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UNA COSA DE LOBOS / ESTAMOS SOLOS

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ntrenaban. Los lobos, la manada. Se adentraban y zigzagueaban entre los árboles de forma veloz y sigilosa.

Me rastreaban a través del bosque mientras intentaba que me perdiesen la pista.

Thomas decía «atacad» y el resto de la manada sacaba las garras, y él empezaba a hacer amagos en todas direcciones.

Una vez le pregunté por qué entrenábamos de esa manera.

—Tenemos que estar preparados.

—¿Para qué? —Me puso una mano en el hombro.

—Para proteger lo que nos pertenece.

—¿De qué?

—De lo que sea que pueda quitarnos nuestra manada o nuestro territorio. —Los ojos le brillaron de color rojo.

Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.


A partir de ese día, entrené aún más duro.


—Feliz Navidad, Ox. —Joe sonrió de oreja a oreja cuando le abracé, apoyando la barbilla sobre su coronilla.


—Estás diferente —dijo Gordo mientras le daba una calada a un cigarrillo.

—¿Eh?

—Te mueves diferente —aclaró.

—Quizá sea porque estoy creciendo.

—Es más como... confianza. Andas más erguido.

—Es cosa de lobos.

—No eres un lobo.

—Pero estoy cerca de serlo.

—¿Lo ha hecho, verdad? —Entrecerró los ojos.

—¿Quién?

—Thomas. Se ha ofrecido a morderte.

Rico se rio en la otra punta del taller, a lo que Tanner y Chris le empezaron a gritar.

—Sí.

—Ox... —me alertó.

—Es decisión mía. No lo hará hasta que cumpla los dieciocho, pero aun así la decisión la tomo yo.

—Solo... ¡Mierda! —Estaba molesto—. Piensa en las consecuencias. Te perseguirán todo lo que te queda de vida. Hay cosas ahí fuera, monstruos y gente que solo te quiere arrancar la cabeza.

—¿Porque seré un lobo? ¿O porque ya soy parte de la manada? —pregunté.

—Mierda.

—¿O quizá porque estoy enlazado a un brujo?

—Te lo dije...

—Ya no soy un niño, Gordo.

—Pero eres lo único que me queda. —Se le quebró la voz.

—Bien. Entonces sabes que nunca voy a dejarte. No voy a dejar nada de esto.

Cerró los ojos y respiró hondo.

—Tú le rechazaste. —Tuve el presentimiento—. Se ofreció a morderte y le dijiste que no.

Abrió los ojos lentamente.

—La decisión más fácil que he tenido que tomar en mi vida.

Ambos sabíamos que era mentira.


No le dije que había decidido seguir siendo humano.

De momento.


—Jessie ha venido al restaurante —me comentó mi madre.

Seguí concentrado en los deberes, estaba con un problema matemático que no me salía de ninguna manera.

—Ha dicho que hace días que no te ve.

—Entre el trabajo y el instituto he estado muy ocupado —murmuré.

Luna llena con los lobos.

—Prioridades, Ox. Está bien tenerlas, pero no te olvides de las cosas buenas.

Correr junto a ellos era lo mejor que me había pasado nunca.


Sentí un oscuro latido en el sol que me unía a Joe.

Levanté la cabeza de repente en medio de clase. Antes de ser consciente de que me estaba moviendo, ya me encontraba en el pasillo, y pensé «JoeASalvoEncuentraAJoe».

Otros dos latidos, pequeños destellos de luz.

Eran Carter y Kelly, mi manada.

El sol ardía con furia. Estaba conteniéndose, pero sentía que se rompería en cualquier momento. Lo sabía, aunque no sabía cómo.

El baño de hombres. Pasillo. Empujé la puerta.

Joe estaba contra la pared, con la mochila abierta a los pies y todo el interior esparcido por el suelo.

Tres chicos lo rodeaban, uno lo sostenía contra la pared, presionándole el cuello con el antebrazo. Aunque veía borroso, los reconocí vagamente: estudiantes de segundo año. Idiotas.

Joe no estaba asustado, al menos no del todo. Juraría que podía escuchar como de rápido, pero constante, le latía el corazón. No se defendía porque sabía que eso supondría cambiar de forma.

Entonces me vio. Abrió los ojos como platos. Entonces el sol estalló.

Primero arremetí contra el que lo tenía acorralado contra la pared. Lo cogí por el cuello y lo aparté de un tirón.

—Qué... —empezó a decir, pero no pudo acabar de hablar porque le había tirado al suelo. Le presioné el pecho con la rodilla y le rodeé el cuello con las manos. Parecía que los ojos iban a salirse de sus órbitas cuando gruñí y enseñé los dientes.

Los otros dos me cogieron por los hombros y los brazos, intentando apartarme, pero recordé mi entrenamiento y lo que me había dicho Thomas: «cálmate y mantén el control».

Dejé que me atraparan. Aproveché el momento y le di una patada al chico que quedaba a la izquierda y un codazo al de la derecha. Uno se dobló sobre sí mismo mientras luchaba por respirar, el otro gritó, un destello carmesí le brotó entre los dedos. Di un paso hacia atrás, empujando a Joe, que presionó la cabeza contra mi espalda.

Carter y Kelly entraron en el baño, lanzando fuego por los ojos, y examinaron el lugar. Me sentí bien al ver la satisfacción en sus ojos. No se trataba de sorpresa, sino de satisfacción, como si supieran que era capaz de encargarme de la situación.

—Muy bien. ¿Cómo os llamáis? —escupió Carter.

—Púdrete —respondió el chico con la nariz llena de sangre.

—Respuesta incorrecta —replicó Kelly mientras avanzaba hacia él.

—¡Nombres! —insistió Carter.

—Henry —dijo Nariz Sangrante.

—Tyler —respondió el chico que se abrazaba el estómago.

—Púdrete en el infierno —agregó el que aún estaba tendido en el suelo.

Carter lo cogió de la garganta y lo sostuvo en el aire. Cuando sus pies abandonaron el suelo, empezó a dar patadas.

—Tu nombre. —Estaba muy cerca, pero aún mantenía el control.

—Dex —respondió entrecortadamente.

—¿Los tienes? —le preguntó Carter a Kelly.

—Henry, Tyler y Dex —asintió con la cabeza mientras se quedaba con su olor.

—Si alguna vez os volvéis a acercar a mi hermano, os mataré —dijo Carter—. Y si yo no puedo, Kelly lo hará. Y si él tampoco puede, que Dios os salve cuando Ox os ponga las manos encima. —Tiró a Dex al suelo, quien gritó cuando aterrizó. Carter y Kelly dieron un paso en su dirección, los otros dos chicos se encogieron del miedo. Después vinieron junto a mí, bloqueándoles la vista de Joe. Kelly me puso una mano sobre el brazo y Carter presionó su hombro contra el mío.

Henry fue el primero en salir corriendo, Tyler le siguió y Dex nos miró con desdén, pero era la actitud de un cobarde que vacilaba y se rompía. También huyó por patas.

Quemaba como el sol.


El director nos miró. A mí, a mi madre y a todos los Bennett.

—Os voy a expulsar cinco días.

Carter, Kelly y yo nos quedamos en silencio, como nos habían dicho que hiciéramos.

—¿Cinco días? ¿Y qué pasará con los otros tres chicos, los que empezaron todo esto? —preguntó mi madre.

—Nos estamos encargando de ellos —respondió el director, que tenía una pequeña capa de sudor en la frente.

—¿De verdad? —soltó Elizabeth—. Eso espero, ya que han acorralado a mi hijo de doce años contra la pared.

—¡Ox le rompió la nariz a uno! —exclamó el director—. Tiene suerte de que no hayan presentado cargos.

—Sí, es bastante afortunado. Aunque, si los hubiesen presentado, habríamos contestado —concluyó Elizabeth.

El director se secó el sudor que le cubría la frente y tragó saliva con dificultad.

—¿Mark? —intervino Thomas suavemente.

—¿Sí?

—¿Cuánto dinero podríamos dar al distrito escolar de Green Creek este año?

—Veinticinco mil dólares.

—Ah. Gracias, Mark.

—De nada.

—No se precipite, señor Bennett —dijo el director—. Estoy seguro de que podríamos...

—Ya he acabado de hablar con usted —declaró Thomas—. Su presencia me molesta. Venga, es hora de irnos.


Thomas y Elizabeth me alejaron de los demás.

Thomas tenía los ojos rojos.

—Protegiste a los tuyos. Estoy muy orgulloso de ti.

Era mi Alfa, así que se me erizó la piel cuando lo dijo. Incliné la cabeza hacia atrás, dejando el cuello al descubierto. Se estiró y lo tocó con delicadeza.

Elizabeth me abrazó con fuerza.


De un día para otro, decidieron que ya no estábamos expulsados.


—Podría haberme encargado yo solo —se quejó Joe mientras avanzábamos por el camino de tierra.

—Lo sé.

—Podría haber acabado con ellos.

—Lo sé.

—No soy un niño pequeño.

—Lo sé.

—Di algo más —me reprendió.

—Me alegra haber podido protegerte —lo dije con honestidad—. Y siempre lo haré.

Se quedó mirándome. Después se ruborizó, un tono rojo que le empezó en la garganta y le subió hasta la cara. Entonces miró a un lado y pateó el suelo. Esperé a que se recompusiera.

Al final me cogió la mano y seguimos caminando.


Otra discusión.

—Son mi familia —solté bruscamente.

—Lo entiendo. —La cara de Jessie se había vuelto roja y le brillaban los ojos. Hablaba con dureza—. Aunque no entiendo esta extraña fascinación que tienen contigo.

—No es extraña.

—Ox. Sí que lo es. ¿Forman parte de algún tipo de culto o algo?

—¡Ya basta, Jessie! No puedes hablar así de ellos. Nunca han dicho nada malo de ti, así que no los trates así.

—A excepción de Joe —murmuró.

—¿Qué?

—He dicho que a excepción de Joe. —Me miró desde la cama—. A él no le gusto.

—No es verdad —me reí.

—Ox, sabes que tengo razón. ¿Por qué no quieres verlo? ¿Por qué estás tan ciego cuando se trata de él?

—No lo metas en esto. —Empecé a elevar el tono de voz.

—Solo te pido formar parte de tu vida, Ox. —Parecía frustrada—. Me apartas y me ocultas cosas. Sé que hay algo. ¿Por qué no puedes confiar en mí?

—Confío en ti —le dije, aunque sonó como una mentira.

Jessie sonrió, pero los ojos no la reflejaron.


Mi madre me envió un mensaje justo después del Día de Acción de Gracias donde me pedía que después del trabajo fuera directo a casa.

La casa parecía diferente cuando llegué. Fue como un golpe en el pecho: había furia y tristeza, pero también alivio. Mucho alivio. Tenía que tratarse de alguna cosa de manada, ya que nunca había sentido las emociones en casa. No era un lobo, pero tampoco era un simple humano. Era algo más.

Casi podía ver los colores.

La furia era de color violeta, pesado y empalagoso. La tristeza era de un azul parpadeante que vibraba con violeta en los bordes. El alivio era verde, y me pregunté si era lo que sentía Elizabeth en su fase verde. Alivio.

Mi madre estaba sentada en la mesa. No lloraba, pero tenía los ojos rojos de haberlo hecho. Y supe que ya no era normal y corriente cuando, de alguna forma, supe lo que iba a decirme antes de que abriera la boca.

Sin embargo, dejé que hablara. Se lo debía.

—Ox. Necesito que me escuches, ¿de acuerdo?

—Sí, claro —respondí y le cogí la mano. En comparación con ella, yo la tenía enorme. Quería a esta pequeña y diminuta mujer.

—Nos tenemos el uno al otro.

—Lo sé.

—Somos fuertes.

—Lo somos —sonreí.

—Tu padre ha muerto. Se emborrachó, cogió el coche y se estrelló contra un árbol.

—De acuerdo —dije a pesar del nudo que se me había formado en la garganta.

—Estoy aquí, siempre estaré aquí —me prometió.

Ambos decidimos ignorar esa mentira porque nadie podía prometer algo así.

—¿Dónde se fue? —Quise saber.

—Nevada.

—No llegó muy lejos, ¿verdad?

—No. No creo que lo hiciera.

—¿Estás bien? —le pregunté mientras le acariciaba la mejilla con el pulgar.

Asintió con la cabeza y luego se encogió de hombros. Durante unos segundos, perdió la compostura, pero apartó la mirada.

Esperé hasta que se viera con fuerzas de continuar.

—Le quise muchos años —dijo finalmente.

—Yo también. —Aún lo hacía. Quizá ella ya no le quería, pero yo aún lo hacía.

—Durante un tiempo fue bueno. Un buen hombre.

—Sí.

—Te quería.

—Sí.

—Ahora solo quedamos nosotros dos.

—No —repliqué.

—¿Qué quieres decir? —Me miró y pude ver como una lágrima se deslizaba mejilla abajo.

—Hay más. —Estaba temblando.

—Ox, ¿qué pasa? —Parecía preocupada.

—No estamos solos. Tenemos a los Bennett, a Gordo. Ellos son...

—¿Ox?

Respiré hondo y dejé ir el aire poco a poco. No podía dejar que pensase que estábamos solos, ya no. No cuando no necesitábamos estarlo.

—Quiero enseñarte algo. Debes confiar en mí, no permitiré que nada te haga daño, siempre te protegeré, te mantendré a salvo.

—Ox... —Estaba llorando.

—¿Confías en mí?

—Sí. Sí. Sí. Por supuesto —soltó en fragmentos separados por pequeños suspiros.

—Nunca lo hemos necesitado. Hemos sobrevivido.

—¿De verdad? ¿Lo hicimos?

Le cogí la mano, la levanté y, abrazándola por los hombros, la guie hacia la puerta principal. Fuera hacía frío, así que la abracé con más fuerza para transmitirle calor.

—No tengas miedo, nunca debes tenerlo.

Levantó la vista para mirarme: una mirada llena de preguntas.

Así que eché la cabeza hacia atrás, mirando el cielo nocturno.

Y canté.

No era tan bueno como los lobos. Nunca lo sería, porque a pesar de convertirme en uno, siempre estaría más cerca de la forma humana. Thomas me había enseñado muchas cosas en lo profundo del bosque. Ese aullido era fuerte, aunque se me quebraba la voz. Puse todo lo que sentía en él. Mi rabia violeta, mi tristeza azul, mi alivio verde. Me sentía aliviado porque él se había ido, se había ido, se había ido, y ya no debía preguntarme qué habría sido de él. No habría más «y si...». No habría más «¿por qué?». No habría más sufrimiento, porque no estábamos solos. Mi padre me había dicho que la gente haría que mi vida fuera una mierda, pero quien se podía ir a la mierda era él. Le quería demasiado.

Puse todos esos sentimientos en la canción. E, incluso antes de que el eco muriera entre los árboles, alguien me contestó con un aullido desde la casa del final del camino.

Joe.

Y luego otro: Carter. Y Kelly, y Mark, y Elizabeth. Thomas fue el que aulló más alto de todos. La llamada del Alfa.

Escucharon mi canción y me respondieron.

—Oh, Dios mío —susurró mi madre, y se apretó más contra mí.

Hubo un estallido en la distancia. El latir de patas y garras en las hojas cubiertas de escarcha. El violeta era la ira.

El azul, la tristeza.

El verde, el alivio.

Y entre los árboles se acercaban destellos de naranja y rojo. Los colores de la familiaridad, la familia y el hogar.

Pude oír como decían «estamos aquí, HermanoHijoAmigoAmor. Estamos aquí y somos manada, somos tuyos y nada será capaz de cambiarlo».

Mi madre dio un respingo y me sujetó con fuerza. Estaba temblando.

—Jamás te harían daño.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó sin aliento.

—Porque somos una manada. —Me separé y la aparté con suavidad para que no volviera a agarrarse—. Está bien.

En ningún momento aparté la vista de mi madre. Caminé hacia atrás por los escalones del porche, todo lo lento que pude para no resbalar con el hielo. Mi aliento se propagó por el aire en pequeñas nubes blancas. Hacía frío, pero en el momento en que pisé el suelo congelado, me vi rodeado de calor. Los lobos me rozaban, gimiendo con entusiasmo mientras me mordían los dedos, las manos y los brazos. Joe se alzó sobre las patas traseras, poniendo las delanteras sobre mis hombros. Me lamió el rostro, y yo me reí.

Thomas se sentó, esperando. Al final, soltó un pequeño gruñido, a lo que los demás dejaron de moverse a mi alrededor y se apartaron. Cuando se levantó, escuché como mi madre se quedaba sin aliento.

Las pisadas de Thomas eran lentas y deliberadas. Vino hacia mí e inclinó la cabeza para reposarla sobre mi hombro, envolviéndome el cuello con el suyo y recorriéndome la piel y el pelo con la nariz. Soltó un ruido desde lo profundo del pecho: calma y placer. Era la primera vez que sabía qué significaba. Estaba orgulloso de mí.

Solo me faltaban siete meses para cumplir los dieciocho, aunque supuse que aún no era un hombre, porque tuve que controlarme para que no se me llenaran los ojos de lágrimas.

—Mi padre ha muerto —le susurré. Joe lloriqueó, pero no se nos acercó—. Ella piensa que estamos solos.

El ruido sordo que le nacía en el pecho era más sonoro, y escuché «Calla. No, nunca solo aquí, estamos aquí, no llores, HijoManada. No llores, nunca solo», a través de los lazos que nos unían a todos.

Le puse las manos sobre el pelaje y me agarré con fuerza. Me permitió esos momentos de dolor porque sabía que lo necesitaba. Al final pasaron, como todo en la vida. Me lamió las lágrimas que se deslizaban mejilla abajo y me reí por lo bajo. Apoyó la frente contra la mía.

—Bien. Ya estoy bien, gracias.

Thomas se dio media vuelta para mirar a mi madre. Ella soltó un pequeño sonido ahogado mientras daba un paso hacia atrás, temblando.

—No pasa nada.

—Esto es un sueño —replicó.

—No.

—¡Ox! ¿Qué es esto?

Thomas se puso frente a ella, inclinando la cabeza. Le acarició la frente con la nariz y ella solo exclamó:

—Oh.

La canción del lobo

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