Читать книгу La canción del lobo - T. J. Klune - Страница 11

TORBELLINO / POMPAS DE JABÓN

Оглавление

aminaba calle abajo hacia casa. Tenía calor, así que me quité la camisa de trabajo. Me dejé la camiseta blanca que llevaba debajo y la brisa me refrescó la piel.

Notaba las llaves del taller en el bolsillo. Las saqué y las observé, jamás había tenido tantas llaves. Por algun motivo, me sentía responsable.

Las volví a meter en el bolsillo. No quería perderlas.

—¡Ey! ¡Ey, el de ahí! ¡Tú! ¡Ey, chico!

Levanté la vista.

Había un niño parado en medio del camino de tierra, mirándome. Olfateaba el aire y tenía los ojos muy abiertos. Eran azules y brillantes, tenía el pelo corto y rubio, y la piel casi tan bronceada como yo. Era joven y pequeño, y me pregunté si estaría soñando otra vez.

—Hola.

—¿Quién eres? —me preguntó.

—Soy Ox.

—¿Ox? ¡Ox! ¿Hueles eso?

—Huelo los árboles —respondí tras olisquear el aire. No era capaz de oler nada más.

—No, no, no. Es algo más grande —dijo negando con la cabeza. Avanzó hacia mí, empezó a correr a medida que abría aún más los ojos.

No era muy corpulento y juraría que no tenía más de nueve o diez años. Chocó con mis piernas, y apenas pude dar un paso hacia atrás cuando comenzó a treparme por el cuerpo, enroscando las piernas en mis pantorrillas e impulsándose hacia arriba, hasta que me rodeó el cuello con los brazos y quedamos cara a cara.

—¡Eres tú!

—¿A qué te refieres? —No entendía nada de lo que estaba pasando.

Lo rodeé con los brazos, no quería que se cayera.

—¿Por qué hueles así? —Quiso saber mientras me cogía la cara y me apretaba las mejillas—. ¿De dónde vienes? ¿Vives en el bosque? ¿Qué eres? Acabamos de llegar aquí. Por fin. ¿Dónde vives? —Apoyó la frente en la mía e inhaló profundamente—. No lo entiendo —exclamó—. ¿Qué es? —Y comenzó a arrastrarse hacia arriba y sobre mis hombros, con sus pies presionando mi pecho hasta que trepó mi espalda, con sus brazos en mi cuello y su barbilla enterrada en mi hombro—. Tenemos que ir a buscar a mamá y a papá —dijo—. Ellos sabrán lo que es. Ellos lo saben todo.

Era un torbellino de dedos, pies y palabras, y yo me había quedado atrapado en medio de la tormenta.

Enterró las manos en mi pelo, tirando de mi cabeza hacia atrás mientras me decía que vivía en la casa al final del camino, que acababan de llegar ese mismo día. Que se había mudado desde muy lejos. Estaba triste porque había dejado a sus amigos. Tenía diez años y algún día esperaba ser tan grande como yo.

¿Me gustaban los cómics? ¿Me gustaba el puré de patatas? ¿Qué era el taller de Gordo? ¿Había arreglado algún Ferrari? ¿Alguna vez me había explotado un coche?

Quería ser astronauta o arqueólogo, pero no podía ser ninguna de las dos porque estaba destinado a ser un líder algún día. Después de estas palabras se quedó en silencio.

Me apretaba los costados con las rodillas y me rodeaba el cuello con los brazos, cargándome con todo su peso.

Fuimos hacia mi casa. Hizo que me detuviera para poder observarla, pero no se bajó, sino que lo levanté aún más para que pudiera verla bien.

—¿Tienes tu propia habitación? —preguntó.

—Sí, solo estamos mi madre y yo.

—Lo siento —dijo tras un silencio.

—¿Por qué? —Nos acabábamos de conocer, no tenía que lamentarse por nada.

—Por lo que sea que te haya hecho sentir triste —contestó. Como si supiera lo que estaba pensando, como si supiera lo que sentía. Como si él estuviera aquí y fuera real.

—A veces tengo unos sueños —dije—, en los que parece que esté despierto, pero nunca lo estoy.

—Pero ahora estás despierto. Ox, Ox, Ox. ¿Lo ves?

—¿Qué tengo que ver?

—Vivimos muy cerca el uno del otro —me susurró, como si decirlo en voz alta pudiera convertirlo en una mentira.

Di media vuelta para ver la casa que se encontraba al final del camino.

Se estaba haciendo de noche y las sombras se hacían largas por momentos. Caminamos entre los árboles hasta que vislumbramos luces un poco más adelante. Luces brillantes, como un faro que marca el camino de vuelta a casa.

Había tres coches aparcados en la puerta: un todoterreno y dos camionetas. Todos tenían menos de un año y las matrículas indicaban que eran de Maine. También había dos camiones de mudanza.

Y había personas, todas de pie, observando, esperando. Como si supieran que estábamos llegando, como si nos hubieran oído desde lejos.

Dos de ellos eran jóvenes, uno tendría mi edad, el otro parecía un poco más pequeño. Eran rubios y más bajitos que yo, pero no por mucho. Tenían los ojos azules y se mostraban curiosos. Se parecían mucho al torbellino que tenía subido a la espalda.

Había una mujer mayor, con el cabello muy parecido a todos los demás, que se movía de forma majestuosa, y me pregunté si alguna vez había visto a alguien más atractivo. Me dirigía una mirada afectuosa pero cauta. Parecía tensa, como si estuviera preparada para saltar en cualquier momento.

Tenía un hombre al lado, era más moreno que el resto, más parecido a mí que a los demás. Tenía un porte feroz y amenazante y, aunque no lo había visto en la vida, solo me transmitía respeto. Tenía la mano apoyada en la espalda de la mujer.

Y a su lado estaba... Oh.

—¿Mark? —pregunté. Estaba exactamente igual.

—¡Ox! Me alegro de verte —dijo con una gran sonrisa—. Veo que has hecho un nuevo amigo. —Parecía complacido.

El chico que llevaba colgado a la espalda serpenteó hasta bajarse. Le solté las piernas y cayó al suelo, me tomó de la mano y comenzó a tirar de mí hacia esa gente tan guapa, como si tuviera derecho de estar ahí con ellos.

Empezó a girar como una tormenta, incapaz de controlar el volumen, las palabras le salían con fuerza y sin patrones de la boca.

—¡Mamá! ¡Mamá, tienes que olfatearlo! Es como... Como... ¡Ni siquiera sé a qué huele! Estaba andando por el bosque para ver los límites de nuestro territorio, para poder ser como papá, y al segundo estaba como... ¡Guau! Entonces lo vi ahí de pie, aunque él no me vio a mí, porque me estoy volviendo muy bueno a la hora de cazar. Empecé a hacer rawr y grr, pero entonces olfateé y era él, ¡y fue bum! ¡Aún no lo sé! ¡Aún no lo sé! Tienes que olfatearlo y decirme por qué es todo bastones de caramelo y pino, y épico y asombroso.

Todos le observaron como si se hubieran topado con algo inesperado. Mark se tapaba la boca con la mano para esconder que estaba sonriendo.

—¿Enserio? —dijo, por fin, la mujer. Su voz ondeó como si fuera algo frágil—. ¿Rawr y grr y bum?

—¡Y cómo huele! —gritó.

—No nos olvidamos de eso —replicó ligeramente el hombre que tenía al lado—. Bastones de caramelo y pino, y épico y asombroso.

—¿Qué os había dicho? —dijo Mark—. Ox es diferente.

No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero tampoco era nada nuevo. Me preguntaba si había hecho algo malo. Me sentía mal.

Intenté soltarme, pero el pequeño no me dejó ir.

—Ey.

—Ox. —El niño me miró con los ojos muy abiertos—. ¡Ox, tengo tantas cosas que enseñarte!

—¿Qué cosas?

—Como... No lo sé... —balbuceó—. Todo.

—Acabas de llegar. —Empecé a dudar. Me sentía fuera de lugar—. ¿No deberías...? —No tenía ni idea de lo que intentaba decir. Las palabras me abandonaron. Por eso no hablaba, era más sencillo de esta forma.

—Joe —interrumpió el hombre—. No agobies a Ox, ¿de acuerdo?

—Pero, papá...

—¡Joseph! —La advertencia sonó casi como un gruñido.

El chico («Joe», pensé, «Joseph») suspiró y me soltó la mano.

—Lo siento. —Di un paso hacia atrás—. Simplemente me lo encontré, no era mi intención.

—No pasa nada, Ox —me dijo Mark mientras daba un paso fuera del porche—. Estas cosas pueden ser un poco... abrumadoras.

—¿Qué cosas? —quise saber.

—La vida. —Se encogió de hombros.

—Dijiste que podríamos ser amigos.

—Sí, lo dije. Hemos tardado más de lo que esperábamos. —La mujer que estaba detrás inclinó la cabeza y el hombre apartó la mirada. La mano de Joe se deslizó lentamente sobre la mía. En ese momento me di cuenta de que habían perdido algo, aunque no sabía qué. O por qué lo sabía.

—Ese es Joe. —Mark cambió de tema—. Pero creo que ya lo sabes.

—Podría ser —respondí—. No he llegado a preguntarle cómo se llama, habla demasiado rápido.

Todos me miraron fijamente.

—No hablo demasiado. Tú eres el que habla demasiado, aunque con tu cara —gruñó Joe, pero no se alejó. Pateó el suelo con las deportivas. Tenía los cordones a punto de desatarse. Había una mariquita sobre un diente de león: roja, negra y amarilla. Aprovechó la brisa para alzar el vuelo.

—Joe —dije, probando como se sentía el hecho de pronunciar su nombre.

—Hola, Ox. ¡Ox! —Sonrió de oreja a oreja—. Hay algo que... —Se detuvo mientras dirigía una mirada furtiva a su padre—. De acuerdo —suspiró. No sabía de qué estaba hablando.

—Ellos son sus hermanos —dijo Mark—. Carter. —Era el chico que tenía mi edad. Me sonrió y saludó con una mano—. Y Kelly. —El menor de los dos. Era el mediano, iba entre Carter y Joe. Asintió con la cabeza, parecía que todo esto le aburría.

Quedaban dos. No me daban miedo, aunque algo en mi interior me decía que debía tenerlo. Esperé a que Mark me los presentara, pero no dijo nada.

—Eres singular, Ox —concluyó la mujer.

—Sí, señora —respondí. Mi madre me había enseñado a ser respetuoso.

—Soy Elizabeth Bennett —se rio—. Él es mi marido, Thomas. Ya conoces a su hermano, Mark. Parece que seremos vecinos.

—Encantado de conocerla —respondí. Mi madre me había enseñado buenos modales.

—¿Qué hay de mí? —Quiso saber Joe mientras me cogía otra vez de la mano.

—También me alegro de conocerte —respondí mientras le miraba.

Volvió a sonreír.

—¿Te gustaría cenar con nosotros? —preguntó Thomas mientras me observaba cuidadosamente.

Pensé «sí» y «no» al mismo tiempo. El corazón se me cerró en un puño.

—Mi madre llegará pronto a casa. Esta noche vamos a cenar juntos porque es mi cumpleaños. —Hice una mueca de dolor. No quería decir eso.

—¿Qué? ¡¿Por qué no lo habías dicho antes?! ¡Mamá! ¡Hoy es su cumpleaños! —exclamó Joe, quedándose sin aliento.

—Estoy aquí, Joe. Ya lo he oído. —Parecía divertida—. Feliz cumpleaños, Ox. ¿Cuántos cumples?

—Dieciséis.

Todos me miraban fijamente. Podía notar como el sudor se me deslizaba por la nuca. El aire cada vez era más caliente.

—Genial, yo también —mencionó Carter.

—Yo le he visto primero. —Joe miraba ferozmente a Carter mientras le mostraba los dientes. Se me puso delante, como si quisiera protegerme de su hermano.

—¡Ya basta! —lo reprendió su padre, tenía la voz profunda.

—Pero... Pero...

—Ey —le dije a Joe, que me devolvió una mirada llena de frustración—. Está bien. Escucha a tu padre.

Joe suspiró y asintió con la cabeza mientras volvía a apretarme la mano. Se le deshicieron los cordones cuando le dio una patada al diente de león.

—Yo tengo diez —murmuró finalmente—. Y sé que eres mayor, pero te he visto primero, así que debes ser mi amigo y no el suyo. Lo siento, papá. —Y después agregó—: Me gustaría darte un regalo.

Así que respondí:

—Ya lo has hecho.

Juro que jamás había visto una sonrisa más grande que la de Joe en ese momento.

Me despedí de todos y sentí como me observaban durante todo el camino de vuelta a casa.


—¿Se acaban de mudar? —preguntó mi madre al llegar a casa.

—Sí, los Bennett.

—¿Los has conocido? —se sorprendió. Sabía que, si podía evitarlo, no hablaba con la gente.

—Sí.

—¿Y bien? —Esperó.

—¿Y bien? —Busqué mi libro de Historia. Quedaba solo una semana para los exámenes finales y aún me quedaba mucho por estudiar.

—¿Son agradables? —preguntó poniendo los ojos en blanco.

—Eso creo. Tienen... —Pensé en lo que tenían.

—¿Qué tienen?

—Hijos. Uno tiene mi edad y los otros dos son más pequeños.

—¿Por qué sonríes?

—Uno es todo un terremoto —dije sin querer.

—Creí que al crecer dirías cosas con más sentido. Feliz cumpleaños, Ox. —Me besó en la frente.

Esa noche cenamos pastel de carne, mi plato favorito, que mi madre hizo especialmente para la ocasión. Nos reímos juntos, algo que hacía mucho que no hacíamos.

Me dio un regalo envuelto con los cómics que salían en el diario del domingo. Era un manual que enseñaba a reparar el modelo Buick de 1940, viejo y gastado. Tenía la portada naranja, olía a humedad y era maravilloso. Mi madre dijo que lo había visto en una tienda de segunda mano y que pensó en mí.

También me dio unos pantalones de trabajo nuevos, porque los otros ya empezaban a estar hechos trizas, y una tarjeta con un lobo aullándole a la luna. En el interior se podía leer:

¿Cómo llamas a un lobo perdido en inglés?

¡WHERE-WOLF!

Debajo había escritas siete palabras:

ESTE AÑO SERÁ MEJOR.

TE QUIERO, MAMÁ.

Dibujó corazones alrededor de la palabra quiero, pequeñas cosas que podrían desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Lavamos los platos mientras su vieja radio emitía música desde la ventana abierta que había encima del fregadero. Ella cantaba tranquilamente mientras me salpicaba con el agua, y no pude evitar preguntarme por qué olía a bastones de caramelo y pino, y épico y asombroso.

Tenía una pompa de jabón sobre la nariz.

Señaló que yo tenía otra sobre la oreja.

La cogí de la mano y le hice dar vueltas al compás de la música.

—Algún día vas a hacer muy feliz a alguien, y me muero de ganas de verlo. —Los ojos le brillaban mientras lo decía.

Cuando me fui a la cama, pude ver que la casa que se encontraba al final del camino tenía las luces encendidas. Pensé en ellos, en los Bennett.

«Alguien», había dicho mi madre. «Hacer muy feliz a alguien». No dijo ella, sino alguien.

Cerré los ojos y me dormí. Soñé con tornados.

La canción del lobo

Подняться наверх