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O NUNCA / OCHO SEMANAS

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a madre de Chris falleció, y eso fue terrible. Lloró en medio del taller, y le puse la cabeza en el hombro. Rico le tocó el cuello. Tanner apoyó la cabeza sobre su espalda y Gordo le pasó los dedos entre el pelo, alborotándoselo.

Se ausentó durante un tiempo y volvió con Jessie, su hermana pequeña, que ya había cumplido diecisiete años e iba a vivir con él en Green Creek.

Se parecía a su hermano: tenía el pelo castaño y unos ojos verdes muy bonitos, piel clara con pequeñas pecas sobre la nariz y las mejillas, y una en la oreja, cosa que me fascinaba. Cuando la llevó al taller, sonrió un poco cuando nos presentó.

—Este es Ox —dijo y, en ese momento, choqué contra una pared.

Los chicos se me quedaron mirando.

—¿Acaba de...? —preguntó Gordo.

—Esto es estupendo —se rio Tanner.

—Hola. —mi voz sonó extrañamente profunda—. Soy Ox, Oxnard. Llámame Ox. —intenté apoyarme sobre una Chevy Tahoe del 2007, pero resbalé y me despellejé el codo. Volví a incorporarme—. U Oxnard. Llámame como tú quieras.

—Ay, Dios mío. Esto es tan vergonzoso..., deberíamos ayudarle o marcharnos —dijo Rico.

Pero nadie me ayudó, ni tampoco se marcharon.

—Hola, Ox. Encantada de conocerte. —La sonrisa traviesa de Jessie dejaba entrever los dientes.

Se me secó la boca porque tenía unos labios y unos ojos muy bonitos, y pensé «Bueno, eso está muy bien».

—Tú... Ah... ¿El placer es mío?

—Quizá Ox pueda enseñarte el instituto la semana que viene, cuando empieces las clases —dijo Chris.

Se me cayó una llave de tubo sobre el pie.


Jessie empezó las clases un martes de primavera. Me sentía incómodo e inseguro, incluso cuando ella se reía por alguna broma que yo había dicho casi sin darme cuenta. Tenía una risa baja y gutural, y me parecía uno de los sonidos más bonitos que había escuchado.

Aparentemente a Carter y Kelly les gustaba bastante, pero ninguno de los dos se separó de mí durante las clases, y me apretujaron más de lo normal durante la comida. Seguro que la gente pensaba que era muy extraño: tres chicos enormes amontonados en un banco con una chica enfrente con uno todo para ella.

Jessie levantó las cejas con una expresión interrogante, pero Carter y Kelly se negaron a moverse mientras le aclaraba que eran así.

—¿Protectores? —Se aventuró a decir mientras los observaba.

—Podría decirse. Chicos, por favor...

Me fulminaron con la mirada antes de volver a posarla en Jessie. Ella solo se rio.

Después de clase nos fuimos andando al taller y me ruboricé cuando nuestros brazos se rozaron. Le sujeté la puerta para que pudiera pasar y me llamó caballero. Tropecé con mis propios pies y casi caemos los dos al suelo. Rico, en voz muy alta, dijo que debía ser amor.


El sol ya se estaba poniendo cuando emprendí el camino de regreso a casa con la cabeza llena de chicas bonitas y melenas castañas.

Joe me esperaba con una sonrisa, que fue desdibujándose a medida que me acercaba.

—¿Qué es eso? —Quiso saber en cuanto llegué a su lado.

—¿El qué?

—Ese olor.

Olfateé a mi alrededor. Todo olía como de costumbre: bosque, hojas, hierba y flores abriéndose, todo intenso y embriagador. Le dije eso.

—No importa. —Negó con la cabeza.

Volvió a sonreír y me cogió de la mano mientras caminábamos hacia su casa. Me contó todo lo que había aprendido y me dijo que no podía esperar a que llegase el momento de ir al instituto conmigo, Carter y Kelly. Después me preguntó si un árbol que había cerca se veía como una chica bailando, ¿había visto la roca que tenía una franja de cristal que la atravesaba de arriba a abajo? ¿Había visto el anuncio de la nueva película de superhéroes que deberíamos haber ido a ver ese verano? ¿Quería quedarme a cenar o a leer cómics esa noche?

—Sí, Joe —respondí.

Sí a todo.


Un jueves por fin fui capaz de reunir el coraje necesario.

—¡Pensará que estoy loco y yo no me acordaré ni de respirar! —les gemí con irritación a Carter y Kelly.

—No tienes que hacer nada que no quieras —dijo Kelly.

—Pero sí quiero.

—¿Estás seguro? —Carter sonaba incrédulo—. No actúas como si lo estuvieras, ¿por qué no te lo piensas unos días más?

—O unas semanas —repuso Kelly.

—O unos años —continuó Carter.

—O no lo hagas nunca —agregó Kelly.

—¡Ahí viene! —exclamé. Quizá chillé un poco.

—Hola, chicos. —Jessie nos sonrió a todos mientras se sentaba en la mesa del comedor.

—Jessie —dijo Carter muerto de aburrimiento.

—Me alegro de verte —dijo Kelly, aunque no lo parecía.

Ambos se me tiraron encima, apenas podía respirar.

—Hola, estás... perfecta.

Kelly soltó una carcajada.

—Gracias —respondió Jessie.

—Entonces... —dije. Todos me miraron—. Hay... cosas. Cosas que pasarán. Cosas que pasarán este fin de semana.

—¿Sí? —preguntó Carter como un cretino—. ¿Qué tipo de cosas pasarán este fin de semana, Ox?

—Cosas —dije mientras le pateaba por debajo de la mesa, aunque ni siquiera se inmutó.

—¿Cosas? —Quiso saber Jessie—. ¡Qué bien!

—Quizá...

—¿Quizá, qué?

—Quizá querrías... ¿hacer cosas conmigo?

Kelly soltó un quejido.

—Vaya, Oxnard Matheson, qué diablillo —me dijo con una sonrisa traviesa—. El sábado no puedo porque Chris y yo tenemos que solucionar algunas cuestiones del testamento de mamá. ¿Cómo lo tienes el domingo por la tarde?

—No puede —contestó Carter.

—La cena de los domingos —me recordó Kelly.

—Oh. Bueno. Quizá... ¿podría perdérmela? Solo una vez. Ya vendré el domingo que viene.

Carter y Kelly me observaron detenidamente.

—Suena bien. —Jessie se ruborizó y pensé: «Guau».

—Pero se lo dirás tú a Joe —me dijo Carter.

—Claro que sí —reafirmó su hermano—. Ni siquiera quiero estar en la misma habitación cuando se lo digas.

—¿Joe? —preguntó Jessie.

—Nuestro hermano pequeño —respondió Carter como si fuera obvio.

—El mejor amigo de Ox —agregó Kelly, que parecía estar desafiándome.

—Es increíble —acepté, aunque me sentí un poco culpable.

—¿Y dónde está?

—Estudia desde casa —dije—. Vendrá al instituto el año que viene.

Me moría de ganas de que llegase el momento.

—¿Cuántos años tiene? —Parecía confundida.

—Once.

—¿Tu mejor amigo tiene once años? —Carter y Kelly se tensaron a mi lado, como si fueran resortes—. Eso es muy tierno —concluyó Jessie, y nos sonrió a los tres.

—Da igual —murmuró Carter.

—No te olvides de contárselo a Joe —insistió Kelly.


Me olvidé de contárselo a Joe.

No sé por qué. Quizá fue por el trabajo y el instituto, o el hecho de que tenía una cita con una chica bonita. O quizá fue porque las bromas que los muchachos me hicieron en el taller cuando lo descubrieron me distrajeron:

—Asegúrate de envolvértela bien, papi —dijo Rico—. Chris te perseguirá a punta de pistola si no lo haces.

Al principio Chris me miró horrorizado, pero después me amenazó con pegarme si me atrevía siquiera a pensar en sexo, fuera de la manera que fuera. Tanner y Gordo se rieron sin parar. Gordo parecía particularmente complacido con todo esto.

El domingo, Chris vino al taller con una caja de condones y me dijo que nunca jamás hablaríamos del tema. La tiré en el contenedor de detrás del taller porque no quería que mi madre los encontrara por casa. Eso me mortificaba.

Pero me olvidé de contárselo a Joe.

Jessie sonrió cuando llamé a la puerta de su piso. Chris se esforzó en poner mala cara, pero lo conocía demasiado bien. Puso los ojos en blanco y me alborotó el pelo mientras me decía que nos portásemos bien.

Y lo hicimos.

Jessie no paró de contarme historias mientras nos comíamos una lasaña que estaba demasiado seca. Por ejemplo, me contó que, cuando tenía siete años, una serpiente mordió al caballo en el que iba montada y que este salió disparado con ella sobre el lomo. Estuvo hablando sin parar durante casi una hora. Nunca más volvió a montar a caballo desde ese día, pero no odiaba a las serpientes.

Tomó un sorbo de agua de una copa de vino, como si fuéramos mayores. Como si fuera vino y nosotros dos adultos haciendo cosas de adultos. Me pareció que me tocaba el pie con el suyo.

—Sabíamos que se estaba muriendo. Hacía mucho tiempo que lo sabíamos, pero me pilló tan desprevenida que creí que me rompería. Aunque ha sido más fácil y rápido de lo que pensaba.

Abrí la boca para contarle una tragedia en compensación, para explicarle como mi padre nos había abandonado de la noche a la mañana, pero no pude encontrar las palabras. No porque no estuvieran allí, sino porque no podía encontrar un motivo para contárselo a ella. Jessie era sincera y amable, y yo no sabía cómo reaccionar.

Comimos helado mientras se ponía el sol. Caminamos alrededor del parque. Estiró la mano y tomó la mía. Empecé a tartamudear y me tropecé con mis propios pies. Era perfecto. Era demasiado perfecto.

—¿Cómo está Joe? —preguntó.

—¡Mierda! —respondí.

La llevé de vuelta a casa y me disculpé por haber interrumpido la cita. Estaba confundida, pero no se enfadó. Dijo que ya la recompensaría en la próxima, y me puse rojo como un tomate. Se rio otra vez y, antes de que supiera lo que estaba pasando, se puso en puntillas y se inclinó para besarme suavemente. Fue dulce y amable, y esperaba que Joe estuviera bien.

—¿Nos vemos mañana? —preguntó mientras se separaba.

—Sí —logré responder.

Me sonrió y entró en casa.

Me toqué los labios porque sentía un hormigueo, entonces recordé que estaba a tres kilómetros de casa y no tenía móvil porque no me lo podía permitir, así que corrí todo el camino de vuelta.

Las luces de la casa del final del camino estaban encendidas.

La puerta se abrió incluso antes de que llegara al porche, y Thomas salió de la casa con Carter al lado. Los dos parecían estar preparados para atacar. Thomas dio un paso hacia delante, se le habían ensanchado las fosas nasales y, por un momento, me pareció ver que le relucían los ojos de una forma que no era posible, pero me convencí de que solo era el reflejo de la luz.

Unos segundos después, Carter me había saltado encima y me frotaba la cabeza y el cuello.

—¿Estás bien? —preguntó con voz profunda—. ¿Por qué estás tan asustado? ¿Qué pasa?

En ese momento, me di cuenta de que estaba asustado porque había decepcionado a mi amigo.

—No le ha seguido nadie —dijo Thomas dando unos pasos hacia a su hijo. Pude sentir el calor de los dos.

—No está herido —repuso Carter. Me puso las manos en los hombros y me miró a los ojos—. ¿Alguien te ha hecho daño?

—Joe —dije negando con la cabeza—. Joe. Me olvidé. Él...

—Ah, eso lo explica todo —dijo Thomas.

Carter dejó caer las manos a los lados y dio un paso hacia atrás.

—Eres idiota, Ox —parecía enfadado.

—Carter, ya basta —soltó su padre.

—Pero es...

—Basta.

Esa sola palabra hizo que deseara arreglarlo todo. Quería cumplir con todo lo que me ordenara, aunque no sabía por qué.

—Lo siento, Ox. Es que es... Joe, tío. Es Joe —suspiró Carter. Yo agaché la cabeza—. Papá, ¿no crees que es hora de que lo sepa? —añadió en voz baja—. Ya forma parte de la manada.

—Entra en casa —respondió Thomas.

Carter no dijo nada más. De un momento a otro ya estaba dentro de casa, con la puerta cerrada.

—¿Está bien? —le pregunté a Thomas, incapaz de mirarle a los ojos.

—Lo estará —replicó.

—No quería...

—Lo sé, Ox.

Miré a Thomas. No estaba enfadado, sino que parecía triste.

—Te acompaño a casa.

Pensé en rebatir su oferta, suplicarle que solo quería ver a Joe unos minutos para decirle que lo sentía. Pero su tono de voz no daba pie a discusión. Asentí y le seguí mientras arrastraba los pies por el camino.

—¿Vale la pena?

—¿Quién?

—La chica.

—Está bien. —Me encogí de hombros—. Parece buena persona.

—Y no has conocido a muchas —afirmó Thomas. No era una pregunta.

—Ahora sí —dije con franqueza, porque era cierto.

—Ahora sí... —repitió—. A veces olvido que solo tienes dieciséis años. Tienes un alma sabia, Oxnard.

No sabía si eso era algo bueno o malo, así que no dije nada.

—¿Te gusta?

—Eso creo.

—Ox.

—Me gusta.

—Bien. Eso es bueno. Elizabeth y yo nos conocimos cuando yo tenía diecisiete y ella quince. Es la única mujer con la que he estado.

—Pero... Joe... Él...

—Joe... —suspiró—. Joe está decepcionado, y no lo digo para hacerte sentir mal, Ox, así que, por favor, no me malinterpretes. Joe es... diferente. Después de todo lo que le ha pasado, es lo único que puede ser.

—Gordo dijo... —Me detuve, pero el daño ya estaba hecho.

—Continúa, ¿qué fue lo que dijo Gordo? —Thomas ladeó la cabeza, sonando más peligroso que nunca.

—Que alguien le hizo daño —susurré mientras me miraba las manos—. No dejé que me contara nada más.

—¿Por qué?

—Porque... no tenía derecho a contármelo. No tengo derecho a que me contéis nada de vuestra vida. Y, si te soy sincero, no sé si me importa. No porque él no me importe, sino porque quiero ser su amigo por voluntad propia. —Barrí un poco de polvo con la punta de la bota—. Y seré su amigo siempre y cuando él me lo permita.

—Ox, mírame.

Obedecí. No podría haberme negado ni aunque lo hubiese deseado.

Tenía los ojos más oscuros y grandes que antes.

Me lo contó con voz suave y uniforme. Sus palabras me arrollaron como un río, sin que pudiese hacer nada para evitarlo, por mucho que lo desease. Podría haberle chillado que se callara, pero no habría servido de nada.

A Joe se lo llevó un hombre que quería hacer daño a Thomas y a su familia, y lo mantuvo aislado varias semanas. Le hizo daño, físico y mental. Le rompió los dedos de manos y pies, un brazo y las costillas. Le hizo llorar, sangrar y gritar. A veces el hombre malvado los llamaba. Los llamaba para que oyesen como Joe decía que quería volver a casa. Solo quería volver a casa.

Ochos semanas. Tardaron ocho semanas en encontrar a Joe.

Y cuando lo hicieron, no hablaba. Los reconoció como a su familia. Lloraba silenciosamente mientras le temblaban los brazos y los hombros.

Pero no hablaba. Incluso cuando tenía pesadillas y se despertaba chillando en medio de la noche, golpeando la cama mientras intentaba escapar del hombre malvado, seguía sin hablar.

Intentaron ayudarle con terapia, pero no dio resultado. Nada era capaz de hacerlo hablar.

—Nada pudo, hasta que llegaste tú —dijo Thomas.

Aún no debía ser un hombre porque, a pesar de toda la furia que sentía, me resbaló una lágrima por la mejilla.

—¿Quién fue? —Las palabras se oyeron como un terremoto.

—Un hombre que quería algo que no podía tener —contestó Thomas.

—¿Lo mataste?

—¿Por qué? —Se le oscurecieron los ojos.

—Porque si tú no lo has hecho, lo haré yo. Lo torturaré y le haré sufrir.

—¿Lo harías?

—¿Por Joe? Sí.

—Eres más complejo de lo que aparentas. Esas capas... Justo cuando creía que había llegado al fondo, desaparecen como por arte de magia y se vuelven más profundas.

—¿Puedo verle?

—Dale un par de días, Ox. —Thomas me tocó el hombro, apretándolo con delicadeza—. Te buscará cuando esté listo. Tú ocúpate de tu chica, que se lo merece.

—No es mi chica —murmuré mientras me ruborizaba.

—Podría serlo.

—Quizá. ¿Ya soy parte de tu manada?

—¿Qué?

Por primera vez desde que lo conocía, había cogido por sorpresa a Thomas Bennett. Abrió mucho los ojos y dio un paso hacia atrás.

—Tu manada, o lo que sea que haya dicho Carter. —No dijo nada, y me pregunté si había cruzado alguna línea que no sabía que existía.

—No era mi intención... —Se me fue apagando la voz, no sabía cómo acabar la frase.

—¿Qué crees que significa manada? —preguntó.

—Familia —respondí inmediatamente.

—Sí, Ox. Eres parte de mi manada —sonrió.


Al día siguiente, Carter y Kelly no vinieron al instituto, así que me preocupé. Solían llevarme en coche, pero no habían pasado a recogerme, por lo que mamá tuvo que llevarme corriendo para que no llegase tarde.

—Estoy segura de que todo va bien —dijo Jessie, apretándome la mano mientras nos sentábamos a almorzar. Hice mi mayor esfuerzo para sonreír mientras me hablaba sobre cómo Green Creek le gustaba más de lo que se había imaginado, sobre cómo no podía esperar a que llegase el verano y cuánto echaba de menos a su madre. Se preguntaba cuánto tiempo dolería y le dije que no tenía ni idea, aunque quería responderle que seguramente nunca dejaría de doler.

Me besó en la mejilla antes de irme al trabajo.


Los muchachos no me dejaron en paz en el taller. Chris me contó que, la noche anterior, Jessie había llegado a casa muy emocionada.

—Ox es tan adorable. —Fingió suspirar en un falsete alto—. Sus ojos, su sonrisa y su risa. ¡Oh, Dios mío!

Me puse rojo como un tomate e intenté centrarme en el aceite que estaba cambiando.

—¡Fijaos! ¡Parece una señal de tráfico! —Se regodeó Rico.

—Nuestro pequeño retoño se hace mayor —suspiró Tanner.

—¿Dónde está Gordo? —pregunté. La luz de su oficina estaba apagada.

—Se ha cogido el día libre —respondió Rico—. Tenía que resolver algunos asuntos.

—¿Qué asuntos? —No recordaba que hubiese dicho nada al respecto, los lunes nunca faltaba.

—No le des vueltas a esas cosas —dijo Tanner—. Solo piensa en cómo impresionar a tu novia.

—¡No es mi novia!

—Claro, intenta decírselo a ella —dijo Chris.


Ese día, no encontré a Joe esperándome en el camino. La casa del final del camino estaba oscura, como si ahí no viviese nadie. Pensé en llamar a la puerta, pero me marché. El lobo de piedra descansaba en una estantería de mi habitación. Lo cogí y recordé que Thomas no me había dicho quién era el hombre malvado que había herido a Joe o si aún seguía con vida.


A la mañana siguiente, un claxon resonó en el exterior. Carter y Kelly me esperaban en el coche. Estaba nervioso.

—Hola, Ox —dijeron cuando me senté en el asiento del copiloto. Kelly se sentó detrás.

—Hola —respondí mientras me retorcía las manos.

—Él está bien —dijo Carter cuando emprendimos el camino.

—¿Seguro? —dejé escapar un suspiro.

—Lo estará.

—Nos aseguraremos de que así sea —agregó Kelly.

—Vuestro padre dijo que soy parte de la manada —les dije porque quería asegurarme de que pensaban lo mismo.

Carter pisó el freno de golpe. El cinturón de seguridad se me clavó en el pecho a la vez que Kelly me sujetaba fuerte por detrás. Carter se inclinó y frotó la cabeza contra mi hombro.

—Por supuesto que lo eres —dijo, y su hermano asintió mientras me apretaba un poco más.

No hablamos mucho después de esto, pero no me importó.


Carter se rio por algo que dijo Jessie. Hasta Kelly sonrió. Estaba aturdido.


Gordo estaba en el taller.

No me dio tiempo a entrar cuando ya había venido a buscarme.

Tenía los ojos hinchados, con grandes bolsas debajo, y se le veía pálido. Hasta los tatuajes que llevaba en los brazos parecían desvaídos.

—¿Estás bien?

Asintió con la cabeza.

—Sí, ¿y tú? —Sonaba dolorido.

—Ayer no estabas.

—Lo sé.

—Quizá deberías irte a casa, amigo. No tienes buen aspecto.

—En realidad ya me encuentro mucho mejor —respondió, y después me abrazó.

Me cogió por sorpresa, ya que no solíamos hacer esas cosas, pero le devolví el abrazo porque era Gordo. Lo abracé con fuerza porque lo necesitaba.

—Te compraré un móvil —murmuró—. Me irrita que no tengas uno, que ni siquiera pueda llamarte.

—Oye, no. No tienes que...

—Cierra la boca, Ox.

Y eso hice.


No encontré a Joe esperándome en el camino de tierra, pero la casa tenía las luces encendidas. Aunque ahora formaba parte de la manada, me dirigí a casa.


Dormí con el lobo de piedra en la mano.


Carter y Kelly me sonrieron cuando subí al coche la mañana siguiente. Quería preguntarles sobre las ocho semanas en las que Joe estuvo secuestrado, pero las palabras se me atascaron en la garganta. Ambos encontraron una forma de tocarme: el primero me dio una palmada en la espalda, el segundo una en el pecho.

Debería haber sido obvio. Debería haberme dado cuenta de lo que eran, pero seguía demasiado centrado en no creer en lo extraordinario.


—¿Cómo está Joe? —preguntó Jessie en el almuerzo. Carter y Kelly se paralizaron.

—No le he visto —murmuré.

—¿Por qué no? —preguntó confundida.

—Ha estado enfermo —respondió Carter antes de que pudiera hablar, a la vez que Kelly me apretaba la pierna por debajo de la mesa. Aún se sentaban pegados a mí cuando comíamos.

—Oh, lamento oír eso —dijo Jessie—. Espero que se mejore.

—Lo hará —respondí. Debí poner demasiado énfasis a la hora de decirlo porque me miró divertida. Carter y Kelly se apretujaron contra mí y comprendí lo qué intentaban decirme.


Gordo me dio un móvil. No era gran cosa, pero era funcional. Era maravilloso.

Había guardado su número, el del taller, el del restaurante y el de todos los muchachos.

—Lo llevarás siempre encima, ¿de acuerdo? Pero no te atrevas a usarlo en clase a no ser que se trate de una emergencia.

Asentí mientras tocaba suavemente la pantalla.

—¿Tengo mi propio número? —pregunté asombrado.

—Sí, chico. Tienes tu propio número. —Me dedicó esa sonrisa que sabía que era solo para mí.

—Gracias, Gordo —dije mientras lo abrazaba una vez más.

Se me rio en la oreja y, por un momento, olvidé que había llegado a odiarle.


Era miércoles y Joe no me esperaba.


Carter y Kelly me obligaron a guardarme sus números, y me dieron el de sus padres y el de Joe porque, al parecer, aunque solo tuviera once años, también tenía uno. No sabía para qué lo necesitaría, pero me moría de ganas de mandarle un mensaje. Como no sabía cómo se hacía, no le mandé nada.


Chris me contó que Jessie le estaba dando indicios de que debería invitarla a salir otra vez. Puse los ojos en blanco cuando todos empezaron a reír y a silbar.


Caminé calle abajo hacia la casa. El polvo se elevaba en el aire mientras arrastraba los pies sobre la tierra. El cielo estaba gris y las nubes amenazaban con descargar en cualquier momento.

Y ahí estaba, de pie, con los ojos enormes y brillantes.

Había pasado casi un año desde que le había conocido y había crecido durante ese tiempo. Sus hermanos seguían llamándole pequeño, pero dentro de poco ya no podrían hacerlo. Joe acabaría siendo tan grande como el resto, al fin y al cabo, era un Bennett.

No dejó de observarme mientras avanzaba lentamente, inseguro de cómo estaba nuestra relación. No me tendió la mano cuando llegué a su lado. Una parte de mí quería enfa­darse y decirle: «Fue solo una maldita cena, fue un solo día, no es justo, no es justo, no puedes actuar de esta forma». Era una parte pequeña, pero ahí estaba, y me odiaba por eso.

—Hola, Ox —dijo en un tono de voz tan bajo que no le pegaba en absoluto.

—Hola, Joe —respondí algo severo.

Parecía que quería acercarse y cogerme la mano, pero no se atrevía. Esperé, no quería presionarlo.

—Quería verte —dijo, se miró los pies y le dio una patada a una hoja seca. En algún lugar, un pájaro cantó una canción que dolía.

—Me han dado un móvil —respondí con la primera cosa que se me vino a la cabeza—. Tengo tu número, pero no sé cómo enviar mensajes. ¿Puedes enseñarme? Quiero escribirte y no sé cómo hacerlo.

—Sí, sí. —Miró hacia arriba con esos ojos enormes, le temblaba el labio inferior—. Puedo enseñarte. No es difícil. ¿Estás enamorado?

—No —respondí—. Apenas la conozco.

Entonces me saltó encima, me rodeó con los brazos y lloró contra mi cuello. Lo sostuve con fuerza y supuse que aún no era un hombre, porque también acabé llorando un poco. Le dije que lamentaba no haber ido a la cena del domingo y que nunca volvería a faltar porque él era Joe y yo Ox, y así era como funcionaban las cosas.

Asintió con la cabeza y sollozó. Podía notarme el cuello pegajoso. Al final se tranquilizó y se hizo una bola mientras se me apoyaba en el pecho. Cuando se puso cómodo, respiro hondo, como si quisiera quedarse con mi aroma. Lo cogí en brazos y lo llevé hasta casa.


Cuando llegamos a la casa del final del camino, todos nos esperaban. Joe se había dormido, su rostro yacía en el hueco de mi cuello y sus brazos colgaban a los costados.

—Estaba cansado. —Intenté explicar y pensé en que éramos una manada.

—Te ha echado mucho de menos. —La voz de Elizabeth era cálida—. Y nosotros también.

—Lo siento.

—No tienes que disculparte —dijo Mark.

—No es cierto. Yo... —Fruncí el ceño.

—¿Ox?

Miré hacia atrás, en dirección a Elizabeth.

—Tienes dieciséis años, puedes tener citas. Aunque... ¿podrías avisar a Joe?

Asentí.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

Volví a asentir, aunque en realidad no estaba hambriento. Solo quería entrar con todos ellos.

—¿Por qué no lo llevas arriba? Luego te calentaré algo y nos cuentas cómo fue con esa chica.

Los seguí hacia el interior de la casa.


Me quedé con Joe unos segundos porque quería asegurarme de que no tenía pesadillas.


Al día siguiente, me enseñó cómo enviar mensajes de texto. El primer mensaje que le envié fue:

hola joe aquí ox enviándote un mensaje para agradecerte que me ayudaras.

Tardé cinco minutos en escribirlo porque tenía los dedos demasiado grandes. No le dejé leer mientras escribía.

Cuando acabé, el teléfono le sonó de forma casi inmediata y me maravillé por lo rápido que podían viajar las palabras. Fue un pensamiento aterrador.

Leyó el mensaje y se rio tanto que se cayó al suelo con lágrimas en los ojos.


Más tarde, esa misma noche, me llegó mi primer mensaje:

Tú también me ayudas.

La canción del lobo

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