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KILÓMETROS Y KILÓMETROS / EL SOL ENTRE NOSOTROS

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uieres convertirte en un lobo? —preguntó Thomas el domingo siguiente.

Andábamos por el bosque antes de la cena. Joe había intentado seguirnos, pero su padre le ordenó, con los ojos rojos, que regresara a casa, y me pregunté cómo no lo había notado antes. ¿Cómo podía haber ignorado algo tan obvio? Joe se escabulló hacia casa mientras me echaba un último vistazo.

Esperó hasta estar lo suficientemente lejos de la casa para que los demás no pudieran escucharnos antes de hacerme la pregunta. Había aprendido mucho sobre los lobos en los últimos días: tenían el sentido del olfato y del oído agudizado, podían curarse más rápido, cambiar de forma, ya fuera a medias o completamente. Alfas, Betas y Omegas. Los Omegas eran seres oscuros, salvajes y sin lazos, algo a lo que temer.

Aprendí más de lo que creía posible.

Y otra vez andábamos a través del bosque, solo él y yo. Tocaba los árboles de vez en cuando, como siempre hacía. Respiraba fuerte, y le pregunté por qué.

—Este es mi territorio, me pertenece —respondió—. Hace años que pertenece a mi familia.

—Tu manada.

—Sí, Ox, mi manada. Nuestra manada.

¿Y eso me conmovió? Sí, lo hizo.

—Estos árboles, este bosque, están llenos de magia antigua. Está en mi sangre, y se sacude y se retuerce en mi interior.

—Pero te fuiste —repliqué.

—A veces tenemos responsabilidades más grandes que el hogar. A veces tenemos que hacer lo que es necesario antes de poder hacer lo que deseamos, pero cada día que estuve lejos, sentí este lugar. Cantaba para mí, me dolía y me quemaba. Mark volvía de vez en cuando para asegurarse de que aún se mantuviera en pie porque yo no podía.

—¿Por qué?

—Porque soy el Alfa. No sé si hubiera sido capaz de dejarlo otra vez —me sonrió.

—¿Cuán extenso es? Tu territorio.

—Kilómetros y kilómetros. Y los recorro todos, con el suelo bajo de los pies y el aire en los pulmones. Es algo único, Ox.

Toqué el árbol que me quedaba más cerca e intenté sentir todo lo que describía. Rocé la corteza con los dedos y cerré los ojos. Me reí de mí mismo por lo bajo, estaba siendo ridículo, no me parecía en nada a ellos.

—¿Quieres convertirte en un lobo? —insistió.

Abrí los ojos porque era una pregunta importante. Estaban esas pequeñas ataduras, como si fueran un tipo de cuerda, que nos ataban en secreto. No sabía cómo describirlo, porque todo era demasiado nuevo, pero estaba cerca de hacerlo.

Aunque sí identificaba la de Joe. Las cosas eran más sencillas con él.

—¿Quieres que me convierta en uno? —pregunté.

—Tientes tantas capas —murmuró con una sonrisa cegadora mientras caminábamos entre los árboles.

No sería como ellos, al menos no del todo. Eso era todo lo que me habían explicado. Ningún humano convertido lo era. Había una gran diferencia entre nacer así o que te mordieran. En primer lugar, los instintos. Ellos habían nacido con ellos, yo estaría dando tumbos como un niño.

—Habría diferencias —pensé en voz alta.

—Las habría.

—Pero sería un Beta.

—Sí, uno de los míos. Y con el tiempo, uno de Joe.

—¿Por qué ni Carter ni Kelly serán los próximos Alfa?

—No nacieron para serlo —contestó—. Joe sí, por eso será uno.

—Tendré algo que vosotros no tenéis. —No quería ofenderlo, pero no pude controlar las palabras—. Si me convierto...

—¿Eh? ¿Y eso qué sería?

Toqué el árbol otra vez.

—Recordaré lo que es ser humano.

No se enfadó. Me pasó un brazo sobre los hombros y apoyó la mejilla en mi pelo, frotándose una y otra vez. Solían hacerlo, y ahora entendía por qué. Yo era parte de la manada y necesitaban que oliera como tal, era extraño y tranquilizador a la vez.

Se apartó.

—Lo harás. —Sonaba tranquilo—. Y serás un buen lobo.

—Mi madre... —dije a modo de excusa, intentando detener el tiempo mientras todo lo demás se tambaleaba a mí alrededor.

—Tú eliges.

—¿Ella es parte de la manada?

—De otro modo.

—Tendría que saberlo.

—Confío en ti, Ox —me tranquilizó, y yo cerré los ojos.

No pasé por alto el significado de esas palabras, sobre todo porque conocía su historia familiar.

—¿Me perdería a mí mismo? ¿La parte que me hace ser quien soy?

—No. No dejaría que eso ocurriera. Seguirías siendo tú, solo que...

—¿Mejor? —pregunté con amargura.

—Diferente —concluyó—. Ox, no necesitas ser mejor. En nada. Eres perfecto tal como eres, los humanos son... especiales. Admiramos a los miembros humanos de la manada, los protegemos y los queremos.

Una abeja me pasó por entre las piernas y la seguí con la mirada hasta que desapareció.

—¿Entonces por qué me lo preguntas?

—Porque siempre hay elección. Nos definimos por nuestras decisiones. Cuando tengas dieciocho años, si quieres que te muerda, lo haré.

Lo miré y encontré que me observaba de cerca.

—Podría correr contigo —continué, avergonzado—, bajo la luna llena.

—Eso lo harás de todas formas —rio—. Tal vez no seas tan veloz, pero no te dejaremos atrás.

—¿Por qué no me lo dijisteis antes?

—Para protegerte. —Su sonrisa se desvaneció.

—¿De qué?

—Hay cosas más grandes que tú o yo ahí afuera, Ox. Tanto buenas como malas. El mundo es más grande de lo que puedes llegar a imaginar. Aquí estamos a salvo, por ahora, pero no siempre será así. Este lugar tiene mucho poder, y estos sitios siempre llaman la atención.

—¿Qué ha cambiado?

—Joe.

—¿Me lo hubierais dicho si él...? —Miré hacia un lado.

—Sí, algún día.

—Ya debe ser hora de cenar —dije—. Es la tradición.

Y volvió a sonreír.


Me preguntaba si Thomas habría notado que no respondí a su pregunta de convertirme en lobo. Estaba seguro de que, de todas maneras, sabía la respuesta, porque lo sabía todo.


—Te mantendré con los pies en la tierra —le dije a Gordo poco tiempo después. Estábamos solos en el taller, preparándonos para cerrar. Ya casi era hora de volver al instituto, y esos momentos de tranquilidad que teníamos se volverían más escasos y aislados.

Tardó un rato en responder, pero no me importó.

Cerré la puerta principal y lo seguí hasta la parte trasera, donde fumaba mientras yo fingía que lo hacía y hablábamos de temas banales durante diez minutos, cosa que siempre hacíamos antes de volver a casa.

Estaba sentado en una silla de plástico, jugueteando con un encendedor, y un cigarrillo detrás de la oreja. Observaba una bandada de aves que volaba por el cielo.

—Mi padre...

Esperé.

—Mi padre. —Se aclaró la garganta y lo intentó otra vez—. No era... un buen hombre.

Quería decirle que ya teníamos una cosa más en común, pero las palabras se me murieron en la lengua.

—No conoces este mundo, Ox, aún no. Si lo hicieras, sabrías el nombre de mi padre. Tenía mucho poder, era fuerte y valiente, y la gente veneraba el suelo que pisaba. Hostia puta, yo también lo hacía, pero él nunca fue bueno.

«Más tonto que una piedra».

Porque la gente haría que mi vida fuera una mierda.

—Manadas como la de los Bennett, manadas antiguas con mucha historia detrás, siempre tenían a un brujo entre sus filas. Se encargaba de mantener la paz, la jerarquía y ayudar al Alfa. Mi padre...

»Él era el brujo de Abel Bennett, el padre de Thomas. En ese entonces, la manada de los Bennett era más numerosa y más fuerte, la gente los veneraba y los temía.

—¿Qué pasó? —pregunté en voz baja.

—Perdió su lazo —respondió Gordo con una risa amarga.

—¿Tu madre?

—No, otra mujer. Ella... Eso no importa. Murió, era una mujer lobo. Después, mi padre mató a muchas personas.

Me sentí aturdido.

—Tuve que ocupar su lugar. Solo tenía doce años —continuó.

—Gordo...

—No estaba listo para esa clase de responsabilidad y cometí errores. Mi padre desapareció. Vete a saber si aún sigue con vida, pero yo tenía una casa, un lugar.

—¿Gordo?

—¿Qué?

—Soy tu lazo.

—Sí.

—¿Quién lo era antes?

—Ya no importa. —Apartó la mirada. Pero sí importaba.

—¿Cuánto?

—Dios mío...

—¿Cuánto tiempo estuviste sin un lazo?

No creí que fuera a responder, pero lo hizo.

—Años.

—Maldito imbécil —dije con la voz ronca—. ¿Por qué no me lo pediste?

—No pensé que...

—¡Claro que no pensaste! Podrías haber acabado muy mal.

—Lo tenía bajo control. —Encendió el cigarrillo, inhaló profundamente y soltó el humo.

—Os podéis ir los dos a la mieda, tú y tu control.

—Solo porque estés metido en esto no quiere decir que lo sepas todo, Ox —soltó con brusquedad—. No lo olvides, llevo toda la vida en este mundo. Tú sigues siendo un niño.

—Un niño que forma parte de la manada de los Bennett y está unido tanto a ti como a Joe. —Me puse tan derecho como pude.

Me observó con una expresión que no había visto nunca.

—Maldición, Ox —murmuró.

—No. Nunca más. ¿Me oyes? No volverás a ocultarme nada. Jamás.

—Ox...

—Gordo.

—Dios mío, muchacho. A veces das mucho miedo. ¿Lo sabías? Tienes algo de Alfa en el interior.

No dije nada, solo lo fulminé con la mirada.

—De acuerdo —resopló.

—¿Quién era?

—Mark, ¿de acuerdo? —El humo se elevó mientras lo decía—. Fue Mark. Le quería. Le quería y él se marchó, y yo me quedé aquí. Estuve perdido en la oscuridad hasta que te encontré, tú me trajiste de vuelta, Ox. Así que no puedo perderte. No puedo.


Los otros no lo sabían. Tanner, Rico y Chris.

Gordo dijo que era mejor así.

Estaba convencido de que había llegado a creerse sus propias mentiras.


Las clases volvieron a empezar.

Mi último año de instituto.

Oí el claxon y abrí la puerta. Joe tenía una sonrisa brillante y cegadora en la cara mientras saludaba con la mano desde el asiento trasero.

—Hola, Ox. Ahora soy como vosotros. Hora de ir al instituto, ¿no?


Cuando estábamos en el bosque, después de preguntarme si quería ser un lobo, Thomas me explicó algo:

—Los lazos son importantes, Ox, sobre todo cuando se trata de personas. Si el lazo es un sentimiento, debe ser uno universal, y esos se reducen a la furia y el odio, que se retuercen y cambian hasta que el lazo se oscurece y se destruye. Cuando el lazo es una manada, se extiende entre todos los miembros, así que todos comparten el peso de esa carga.

—¿Y si se trata de una sola persona? —pregunté.

Empezó a soplar una suave brisa y cerré los ojos.

—Si es una sola persona —respondió en voz baja—, pasa a tratarla como algo valioso, pero se puede convertir en un lazo posesivo porque pasa a ser su prioridad número uno.

—¿Cuál es tu lazo? —pregunté, pero me arrepentí al momento porque, a fin de cuentas, era una pregunta personal y no tenía ningún derecho a hacerla.

—La manada. Siempre ha sido mi manada. No cada miembro por separado, sino la idea detrás de lo que una significa manada.

—Familia.

Asintió.

—Sí, y mucho más que eso. Es más difícil si se trata de una sola persona.

—¿Pasa algo si soy el lazo de dos personas diferentes?

—Ya lo veremos, ¿no crees? —Frunció el ceño.


«Hay un tercer hermano Bennett», susurraban por los pasillos.

«Es igual que los otros dos».

«¿Por qué siguen relacionándose con Ox?».


Necesitábamos una mesa más grande para comer.

O quizá solo un banco más ancho.

Los Bennett me rodeaban. Tenía a Kelly a la izquierda y a Joe a la derecha, Carter estaba a su lado. Estábamos apretujados en un lado de la mesa. Joe hablaba de todo lo que se le viniera a la mente.

Jessie parecía divertirse, sentada frente a nosotros. Sentía que esa sonrisa ocultaba algo, pero no sabía decir el qué.

Estoy seguro de que, desde fuera, parecía muy extraño. Los cuatro y ella. No me importaba.

Joe no paraba de hablarnos. A mí, a Carter, a Kelly. Pero nunca a Jessie.

Me dio un cacho de su manzana.

Yo le di algunas patatas fritas.

—Me alegro de estar aquí contigo —susurró.

—Yo también.


—¿Le querías? —le pregunté a Mark una tarde de otoño.

—¿A quién?

—A Gordo.

—No... —No dijo nada más. Entonces se marchó.

No le seguí.


Hice que Gordo quitara las guardas que había puesto alrededor de casa, así que los Bennett pudieron venir a cenar un domingo.

—No es seguro. —Se negó al principio.

—Formo parte de una manada de hombres lobo sobreprotectores que viven en la casa de al lado. Estoy bastante seguro de que no podría estar más a salvo.

—Jesús —murmuró—. ¿Recuerdas a aquel chico de pocas palabras? Eso sí que eran buenos tiempos.

Eso me dolió, más de lo que era capaz de admitir. Mi expresión debió ser un mapa, porque suspiró y me llamó.

—Ox.

—Dime. —Me miré los zapatos.

Sabía que la cagaba mucho al hablar, pero me estaba esforzando en mejorar. Estaba intentándolo.

Me cogió por la nuca y algo latió entre los dos. No era tan fuerte como lo que tenía con Joe o la manada, pero estaba ahí: era cálido, compasivo y me hacía sentir en casa.

—Lo siento —dijo en voz baja.

—Lo sé. Está bien. —Traté de restarle importancia.

—No, no está bien. Nadie debería hacerte sentir mal, ni siquiera yo. Es inaceptable. —Podía sentir como apretaba los dedos alrededor de mi nuca.

—Lo sé.

—Seré mejor, ¿de acuerdo? No soy el mejor, soy consciente de ello. Pero no te fallaré, te lo prometo.

—Lo sé.

Me apretó el cuello y retiró la mano.

—No quitaré las guardas, al menos no por completo. Sin embargo, las modificaré para Joe, Carter y Kelly.

—Y el resto de la manada —repliqué.

—Sí, Ox. Para el resto también. —Y apartó la vista.


Por primera vez celebraríamos la cena de los domingos en mi casa.

Mi madre estaba muy nerviosa, revoloteaba por la cocina como un pajarito.

—Son muy elegantes, Ox. Todo lo contrario a nosotros —respondió cuando le pregunté por qué actuaba de esa manera.

—Eso les da igual.

—Lo sé.

—Estás guapa. —Y era verdad: siempre estaba guapa. Incluso cuando estaba cansada o triste.

—Calla —dijo mientras se reía. Me dio con un paño de cocina y me ordenó que hiciera la ensalada mientras ella revisaba la lasaña.

Joe fue el primero en entrar. Empezó a mirar en todas direcciones, asimilándolo todo tan rápido como era posible, le subía y bajaba el pecho mientras inhalaba. Parecía que los ojos se le iban a salir de las cuencas.

—Joe —dijo Thomas detrás de él–—, tranquilízate. Respira hondo.

Fue una orden, la cual me erizó la piel. Ahora me resultaba más fácil oírlo porque sabía lo que era: el Alfa. No era un lobo, pero aun así quería ofrecerle el cuello.

—Es demasiado —susurró a modo de respuesta mientras intentaba controlar la respiración—. Muchas cosas a la vez.

No entendí a qué se refería, aunque se suponía que debía hacerlo.

Elizabeth entró, y Carter, Kelly y Mark la siguieron. Mi madre les dio conversación, aunque su tono de voz delataba lo nerviosa que estaba. O no se dio cuenta o prefirió no preguntar cuando los Bennett empezaron a tocar todo lo que encontraban a simple vista, arrastrando las manos por el sofá, la mesa del comedor, las sillas, las encimeras. Carter y Kelly se dejaron caer en las sillas de la mesa.

Sabía lo que estaban haciendo. Querían que mi casa oliera a ellos, a la manada.

Los olores eran importantes. No querían que solo oliera a mi madre y a mí, sino que necesitaban mezclarse. Los abracé a todos. Carter y Kelly me acariciaron el cuello con la nariz.

Joe me cogió la mano.

—Tu habitación, quiero verla.

Me arrastró escaleras arriba antes de que tuviera tiempo de responder. Ni siquiera tuve que decirle dónde ir, estiró la mano que le quedaba libre y rozó las paredes con los dedos, moviendo la cabeza de un lado a otro. Soltó un gruñido y me apretó aún más la mano. No pregunté qué le pasaba. No sabía si quería saberlo.

Cuando llegamos a mi habitación, empezó a moverse por todos lados. No se quedaba de pie en el mismo sitio más de un segundo, y tocaba todo aquello a lo que podía ponerle las manos encima.

—Es tan fuerte, tan fuerte, fuerte, fuerte —murmuraba para sí mismo—. Puedo taparlo, puedo hacer que se vaya. Mío, mío, mío.

No me opuse. Dejé que hiciera lo que necesitaba hacer. De repente, se detuvo frente al escritorio y respiró hondo.

—¿Joe? —pregunté atravesando el umbral de la puerta.

—¿Lo guardaste?

—¿El qué?

No respondió. Me paré detrás de él. Estaba creciendo, ya me llegaba a la mitad del pecho. Sentí una punzada de algo agridulce, aunque no supe por qué.

Pero después vi lo que estaba observando.

El pequeño lobo de piedra.

—Sí, ¿por qué no iba a hacerlo?

—Ox —dijo con voz ahogada.

Miré hacia abajo. Tenía las manos apoyadas en el escritorio, le habían salido las garras, que arañaban la madera. Los ojos le brillaron de color naranja.

—Ey. —Le puse una mano en el hombro. Entonces volví a sentirlo, esa calidez, como había ocurrido con Gordo. Pero si con Gordo fue como un fuego cálido, el latido, el lazo con Joe, ardía tan fuerte como el sol.

Suspiró y retrajo las garras.

—Me gusta tu habitación —dijo en voz baja—. Es justo como había imaginado que sería. Desordenada y limpia.

—¿Bastones de caramelo y pino?

—Y épico y asombroso. —Sonrió.

Tocó el lobo de piedra. Con el simple roce de la punta de los dedos sobre la piedra, ese sol que había entre nosotros ardió con mucha, mucha intensidad.

La canción del lobo

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