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LOBO DE PIEDRA / DINAH SHORE

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e ves bien, papi —fue lo primero que dijo Rico cuando entré al taller al día siguiente—. ¿Por qué vas por ahí dando saltitos?

Era domingo, el día del Señor, como me habían enseñado, pero pensé que no le importaría que fuera a trabajar y no a misa. En el taller de Gordo me habían enseñado todo lo que sabía sobre la fe.

—Debe haber conocido a alguna chica bonita —bromeó Tanner desde donde estaba, inclinado sobre un ridículo coche deportivo que se encendía solo con la voz—. Ahora es un hombre de verdad. ¿Entraste a los dieciséis por la puerta grande?

Ya estaba acostumbrado a sus groserías, no lo hacían con mala intención. Aunque eso no impidió que me pusiera rojo como un tomate.

—No. No ha pasado nada de eso —respondí.

—Oh —replicó mientras se deslizaba hacia mí, moviendo las caderas de manera obscena—. Fíjate en cómo se ha ruborizado. —Me pasó la mano por el pelo, situando el pulgar sobre mi oreja—. ¿Es bonita, papi?

—No hay ninguna chica.

—¿No? Entonces..., ¿un chico? No te preocupes, no vamos a juzgarte.

—¿Y Chris? —pregunté después de empujarlo, Rico empezó a reír sin parar.

—Se ha ido a ver a su madre —respondió Tanner—. Otra vez el estómago.

—¿Está bien?

—Quizá. Aún no lo sabemos. —Rico se encogió de hombros.

—¡Ox! ¡Mueve el culo hasta aquí! —gritó Gordo desde la oficina.

—Oye. Ten cuidado, papi, alguien se ha levantado con el pie izquierdo —dijo Rico con una pequeña sonrisa.

No hacía falta que lo jurara, la voz de Gordo había sonado tensa y áspera. Me preocupé, no por mí, sino por él.

—Solo está molesto porque Ox necesita una semana libre para hacer los exámenes. Sabes cómo se pone cuando él no anda por aquí —murmuró Tanner. Me sentí fatal.

—Quizá podría...

—Cierra la boca —dijo Rico presionando un dedo contra mis labios. Sabía a aceite de motor—. Necesitas centrarte en los estudios y Gordo puede soportarlo, tu educación es más importante que sus rabietas. ¿De acuerdo?

Asentí y apartó la mano.

—Estaremos bien. Aprueba todos los exámenes y tendremos todo el verano, ¿de acuerdo? —agregó Tanner.

—¡Ox!

Rico murmuró algo en español, creo que le llamó «maldito dictador imbécil». Había descubierto que era adepto a insultar en otros idiomas.

Caminé hacia el final del taller, donde encontré a Gordo sentado en la oficina. Tenía el ceño fruncido mientras tecleaba con un dedo. Tanner lo llamaba «busco, luego picoteo», aunque a Gordo no le hacía ninguna gracia.

—Cierra la puerta —ordenó sin mirarme. Obedecí y me senté en el asiento vacío que había al otro lado del escritorio. No dijo nada, así que supuse que sería mejor que lo hiciera yo. A veces se comportaba de este modo.

—¿Estás bien?

—Estoy bien. —Frunció el ceño mientras miraba la pantalla del ordenador.

—Pues pareces muy inquieto para estar bien.

—No eres gracioso, Ox.

Me encogí de hombros. Tenía razón.

—Lo lamento —murmuró después de suspirar y pasarse las manos por la cara.

—Bien.

—La semana que viene no quiero que vengas—dijo cuando por fin me miró.

—De acuerdo. —Intenté disimular lo mucho que me dolían esas palabras, aunque no lo logré.

—Oh, Dios mío, Ox, no me refiero a eso. La semana que viene tienes los exámenes finales. —Parecía afligido.

—Lo sé.

—Y sabes que tu madre me hizo jurar que el trabajo no afectaría a tus notas, o no podrías trabajar aquí.

—Lo sé. —Se notaba que estaba molesto.

—No quiero... Solo... —gruñó y se volvió a reclinar en la silla—. No se me dan nada bien estas cosas.

—¿Qué cosas?

—Todo esto. —Nos señaló a los dos.

—Lo haces bien —murmuré.

Esto. Hacer de hermano o de padre. No le habíamos puesto nombre, no teníamos que hacerlo, ambos sabíamos lo que era. Pero hablarlo nos habría puesto nerviosos, porque éramos hombres.

—¿Sí? —Entrecerró los ojos.

—Sí.

—¿Cómo van tus notas?

—Bien, aunque he suspendido una.

—¿Historia?

—Sí, maldito Stonewall Jackson.

—Que tu madre no te oiga decir esas cosas. —Se rio un buen rato. Gordo siempre se reía a lo grande, por raro que fuera.

—Jamás de los jamases.

—¿Este verano vas a trabajar a jornada completa?

—Sí, claro que sí, Gordo. —Sonreí con ganas. Ya tenía ganas de empezar.

—Te voy a hacer trabajar como una mula, Ox. —Relajó el ceño.

—¿Puedo..., puedo pasarme por aquí la semana que viene? —pregunté—. No voy a... Yo solo... —Las palabras. Las palabras eran mis enemigas. No sabía cómo explicarle que aquí me sentía a salvo, que para mí era un hogar y que nadie me juzgaba. No era un maldito retrasado, no era una pérdida de tiempo. Quería decir tantas cosas, demasiadas, y descubrí que no era capaz de decir nada en absoluto.

Pero se trataba de Gordo, así que no tenía que decir nada.

—Nada de trabajar en el taller, puedes venir aquí a estudiar. —Estaba más relajado—. Pero nada de perder el tiempo. Hablo enserio, Ox. Chris o Tanner podrán ayudarte con el maldito Stonewall Jackson, saben mucho más de esa mierda que yo. No le preguntes a Rico porque no conseguirías nada.

—Gracias, Gordo. —Me tranquilicé.

—Largo de aquí. Tienes trabajo que hacer. —Puso los ojos en blanco.

Me despedí con el típico saludo militar porque sabía que lo odiaba.

Y dado que estaba de buen humor, fingí que no lo había escuchado cuando me dijo que estaba orgulloso de mí.

Horas más tarde me di cuenta de que me había olvidado de hablarle de la llegada de los Bennett.


Fui a casa a pie. La luz del sol se filtraba a través de los árboles, proyectando pequeñas sombras en forma de hojas sobre mi piel. Me preguntaba cuántos años tendría ese bosque. Parecía antiguo.

Joe me espeaba en el camino de tierra, justo donde nos habíamos encontrado el día anterior. Tenía los ojos muy abiertos. Se movía con nerviosismo, con las manos ocultas detrás de la espalda.

—¡Sabía que eras tú! —exclamó con una voz aguda y triun­fante—. Estoy mejorando en esto de... —Se detuvo y tosió—. Eh, con... hacer cosas. Como... saber que estás... cerca.

—Eso es genial. Mejorar en algo siempre es bueno.

—Nunca paro de mejorar. Un día seré el líder. —Tenía una sonrisa resplandeciente.

—¿De qué?

—Oh, mierda. —Volvió a abrir mucho los ojos.

—¿Qué pasa?

—Oh, ¡regalos!

—¿Regalos? —Fruncí el ceño.

—Bueno, solo uno.

—¿Para quién?

—¿Para ti? —Entrecerró los ojos—. Para ti. —Se puso como un tomate. Tenía manchas rojas hasta el nacimiento del pelo—. Es por tu cumpleaños —murmuró mientras bajaba la mirada hacia el suelo.

Tanto los chicos del taller como mi madre me habían dado regalos, pero nadie más lo había hecho. Eso eran cosas que solo hacían los amigos o la familia.

—Oh, guau —dije asombrado.

—Sí, guau.

—¿Es eso lo que escondes a la espalda? —Se sonrojó aún más, incapaz de mirarme a los ojos. Asintió con la cabeza.

Pude oír a los pájaros en las copas de los árboles, coreaban con fuerza e insistencia.

Le di el tiempo que necesitaba, que no fue mucho. Pude ver el momento en el que se decidió, armándose de valor mientras erguía los hombros, levantando la cabeza con determinación. No sabía de qué sería líder algún día, pero sí que sería uno bueno. Solo esperaba que también recordara ser amable.

Extendió una mano. Tenía una caja negra envuelta con un lazo rojo.

—No tengo nada para ti —dije en voz baja. Por alguna razón, me había puesto nervioso.

—No es mi cumpleaños. —Se encogió de hombros.

—¿Cuándo es?

—En agosto. ¿Qué estás...? Cielos, ¡toma la caja!

Eso hice. Era más pesada de lo que había imaginado. Me puse la camisa de trabajo encima del hombro mientras él se quedaba de pie muy cerca. Respiró hondo y cerró los ojos.

Deshice el lazo y me acordé del vestido que mi madre había llevado al picnic de celebración de mis nueve. El vestido tenía pequeños lazos en los bordes, y ella se había reído mientras me pasaba un sándwich y un poco de ensalada de patata. Cuando nos tumbamos boca arriba e intentamos adivinar qué formas tenían las nubes, me dijo que los días como ese eran sus favoritos, y yo admití que pensaba igual que ella. Jamás volvió a ponerse ese vestido. Un día le pregunté por qué y me respondió que lo había roto accidentalmente.

—No fue su intención —confesó. Me envolvió una rabia enorme e incontrolable, pero con el tiempo se disolvió.

Y ahora este lazo... Lo sostuve entre las manos, estaba caliente.

—A veces las personas están tristes —dijo Joe mientras apoyaba la frente contra mi brazo. Se le escapó un pequeño gemido—. Y no sé qué hacer para consolarlos. Es lo único que siempre he querido hacer: consolarlos.

Abrí la caja. Había envuelto el regalo con un trozo de tela negra. Daba la sensación de que ocultaba un gran secreto debajo y quería desvelarlo con todas mis fuerzas.

Desdoblé la tela para dejar a la vista un lobo tallado en piedra.

Para ser tan pequeña, pesaba un montón y tenía unos detalles increíbles. La cola tupida enroscada alrededor del lobo, que estaba sentado sobre las patas traseras; las orejas triangulares, las cuales parecía que estar agitando; las patas con uñas afiladas y almohadillas negras; la cabeza inclinada, dejando el cuello expuesto; los ojos cerrados y el hocico apuntando hacia arriba mientras aullaba una canción que me resonaba en la mente. Habían usado una piedra muy oscura y, por un momento, me pregunté de qué color sería el animal en la vida real, si tendría manchas blancas en las patas o si tendría las orejas negras.

Los pájaros habían dejado de cantar y me pregunté si era posible que el mundo se quedara sin aliento. Me pregunté cuánto pesarían las expectativas. Me pregunté muchas cosas.

Cogí el lobo, me encajaba perfectamente en la palma.

—Joe. —La voz me salió ronca.

—¿Sí?

—Tú... ¿Esto es para mí?

—¿Sí? —respondió como si fuera una pregunta—. Sí —repitió con más seguridad.

Iba a decirle que era demasiado, que no podría aceptarlo, que nunca podría darle algo igual de bonito porque lo único equivalente que tenía no me pertenecía, así que no podía regalarlo. Me refiero a mi madre, Gordo, Rico, Tanner y Chris. Eran la única cosa valiosa que tenía.

Pero parecía que él ya esperaba esa reacción: Joe esperaba que rechazara el regalo, que se lo devolviera, que le dijera que no podía aceptarlo. Le temblaban las manos y las rodillas, estaba pálido y se mordisqueaba el labio.

—Creo que es lo más bonito que me han regalado nunca. Gracias —dije, porque no sabía qué más decir.

—¿Enserio? —graznó.

—Te lo juro.

Y luego se rio. Echó la cabeza hacia atrás y se rio. Y los pájaros regresaron y se rieron con él.


Ese día visité la casa al final del camino por primera vez. Joe me tomó de la mano y no dejó de hablar mientras caminábamos. Ni quisiera se detuvo cuando llegamos a mi casa, pasamos de largo sin titubear.

Los camiones de mudanza ya no estaban en la parte delantera de la enorme casa. La puerta principal estaba abierta y pude oír como salía música del interior. Me detuve mientras Joe intentaba guiarme hacia el porche.

—¿Qué haces? —Ya casi reconocía su forma de hablar.

No estaba muy seguro. Me parecía grosero presentarme en una casa en la que no me habían invitado. Me habían enseñado modales, aunque mis pies querían seguir avanzando. A menudo me encontraba en guerra conmigo mismo por las cosas más simples, lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que era aceptable y lo que no, cuál era mi lugar y si encajaba o no.

Me sentí pequeño. Ellos eran ricos, solo hacía falta fijarse en los coches, la casa y todo lo que se podía ver a través de las ventanas: sofás de cuero oscuro y muebles de madera que no tenían manchas o rayas. Todo era bonito y limpio, y era agradable de ver. Yo era Oxnard Matheson, tenía las uñas negras a causa de la suciedad, la ropa manchada y las botas rotas. No tenía mucho sentido común y, si mi padre decía la verdad, me faltaban muchas cosas. Nunca me dejaba guiar por la razón y era pobre. No llegábamos al punto de tener que depender del Estado, pero no nos faltaba mucho. No podía evitar pensar en que lo hacían por caridad.

Y no conocía a los Bennett. Mark era mi amigo, y quizá Joe también, pero no los conocía en lo absoluto.

—No pasa nada, Ox —dijo Joe.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no le hubiera dado mi lobo a cualquiera —respondió. Se sonrojó otra vez y apartó la mirada.

Sentí que esas palabras escondían muchas cosas.


Elizabeth cantaba una vieja canción de Dinah Shore que giraba en un tocadiscos antiguo. Estaba rayado, así que la canción saltaba y se adelantaba, pero ella sabía los lugares exactos en que lo hacía y volvía a cantar al ritmo de la canción cuando empezaba otra vez.

I don’t mind being lonely —cantó con una voz preciosa—. When my heart tells me you are lonely too.

Dios mío, cómo dolía.

Se movía de un lado al otro de la cocina, llevaba un vestido veraniego que daba vueltas a su alrededor, flotando de manera liviana. La cocina era bonita, de granito y madera oscura. La habían limpiado hacía poco tiempo y todo estaba reluciente, como si fuera nuevo. Pude oír como todos los demás estaban en el jardín trasero. Se reían, sonido que me relajó.

Dinah Shore dejó de estar sola y Elizabeth levantó la vista, así que nos vio a los dos.

—¿Te gusta la canción? —me preguntó

—Duele, pero de una forma bonita —asentí.

—Habla de quedarse atrás cuando otros se van a la guerra —explicó.

—¿Quedarse o que te dejen atrás? —quise saber mientras pensaba en mi padre. Joe y Elizabeth ladearon la cabeza y me miraron casi de la misma manera.

—Oh, Ox —dijo ella y Joe me cogió la mano—. Es muy diferente.

—A veces.

—Los domingos siempre cenamos juntos. Ya es tradición.

—No quiero ser inoportuno —en casa no teníamos tantas tradiciones.

—Veo que te ha dado tu regalo —me observó como si no hubiera escuchado lo que acababa de decir.

—¡Le ha encantado! —Joe sonrió de oreja a oreja.

—Te dije que le encantaría. —Me miró—. Estaba tan preocupado...

—No es cierto. —Se sonrojó Joe. Dinah Shore comenzó a cantar de fondo mientras Elizabeth cortaba pepino.

—Sí, lo estabas. —Carter entró por la puerta trasera—. ¿Qué pasa si lo odia? ¿Y si no es tan genial como creo? ¿Y si piensa que soy un perdedor? —le imitó con una voz aguda y agitada.

—¡Cierra la boca, Carter! —Joe le frunció el ceño a su hermano y me pareció que hasta le gruñó.

—Chicos —les advirtió Elizabeth, y Carter puso los ojos en blanco antes de preguntar:

—Ey, Ox. ¿Tienes una Xbox?

—¡Ja! Rima. Ox y Xbox —se rio Joe. Me soltó la mano y empezó a sacar los cubiertos de plata de un cajón que se encontraba cerca de los fogones.

—Eh. ¿No? —Me froté la parte posterior de la cabeza—. Creo que tengo una Sega.

—Tío, qué retro eres.

—No tengo mucho tiempo para jugar. —Me encogí de hombros.

—Buscaremos tiempo para jugar —dijo mientras sacaba unos vasos de plástico del armario—. De todas formas, tengo que hacerte un par de preguntas sobre el instituto. El año que viene tanto Kelly como yo iremos a tu clase.

—Yo también quiero ir —refunfuñó Joe.

—Ya conoces la regla: estudiarás en casa hasta que cumplas doce años —intervino Elizabeth—. Solo te queda un año, cariño. —Eso no lo tranquilizó. Nunca había estudiado desde casa, así que no sabía si era bueno o malo.

—Ox, ¿por qué no invitas a tu madre? —Elizabeth iba de un lado a otro entre las encimeras.

—Está trabajando —respondí sin saber exactamente qué debía decirle. Acababan de mudarse, pero actuaban como si hubieran vivido siempre aquí. Me sentía como un pulpo en un garaje, aunque no sabía por qué.

—La próxima vez será —dijo como si fuera a haber otra ocasión.

—¿Porque es la tradición?

—Exacto. Eres rápido. —Me sonrió y vi que tenía la misma expresión que Joe.

En ese momento fui consciente de mi aspecto.

—No voy vestido para la ocasión. —Me pasé los dedos por el pelo y recordé lo sucio que lo llevaba.

—No somos formales, Ox. —Le quitó hierro al asunto con un movimiento de mano.

—Estoy sucio.

—Yo más bien diría desaliñado. ¿Por qué no llevas esto atrás? Thomas y Mark se alegrarán de verte. —Me dio un cuenco con fruta y lo sostuve junto a la caja que contenía el lobo de piedra—. Tú te quedas aquí conmigo. Necesito tu ayuda —le dijo a Joe, que intentaba seguirme.

—¡Pero, mamá!

—¡Ox, date prisa!

Salí por la puerta trasera. Había una mesa larga sobre el césped, cubierta con un mantel de color rojo. Kelly estaba colocando las sillas alrededor.

—¿Todo bien? —me preguntó en cuanto dejé el cuenco sobre la mesa.

—Aquí las cosas pasan... rápido.

—No sabes ni la mitad —se rio—. Papá quiere hablar contigo —continuó como si estuviera demostrando lo que acababa de decir.

—Oh, ¿sobre qué? —Intenté recordar si había hecho algo malo. No podía recordar nada de lo que había dicho el día anterior. No había sido mucho, y quizá ese era el problema.

—No pasa nada, Ox. No es tan terrible como parece.

—Mentiroso.

—Bueno, sí. Pero cuanto antes lo sepas, mejor. Así las cosas serán más fáciles. —De repente se empezó a reír como si hubiera oído algo gracioso—. Sí, sí, sí —dijo agitando una mano hacia mí.

Mark y Thomas estaban asando algo, y yo quería unirme a ellos para hablar de cosas sin importancia, como si este fuera mi lugar. Junté coraje. Mark dio media vuelta y empezó a andar hacia mí.

—Hablamos luego —dijo apretándome el hombro al pasar a mi lado, y me dejó solo con Thomas.

Thomas era, como mínimo, siete centímetros más alto y pesaba como dieciocho kilos más, repartidos entre brazos, pecho y piernas. Yo era más grande que la mayoría, aunque solo tenía dieciséis años, pero Thomas me superaba.

—Joe hizo el lazo él solo. No dejó que nadie le ayudase —comentó después de ver que llevaba la caja en la mano.

—Casi le digo que no podía quedármelo. —Estaba siendo honesto.

—¿Y eso por qué? —levantó una ceja.

—Parece valioso.

—Lo es.

—Entonces..., ¿por qué?

—Por qué, ¿qué?

—¿Por qué regalármelo?

—¿Por qué no? —Irritación.

—No tengo nada de valor.

—Sé que vives con tu madre.

—Sí. —Y luego comprendí a lo que se refería—. Oh.

—Todos tenemos derecho a tener cosas que sean solo nuestras. —Hizo señas a Kelly para que se acercase a la barbacoa—. Ox, acompáñame.

Lo seguí mientras me guiaba lejos de la casa, entre los árboles. Lo había conocido el día anterior y, aun así, no dudé ni un segundo a la hora de seguirle. Me dije a mí mismo que solo era que estaba desesperado por que alguien me prestara atención.

—Solíamos vivir aquí, antes que tú. Carter tenía dos años cuando nos marchamos, aunque no pensábamos que sería tanto tiempo. Es lo gracioso y lo aterrador de la vida, se interpone en tu camino. Entonces llega un día en el que abres los ojos y ves que ha pasado una década, incluso más. —Estiró las manos y las pasó por encima de unas marcas que había en el tronco de un árbol. Encajaban perfectamente. Me pregunté qué podría haber causado esos rasguños. Parecían marcas de garras.

—¿Por qué os fuisteis? —pregunté, aunque no estaba en posición de hacerlo.

—El deber nos llamó. Responsabilidades que no podíamos ignorar, no importaba lo mucho que lo intentásemos. Hace generaciones que mi familia vive en estos bosques.

—Seguro que es agradable volver a estar en casa.

—Lo es. Mark venía a ver cómo iban las cosas de vez en cuando, pero no era lo mismo que tocar los árboles yo mismo. Le interesas mucho, ¿sabes? —dijo.

—¿A Mark?

—Claro. A él también. Crees que lo ocultas, Ox, pero te delatas tu solo. Tu expresión, tu respiración, el latido de tu corazón...

—Intento no hacerlo.

—Lo sé, pero no puedo descifrar el porqué. ¿Por qué te escondes?

Porque era más sencillo. Porque, desde que tenía memoria, lo había hecho. Porque era más seguro que dejar que la gente me conociera de verdad. Era mejor ocultarse que revelar la verdad.

Podría habérselo dicho porque era capaz y estaba seguro de que podría haber encontrado las palabras. Habría tartamudeado, así que habrían sonado ahogadas e ininteligibles, pero podría haberlas forzado a salir.

En cambio, me quedé callado. Thomas me sonrió con cariño.

—Aquí las cosas son diferentes —dijo mientras respiraba hondo con los ojos cerrados y el sol acariciándole la cara.

—Mark dijo lo mismo cuando nos conocimos. Algo sobre el olor del hogar.

—¿Sí? ¿En el restaurante?

—¿Te lo contó?

—Así es. —Thomas sonrió. Tenía una sonrisa agradable, pero enseñaba demasiado los dientes—. Dijo que eras muy buena persona. Y lo que le has hecho a Joe...

Me alarmé y di un paso hacia atrás.

—¿Qué le he hecho? ¿Está bien? Lo siento, yo no...

—Ox. —Tenía la voz profunda, más profunda que antes, y cuando posó las manos sobre mis hombros, se sintió como una orden, así que me relajé incluso antes de saber qué estaba pasando. La tensión desapareció al segundo y eché la cabeza hacia atrás, dejando el cuello al descubierto. Hasta Thomas se sorprendió—. ¿Cuál es tu apellido?

—Matheson. —Su voz profunda y su mano sobre mis hombros hizo que la corriente de pánico que había empezado a formarse no saliera a la superficie. Abrió la boca para hablar, pero la cerró automáticamente.

—Ayer, cuando Joe te encontró, ¿quién habló primero? —preguntó al cabo de unos segundos, de forma deliberada y cuidadosa.

—Él. Me preguntó si olía algo. —Quería sacar el lobo de piedra de la caja y mirarlo otra vez.

Thomas dio un paso hacia atrás, dejando caer las manos. Sacudió la cabeza. Sonreía con asombro.

—Mark dijo que eras diferente. En el buen sentido.

—No soy nadie —repliqué.

—Ox, Joe se ha pasado los últimos quince meses sin hablar.

—¿Por qué? —Los árboles, los pájaros y el sol se alejaron y empecé a sentir frío.

—Por la vida y todos sus horrores, el mundo puede ser un lugar espantoso. —Sonrió con tristeza.


El mundo puede ser espantoso y caótico, pero también maravilloso. Las personas pueden ser crueles.

Oía como me insultaban a mis espaldas.

Y más aún cuando me lo decían a la cara. Lo oí en el sonido que hizo la puerta el día que mi padre se fue.

Lo oí cuando a mi madre se le quebró la voz.

Thomas no me dijo por qué Joe había dejado de hablar. Tampoco se lo pregunté, no era asunto mío. Las personas podían ser muy crueles.

Podían ser hermosas, pero también crueles.

Era como si nada pudiera ser simplemente bueno. También tenía que ser duro y estar podrido. Era una complejidad que no entendía.

No vi crueldad cuando me senté por primera vez en su mesa. Mark se sentó a mi izquierda, y Joe a la derecha. La comida ya estaba servida, pero nadie levantó ni un tenedor ni una cuchara, así que yo tampoco lo hice. Todos miraban a Thomas, quien presidía la mesa. La brisa era cálida, y nos dedicó una sonrisa antes de dar el primer mordisco.

Los demás lo imitaron.

Dejé la caja con el lobo de piedra sobre mi regazo.

Y Joe... Joe solo dijo cosas como: «Me gusta cuando las cosas vuelan por los aires en las películas. Ya sabes, cuando explotan y esas cosas» y «¿Qué creéis que pasa cuando te tiras pedos en la luna?» y «Una vez, me comí catorce tacos porque Carter me desafió a hacerlo y no me pude mover durante dos días».

Y dijo:

«Maine era Maine. Echo de menos a mis amigos, pero ahora te tengo a ti».

«¡Eso ni siquiera es gracioso! ¡No me estoy riendo!»

«¿Me pasas la mostaza antes de que Kelly la use toda? Es un cretino».

Y dijo:

«Una vez, fuimos a la montaña y bajamos en trineo».

«Se me dan muy mal los videojuegos, pero Carter me ha dicho que con el tiempo mejoraré».

«Me juego lo que quieras a que puedo correr más rápido que tú».

Y dijo:

«¿Puedo contarte un secreto?»

«A veces tengo pesadillas y no puedo recordarlas».

«A veces puedo recordarlas todas».

La mesa se quedó en silencio, pero Joe solo tenía ojos para mí.

—Yo también tengo pesadillas, pero después recuerdo que estoy despierto y que los sueños malos no pueden atraparme cuando lo estoy. Entonces me siento mejor.

—Bien, bien —dijo Joe.


Aprobé todos los exámenes finales. Que te den, Stonewall Jackson.

La canción del lobo

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