los envió con los sacerdotes como testimonio de que Él ciertamente había sido enviado por Dios. Él puso a los entendidos maestros de la Ley en un dilema, al hacerlos escoger el más fácil de dos actos que sólo Dios podía hacer: perdonar pecados o sanar a un paralítico. Cuando Jesús le dijo al hombre que se levantara y caminara, Él probó su divinidad.

Cuando Jesús expulsó demonios, ellos gritaban para que todos oyeran que Él era el Hijo del Dios Altísimo. Los demonios temían que Él hubiera venido a atormentarlos antes de su tiempo del juicio. Aun cuando el clero en tiempos de Jesús se rehusó a reconocerlo como el Hijo de Dios, los demonios temblaban en sumisión a Él.

Aunque el Maestro sanó a todos los que vinieron a Él, al acercarse a los enfermos y afligidos, Él fue selectivo. Por ejemplo, sólo un hombre en el Estanque de Betesda fue sanado, pero los demás que habían sido dejados en la orilla del agua, no lo fueron. En su hogar, Nazaret, Jesús no pudo hacer muchos prodigios con excepción de sanar a algunos enfermos.

La sanación ocurría inmediatamente después que Jesús decía algo o ponía sus manos sobre quienes sufrían. Él usó diferentes métodos, incluyendo embadurnar con barro los ojos de un hombre que había nacido ciego y tocar los ojos de otro. En otras ocasiones, Él sanó a la gente a la distancia, entre ellos al siervo de un Centurión romano, al hijo de un funcionario de la corte y a la hija de una mujer sirofenicia.

Al menos dos de los milagros de Jesús caracterizan la obra o la gloria de Dios. En el caso del hombre nacido ciego, Jesús se refirió a la obra de Dios desplegada en su vida. Cuando Él estaba a punto de resucitar a Lázaro de entre los muertos, Jesús dijo que los transeúntes verían la gloria de Dios. Los milagros no son incidentes aislados sino que son para revelar la gloria de Dios en su poder. Por lo tanto, Él es digno de recibir las acciones de gracias de la gente.

¿Cuál fue el propósito de Jesús con su ministerio de sanidad? La respuesta es que fue demostrar que Él era el Mesías. Juan el Bautista envió a sus discípulos con Jesús para preguntarle si Él era “el que habría de venir”. Jesús respondió que todos podían comprobarlo por estos milagros:

 Los ciegos recibían su vista.

 Los lisiados caminaban.

 Los leprosos eran limpiados.

 Los sordos podían oír.

 Los muertos eran resucitados.

 Los pobres oían la predicación del evangelio.

Sólo Jesús, el Mesías, podía realizar estos milagros. Él probó ser el Hijo de Dios enviado a liberar a su pueblo.

Los Milagros de Jesús

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