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UNA REFLEXIÓN PERSONAL
DEUDA DE GRATITUD

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Soy un argentino hijo de padres ucranianos que emigraron a mi país en los primeros años del siglo XX. Mi madre, Paulina, habitante de Odessa, durante mi niñez me relataba sus vivencias juveniles. Por algunas de ellas, la imagino socialdemócrata, pues le dolía ver, desde su ventana, a los presos políticos del zarismo, que desfilaban arrastrando pesadas cadenas. En sus anécdotas aparecían siempre los pogromos de los cosacos del Zar, borrachos, obnubilados por un odio irracional, que invadían las viviendas de los judíos, despanzurraban los colchones (¿qué podrían encontrar fuera de miseria?), destruían los libros religiosos, asesinaban a los hombres y a los niños, violaban a las mujeres. Mi madre remarcaba que cuando en aquellos años se presagiaba la proximidad de la violencia, los armenios, heroicamente, escondían en sus casas a los vecinos judíos.

Se entiende entonces por qué tengo una deuda de gratitud con el pueblo armenio, de la cual surge mi decisión de escribir sobre su historia, que se remonta a los tiempos precristianos, y en particular sobre sus sufrimientos, aun anteriores al Genocidio de 1915.

Para la comprensión de los hechos, acudí a las fuentes de estudiosos como Vahakn Dadrian y Pascual Ohanian, entre otros. Haberlos leído y haber asimilado sus conocimientos me permitió volcarlos —interpretados o repetidos— con el ánimo de que quienes lean esta síntesis de trágicos acontecimientos de la humanidad los incorporen, los difundan y, si pueden, profundicen su estudio.

El conocimiento de lo armenio, de su cultura milenaria, no se reduce a estudiar el exterminio de comienzos del siglo XX. Pero detenerse en la tragedia del pueblo armenio a manos del Imperio turco-otomano y el Estado turco lleva a la triste conclusión de que también ése ha sido un genocidio tardíamente reconocido como tal.

El genocidio silenciado

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