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Prácticas generadoras de conocimiento (prácticas epistémicas)

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Entre las prácticas generadoras de conocimiento, a partir de los siglos XVII y XVIII, destacan por excelencia las científicas, cuyos resultados, los conocimientos, son valiosos de acuerdo con valores epistémicos, pero también incluyen valores estéticos y, aunque esto es polémico, valores éticos. Los resultados de las prácticas científicas normalmente no se evalúan en términos de valores económicos, pero adquieren valor económico cuando se incorporan en otras prácticas, como las tecnológicas, para transformar objetos que se intercambian y adquieren valor de cambio en un mercado. Al ser usado y aplicarse en prácticas no científicas, como las tecnológicas, el conocimiento científico satisface valores extrínsecos a las prácticas donde se genera.

Las prácticas científicas, en sentido estricto, nunca han estado orientadas a la producción de resultados con un valor de mercado, y jamás han sometido sus resultados a procesos de compra-venta en mercados de conocimiento. Por el contrario, si de algo se ha preciado y sigue preciándose la ciencia moderna, es del carácter público de sus resultados. Así ha sido desde sus inicios, y así sigue siendo.

Una consecuencia de lo anterior respecto de las políticas científicas es que la promoción del desarrollo de la ciencia, así como la evaluación del desempeño de los científicos y de sus productos, se realiza con base en criterios que consideren los valores y las normas de los sistemas científicos, tal y como han llegado a nuestros días a partir de su desarrollo desde el siglo XVII, y como particularmente se han desarrollado en México durante el último siglo. El desarrollo del conocimiento científico se promoverá con base en sus propios valores epistémicos y no se confundirá con una orientación hacia la mal llamada “ciencia aplicada”. Sin ciencia, a secas, no hay posibilidad de auténtica innovación.

Sin embargo, esto no quiere significa que los científicos, como agentes de los sistemas científicos, cuyo objetivo principal es la producción de conocimiento fiable, no deban rendir otras cuentas que sólo demostrar que generan conocimiento, ni que estén exentos de responsabilidades éticas y sociales. Por el contrario, la producción misma de conocimiento involucra responsabilidades éticas y, en virtud de la incorporación cada vez más intensa del conocimiento científico en los sistemas tecnológicos y tecno-científicos, por medio de los cuales afectan a la sociedad y al ambiente, los científicos tienen responsabilidades ante la sociedad de dar opiniones bien fundadas sobre las ventajas y los riesgos de la aplicación de ciertos conocimientos, sobre las posibles soluciones de determinados problemas sociales y ambientales, así como explicar dónde existen incertidumbres y en qué terrenos carecen aún de conocimientos bien fundados acerca de posibles consecuencias. También, en virtud de que los sistemas científicos son financiados por la sociedad, sea mediante recursos públicos –como en el caso de México y en prácticamente toda América Latina– o privados, los científicos deben rendir cuentas del buen uso de esos recursos, y estar dispuestos a colaborar, como comunidad, en el desarrollo de los sistemas de innovación que permitan el aprovechamiento social de esos conocimientos. Pero esto no es lo mismo a decir que ellos llevan a cabo la innovación.1

Las prácticas tecnológicas, a diferencia de las científicas, se orientan no hacia la generación de conocimiento, sino a la transformación de objetos, que serían materiales o simbólicos, aunque muchas veces para ello generan nuevo conocimiento. No necesariamente buscan satisfacer un valor de mercado, como lo ilustra el caso del software libre en nuestros días pero, ciertamente, en las sociedades cuya economía se rige por el mercado, la tendencia dominante es que las prácticas tecnológicas generen productos con un valor de cambio que se realice en el mercado.

Las prácticas tecnológicas incluyen conocimiento tácito que las posibilita, pero además se basan en conocimientos provenientes en gran medida de prácticas distintas. Entre esos conocimientos destacan algunos de carácter científico.2

Éste es el panorama tradicional respecto de la ciencia y la tecnología como la conocemos a partir de la revolución científica del siglo XVII y de la revolución industrial del XVIII. Hasta mediados del siglo XX, aproximadamente, la relación entre la ciencia, la tecnología y lo que ahora llamamos sistemas de innovación, se basaba en los elementos que burdamente hemos revisado. Los sistemas de ciencia generaban conocimiento público, el cual muchas veces se incorporaba a sistemas tecnológicos que generaban artefactos. Por lo general, y cada vez de manera más intensa, el proceso de producción de esos artefactos (entendidos en un sentido amplio, no sólo como objetos materiales) era patentado con el fin de obtener beneficios económicos. Pero en las últimas décadas del siglo XX, irrumpieron nuevas prácticas generadoras de conocimiento, que son también transformadoras de conocimiento y productoras de resultados, materiales y simbólicos, que generan riqueza.

Como lo han sugerido numerosos autores, lo novedoso en la segunda mitad del siglo XX fue el surgimiento de prácticas generadoras y transformadoras de conocimiento que no existían antes. En éstas se genera conocimiento, se transforma y, ahí mismo, en su seno, ese conocimiento se incorpora a otros productos, materiales o simbólicos, con valor añadido por el hecho mismo de incorporar ese conocimiento. Ese valor normalmente se debe a que los resultados de esas prácticas son útiles para mantener el poder económico, ideológico o militar (por ejemplo, las técnicas de propaganda o de control de los medios de comunicación), o bien los resultados de esas prácticas poseen un valor que se realizará en el mercado.

El conocimiento y la técnica, en tanto que permiten transformar la realidad natural y social, las han aprovechado muchos grupos humanos para satisfacer sus necesidades, y también han sido puestas al servicio de quienes detentan el poder político, económico y militar desde los principios de la humanidad. Eso no es ninguna novedad. Pero lo inédito en la historia es que las nuevas prácticas, que algunos autores han llamado “tecnocientíficas” (Echeverría, 2003), poseen una estructura distinta a las prácticas científicas y tecnológicas tradicionales, incluyendo sobre todo su estructura axiológica, por lo que requieren de novedosos criterios de evaluación, con efectos importantes en las políticas de ciencia, tecnología e innovación.

Suele mencionarse el proyecto Manhattan (la construcción de la bomba atómica) como uno de los primeros grandes proyectos tecnocientíficos del siglo XX. Otros ejemplos paradigmáticos de tecnociencia actuales los encontramos en la investigación espacial, en las redes satelitales y telemáticas, en la informática en general, en la biotecnología, en la genómica y en la proteómica.

Los sistemas tecnocientíficos los conforman grupos de científicos, de tecnólogos, administradores y gestores, de empresarios e inversionistas y, muchas veces, de militares. Aunque no es una característica intrínseca de la tecnociencia, hasta ahora el control de los sistemas tecnocientíficos ha estado en pocas manos de elites políticas, de grupos dirigentes de empresas trasnacionales o de militares, asesorados por expertos tecnocientíficos. Éste es un rasgo de la estructura de poder mundial en virtud del cual, además del hecho de que el conocimiento se ha convertido en una nueva forma de riqueza que puede reproducirse a sí misma, también es una forma novedosa de poder.

Ciencia, tecnología e innovación

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