Читать книгу El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo - Страница 14

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— TRAS LA FRONTERA —

El sol apenas brillaba en el cielo con sus llamas mortecinas tras la nube de contaminación y polvo que flotaba sobre la membrana de la burbuja élfica, ni siquiera su luz se reflejaba en las cristaleras de los edificios. Sin embargo, siempre hacía un soporífero y pegajoso calor. Nosotros estábamos ocultos en un callejón, bajo el ligero frescor de la tenue sombra. Estaba apoyada en el coche con los brazos cruzados en el pecho, pero mis piernas no dejaban de moverse, de los nervios. Era incapaz de quitarle ojo a la arqueta metálica de la alcantarilla por donde habíamos accedido para no ser vistos. Conducidos por Dorcal, habíamos recorrido el entramado subterráneo de túneles; cuando al fin salimos al exterior, el vehículo negro ya había sido aparcado, aguardando nuestra llegada.

—O ese zorro se ha perdido, o empiezo a sospechar que no va a presentarse —refunfuñó Mherl, que también estaba apoyado en una de las paredes con los brazos cruzados.

Mi vista se despegó de la alcantarilla para fulminarle.

—Vendrá —aseguré, aunque acto seguido roté mi rostro preocupado hacia la arqueta de nuevo—. Tiene que venir.

—Si no se presenta, iremos a buscarle —dijo Dorcal, algo impaciente—. Y cuando termine la misión haré que sea castigado.

Maldita sea, ¿dónde se había metido?

Justo cuando un halo de alarma me cruzaba el pecho…

—Hola.

Giré la cabeza tan aprisa, que a punto estuvo de darme un tirón en el cuello. Mi corazón y mi abdomen estallaron al mismo tiempo cuando vi a Noram cruzando la esquina del callejón. Vestía unos pantalones de chándal y una sudadera gris con una amplia capucha que se conjugaba con su gorra para ocultarle el rostro. Como siempre, las manos en los bolsillos. Llevaba su boomerang a la espalda, oculto por una funda negra hecha a medida. Los Guerreros Elfos contábamos con varias herramientas que formaban parte de nuestro don, las cuales nos hacían la vida más cómoda y fácil a la hora de acudir a una misión, como las bolsas mágicas, donde podíamos guardar cualquier cosa que necesitáramos: mudas, un recambio de uniforme, pequeños elementos de aseo personal, etcétera. Desaparecía una vez la llenábamos, y solamente teníamos que hacerla aparecer para acceder a esos objetos. Con las armas pasaba algo parecido, también gozábamos de herramientas muy prácticas para su transporte. En este caso colgaban mágicamente del sitio donde nos resultase más cómodo y práctico, pero en esta ocasión Noram había preferido transportar su boomerang de esa forma para no dar el cante. La funda llevaba asas y colgaba de su espalda como una mochila.

—Ya era hora, ¿dónde estabas? —le regañó Dorcal mientras Noram se acercaba.

—Por aquí y por allá, ya sabes —contestó él, alzando los hombros.

—No, no lo sé —bufó el buscador, abriendo el coche.

Noram llegó hasta nosotros y nuestros ojos se encontraron inevitablemente. Ambos se atraparon, se reclamaron. Sin embargo, cuando todo mi cuerpo se puso a temblar por el trillón de sensaciones que le recorrió, él se obligó a apartarlos de mí.

Rilam todavía estaba muy presente en sus pensamientos. Y la promesa que le había hecho también.

Entre tanto, Dorcal ya se estaba subiendo al vehículo.

—¿Por qué vienes por ahí? Habíamos quedado en venir por el alcantarillado —criticó Mherl, aproximándose a la puerta del copiloto—. ¿Te das cuenta de que te podía haber visto alguno de los matones de Rebast?

—Tranquilo, no me ha visto nadie, aquí entre los humanos paso desapercibido. Además, la calle sería el último lugar donde nos buscaría Rebast —arguyó Noram, abriendo el maletero para guardar su arma.

Estaba muy serio. Sin duda todavía seguía afectado por todo lo ocurrido.

—¿Tú crees que llevando esta capucha y esta gorra vas a pasar desapercibido? —bromeé, tirando de la visera hacia delante al tiempo que echaba a andar para rodear el coche.

Al fin, Noram esbozó una ligera sonrisa tras subirse la gorra.

—Esto siempre está de moda —alegó, cerrando el maletero.

En cuanto los dos nos sentamos en la parte trasera, Dorcal arrancó y lo dejó a ralentí.

—Ni siquiera te has puesto tu uniforme —resopló Mherl, que iba ataviado con el suyo, de un blanco roto, elegante.

—No me gustan los uniformes —contestó Noram sin más, mirando por la ventanilla.

—Son los uniformes que representan nuestro rango militar, son un orgullo para los guerreros, ¿cómo pueden no gustarte?

—Aunque no le gusten, tiene que ponérselo —ordenó Dorcal, lanzando algo hacia nuestro asiento trasero. El uniforme y las botas de Noram le dieron en toda la cara—. Póntelo.

Al parecer, Dorcal sabía que Noram no iba a venir con su uniforme. He ahí su don espiritual.

—¿Ahora? —protestó Noram, frunciendo el ceño.

—Si te tomas la misión en serio, si de verdad estás dispuesto a recuperar el Árbol de los Elfos, a salvar el planeta, demuéstramelo —le dijo el buscador, observándole desde el espejo retrovisor—. De lo contrario, creeré que nada de esto te importa, y entonces deberás bajar del coche e irte a casa.

—¡No, no se puede ir! —solté sin pensar, repentinamente nerviosa ante esa posibilidad. Ante la posibilidad de no volver a verle nunca más. Porque si él se iba ahora, sabía con toda probabilidad que no regresaría jamás. Noté el escrutinio de todos ante mi inquietud, incluido el propio Noram, quien se había quedado muy sorprendido por mi intervención—. Bueno, quiero… quiero decir, le… necesitamos para la misión. Debemos acudir los trece guerreros.

—De nada sirve un guerrero si no está dispuesto a luchar de verdad —me replicó Dorcal, con la vista clavada en Noram.

El pequeño habitáculo reverberó cuando un camión de reparto pasó a pocos metros de la entrada del callejón. Ambos mantenían la mirada. Hasta que Noram por fin claudicó.

—De acuerdo —suspiró.

Terminó quitándose la gorra, la sudadera y la camiseta que llevaba puestas, dejando su increíble torso al descubierto por un instante. Un instante que yo aproveché bien, a pesar de mi rubor y una primera intención de sesgar la mirada que resultó infructuosa. Los elfos carecíamos de todo vello corporal, y Noram, al parecer, no era una excepción en eso. Ya estaba más que acostumbrada a ver cuerpos esculturales y perfectos, los elfos éramos delgados, atléticos, bien proporcionados y bellos, pero esa tez de chocolate con leche se empeñaba en resaltar esa fuerte musculatura de la que solamente gozaban los híbridos todavía más. Y el tatuaje de su espalda realzaba ese lado canalla, rebelde e indómito de chico malo. Señor, no era el momento, pero no podía evitar sentirme atraída hacia él. Llevaba tantos años sintiéndolo… Tantos años deseándole, amándole en secreto, reprimiendo mis sentimientos…

Él, ajeno a mi babeo, se quitó las deportivas y los pantalones, quedándose en unos boxes bien rellenos. Uf, señor… A este paso se iba a inundar la cabina del coche con mis babas. No pude eludir el pellizco abrasador que sentí entre los muslos, y esta vez sí, aparté la mirada con urgencia, antes de que Dorcal y Mherl se percataran de mi sonrojo sofocado. Noram se cubrió con la camiseta interior sin mangas y comenzó a vestirse con su uniforme de color ocre como pudo mientras ya estábamos en marcha, subiéndose el pantalón y poniéndose esa camisa que siempre llevaba remangada y dejaba a la vista esos antebrazos tan fuertes...

Qué calor hacía aquí…

Nuestros uniformes eran más o menos similares. De estilo militar, no se diferenciaban mucho de los uniformes de combate sin camuflaje de cualquier fuerza armada humana. Estaban confeccionados con una tela cómoda de distinto cromatismo, según nuestro signo, y se ceñían bien al cuerpo, para que nada entorpeciera el movimiento en una posible batalla. También iban provistos de una amplia capucha que nos ocultaba el rostro cuando era necesario y que era de gran ayuda contra las inclemencias del tiempo. Las mujeres contábamos, además, con un cinturón que enmarcaba nuestra cintura por encima de la camisa y que lo hacía más femenino, y el largo de esa prenda también era un poco más corto. Una armadura mágica del mismo color, con nuestro signo grabado, se activaba y se desplegaba en caso de lucha, cubriendo las zonas más vulnerables, pero era tan ergonómica, ligera y flexible, que apenas se notaba cuando la tenías activada. El dibujo de nuestro signo cosido en la zona del corazón y unas buenas botas militares terminaban de conformar ese uniforme tan honorífico para los Guerreros Elfos que había ido evolucinado a lo largo de los siglos.

Y Noram estaba espectacular con su uniforme…

Uf, sí, hacía demasiado calor aquí dentro.

La indumentaria de los Buscadores, en contraposición, constaba de una sencilla camisola de manga larga, unos pantalones, unas botas y su preciada y característica capa. Debido a la exclusividad que había requerido la tarea de buscar el árbol durante siglos, se habían quedado bastante anclados en el pasado.

La ciudad de Krabul pasó por la ventanilla del coche a una velocidad moderada. Observé a los transeúntes mientras Mherl y Dorcal comentaban los detalles de la misión. Iban y venían, de todas partes, continuando con una rutina engañosa e irreal, una rutina auto impuesta. Los humanos seguían viviendo en una burbuja de fantasía, aferrándose a su pasado, ese pasado que había destruido su propio hogar. Se iban a sus puestos de trabajo, unos trabajos inútiles y estériles que únicamente servían para alimentar esa burbuja, puesto que, si todo salía mal, si la realidad salía mal, la supervivencia en la Tierra estaba sentenciada. Esa gente parecía ignorar a propósito que su vida pendía de un hilo, y tampoco hacía nada para arreglarlo. Todo el trabajo lo delegaban en nosotros, y en Rebast, a quien tenían por un auténtico héroe por haber encontrado otro planeta habitable en el cual «supuestamente» trabajaba de manera totalmente altruista; ignoraban por completo sus trapicheos con la mafia. Los humanos se habían planteado muy seriamente emigrar a Elgon una vez terminada su edificación y acondicionamiento, y continuaban con sus estériles y superficiales vidas como si nada ocurriera. Por un momento me cuestioné el sentido de esta misión, incluso tuve que darle la razón al discurso de Rebast.

Cabeceé para espabilarme. No, ese no era el cometido de un elfo. Nuestro cometido era salvaguardar la naturaleza, la Tierra. Lo demás era rendirse, y a mí no me habían enseñado eso.

Los rascacielos y los edificios fueron quedándose atrás paulatinamente, dejando un rastro de pequeñas casas; la mayoría de ellas estaban abandonadas. La carretera, antes transitada, ahora comenzaba a estar más bien desierta.

—Deberíamos abandonar el coche aquí y seguir a pie —opinó Noram.

—El control queda a varios kilómetros —objetó Mherl—. No podremos salir de la Ciudad Oxígeno si no lo hacemos por allí.

—Mira a tu alrededor. No hay ni un coche, ¿no crees que seremos un blanco fácil para Rebast?

—En realidad, Noram tiene razón —apoyó Dorcal—. No podemos continuar en coche, los matones de Rebast están por todas partes. Les extrañará ver un todo terreno circulando por estas carreteras y le darán el aviso. Además, el coche se está quedando sin batería, y por aquí no hay ningún sitio donde recargarlo.

—¿Y cómo vamos a pasar por el control? —preguntó Mherl, desconcertado—. Los guardias no nos dejarán pasar si vamos a pie. La Ciudad Oxígeno más cercana queda a miles de kilómetros, se preguntarán adónde vamos.

—Ojalá fuéramos como Ela —suspiré, echándola de menos—. Con su don seríamos invisibles y pasaríamos por el control sin problema.

—No nos hará falta ser invisibles —dijo Dorcal, escudriñando algo en el exterior. Luego, sus pupilas se dirigieron a Noram gracias al retrovisor—. Noram conoce un atajo, ¿verdad?

Mherl volvió a contemplarle desde su asiento, bajando las cejas con una mezcla de estupor y extrañeza.

—¿Un atajo? —me sorprendí, mirándole. Entonces, recordé que me había mencionado que ya había estado fuera.

Pero Noram parecía abstraído.

—¿Qué? —despertó, perdido. Sus ojos oscilaron hacia mí, hacia Dorcal, y entonces espabiló—. Ah, sí, un atajo. ¿Cómo sabes que…?

—Los Buscadores sabemos muchas cosas —se adelantó Dorcal.

—¿Y vamos a fiarnos de él? —desaprobó Mherl con cierto desprecio—. Es un desastre, nunca hace nada en serio.

Esperé a que Noram se defendiera con una de sus típicas contestaciones de chico malo, o le diera la vuelta con una de sus bromas, pero no lo hizo.

—Si tienes un plan mejor —le instó Dorcal.

Los labios de Mherl se mantuvieron sellados, a su pesar.

—Detén el coche aquí —pidió Noram.

El buscador aparcó junto a una casa abandonada y ocultamos el vehículo con la tierra árida de los alrededores para que diera la impresión de que también había sido abandonado hacía tiempo. No nos costó mucho, toda la tecnología, incluida la de la automoción, hacía muchos años que también había sido saqueada por las mafias, quienes la usaban solo para beneficio propio en armamento, laboratorios, naves espaciales y un largo etcétera en el que también se incluía todo lo relacionado con el planeta Elgon, por lo que los coches con los que transitábamos se habían quedado estancados en el pasado y solían ser modelos viejos y anticuados. Era otra forma de someter al pueblo. Sacamos nuestras armas del maletero (la de Noram ya sin funda) e iniciamos la marcha a pie.

El asfalto estaba lleno de baches y socavones, evidenciando su escaso uso y mantenimiento. El calor nos estrangulaba con sus feroces dedos, el pavimento estaba tan caliente, que a lo lejos solamente se vislumbraba la imagen de un espejismo.

Mherl comenzó a impacientarse cuando el recorrido a pie se alargaba más de la cuenta.

—¿Dónde se supone que está tu atajo?

—Ya queda poco —le calmó Noram, sin darle demasiada importancia.

—No sé por qué nos fiamos de ti —resopló el guerrero cisne.

Noram, a su vez, ya estaba viendo algo a uno de los flancos.

—Es aquí. Vamos —nos exhortó, dando un quiebro a su izquierda.

Una casa en ruinas apenas se levantaba de un terreno agrietado cuyo único tocado era una rala alfombra de hierbajos secos. Al ver la mísera e inestable edificación a la que Noram se dirigía, Mherl ya no pudo soportarlo más.

—¿Qué es esto? No querrás que nos metamos ahí, ¿no?

Una vez más, Noram continuó la marcha sin siquiera mirarle. Pero yo no podía callarme.

—Si tienes un plan mejor —le repetí con acidez.

Me giré hacia delante y seguí a Noram. Una maceta con los vestigios de una planta enjuta y seca colgaba de un macramé. Metió la mano y sacó una llave.

—¿Vamos a abrir con llave? —Otra crítica de Mherl—. Esta puerta se sostiene en pie de puro milagro, derríbala de un empujón y no nos hagas perder más tiempo.

—Si Rebast la ve abierta o rota, sabrá que aquí se oculta algo —replicó Noram escuetamente mientras giraba la llave.

Dentro, todo estaba cubierto por una espesa capa de polvo. Las telarañas, antiquísimas, se habían adueñado de esa casa desamparada por el paso del tiempo.

—Esto es asqueroso —farfulló el cisne mientras trataba de rozarse lo menos posible con los muebles y paredes.

Noram se dirigió diligentemente hacia una portezuela ubicaba bajo la escalera. La escalerilla que esperaba abajo rechinaba y crujía con la amenaza de despedazarse en cualquier momento. En el suelo de ese sótano destartalado y sucio esperaba una trampilla. Descendimos por allí, para desgracia de Mherl.

Cuando Noram prendió una lamparilla, vimos que nos hallábamos en un entresijo de estrechos túneles subterráneos.

—Estos túneles de huida fueron construidos en la tercera guerra mundial —nos explicó—. Nos llevarán fuera de la ciudad sin que nadie nos vea.

—¿Cómo sabías de la existencia de estos túneles? —le pregunté, impresionada.

—A saber qué es lo que hace cuando se marcha por ahí —se burló Mherl.

—Los encontré un día por casualidad —declaró Noram, alzando los hombros.

—Cuando nos seguía en una de nuestras salidas —añadió Dorcal.

Observé a Noram, perpleja. Él lo hizo con Dorcal.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió.

—Ya te lo dije, los Buscadores sabemos muchas cosas.

—Yo… —Mi zorro se rascó la nuca, incómodo—. Solo quería saber qué había más allá de las fronteras. Qué era eso de lo que tanto nos protegían. Quería… quería hacer algo para encontrar el árbol, no podía quedarme de brazos cruzados.

—Eso es cosa de los Buscadores, ya lo sabes —debatió Dorcal, crítico.

—Sí, lo sé, pero… —Noram estrujó los labios, disconforme.

—Nosotros buscamos, vosotros actuáis. —Dorcal le ayudó a reflexionar—. Eso es lo que estamos haciendo ahora, para lo que estamos programados. No has de sentirte mal por esperar, todos participamos a nuestra manera. Los Buscadores tenemos un don espiritual que nos une al Árbol de los Elfos, solo nosotros podemos encontrarlo, así como solo vosotros podéis protegerlo.

—Exacto —azuzó Mherl—. Y ahora, ¿podemos salir de estos sucios túneles para cumplir con nuestro cometido?

—Esa es buena idea —apoyó Dorcal, quitándole la lamparilla a Noram para encabezar la marcha, despojándole también de la importancia o relevancia que pudiera tener su opinión—. No debemos perder ni un minuto.

Mherl le siguió al instante. Yo me quedé junto a Noram, atenta a su reacción, que no fue más que un simple suspiro nasal que batalló con el enfado. Su vista vagó hasta la mía, y de pronto, echó a andar por esos túneles que se iban volviendo más oscuros conforme Dorcal se alejaba. No me esperó, pero yo fui tras él.

—¿No vas a decir nada?

—¿Qué quieres que diga? Tiene razón —respondió en un tono monocorde que, una vez más, ocultaba su desagrado.

—¿Que tiene razón? No fue lo que me dijiste en la Competición Anual.

—Me equivocaba —contestó, de nuevo sin mirarme.

Le agarré del brazo para que se detuviera. Lo hizo, y también me miró.

—Te conozco, y sé que no piensas eso.

La oscuridad ya estaba ensombreciendo el lugar, pero, aun así, sus ojos verdes resplandecían en su rostro oscuro. La mirada de Noram se desvió en cuanto traté de cazarla.

—Ya no importa —replicó, volviéndose hacia delante para andar otra vez.

Me quedé tan perpleja, que fui incapaz de hablar. Solo reaccioné para no quedarme atrás. Para cuando llegué a su altura, Dorcal y Mherl ya se hallaban demasiado cerca como para poder entablar una conversación privada.

Los pasajes se sucedían uno tras otro, y las horas ya empezaban a acosarnos tanto como las estrechas y húmedas paredes. El olor a moho era una molestia constante que parecía haberse adherido a nuestros propios pulmones, hasta que, al fin, empezó a vislumbrarse una tenue luz que bastó para iluminar nuestros semblantes.

—La salida. Poneos las máscaras, vamos —apremió Dorcal.

Automáticamente, hicimos aparecer una ovalada cápsula de oxígeno con nuestra magia, junto a sus respectivas mascarillas. Todos excepto Noram. Solo había tres tipos de elfos que gozábamos de poderes totales, y según el grado de nuestra magia, de menor a mayor, éramos los siguientes: los Guerreros Elfos, los Buscadores del Árbol y los elfos con cargos importantes, como el Gobernador. Dependiendo del grado del cargo, la magia era menor o mayor. Los Guerreros Elfos teníamos nuestro don particular, el don que nos asignaba nuestro signo, con sus herramientas mágicas, pero también gozábamos de esos poderes extra que podíamos utilizar en casos de necesidad para una misión, tal y como era el caso. Éramos elfos completos. Pero Noram no tenía ese poder al ser mitad humano. Sabía que él contaba con otros medios cuando salía a sus aventuras, lo certifiqué al ver una bombona de oxígeno apoyada y preparada en la pared.

Sin embargo, cuando se acercó para comprobar el nivel de oxígeno se puso ceñudo.

—Mierda, se ha descargado —masculló, tirando la vieja y maltrecha mascarilla que la acompañaba al suelo.

—O has dejado la válvula mal cerrada y se te ha descargado. No me extrañaría nada —se mofó Mherl.

—No, estaba bien cerrada, ¿vale? —Por fin asomaba algo del Noram que yo conocía, aunque seguía alicaído—. Lo comprobé muy bien.

—Estas bombonas son muy antiguas, es normal que fallen —dijo Dorcal.

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos contigo? —se volvió a mofar Mherl.

El cisne ya estaba empezando a hincharme las narices de verdad.

Creé otra cápsula semitransparente de oxígeno con su mascarilla y dejé que volara hacia Noram. Se pegó a su espalda como haría yo misma: con la promesa de no despegarse de él jamás. Noram me observó con sorpresa y yo le sonreí con dulzura. Normalmente el zorro no aceptaba ayuda élfica y prefería hacer las cosas por sí mismo, pero en esta ocasión no puso ningún impedimento. Quizá porque no tenía alternativa. O quizá porque era yo quien le ayudaba.

—Bueno, solucionado el problema, sigamos con la misión —nos exhortó el buscador.

Cubrimos la parte inferior de nuestras caras con las mascarillas transparentes y se accionó el oxígeno. Un chorro frío invadió mis bronquios, aliviándolos al instante. Eso era lo más cercano a un aire fresco y limpio que había respirado nunca.

Corrimos hacia el agujero y salimos al exterior, desalojando también la burbuja de supervivencia creada por los elfos. Ya nos habían explicado lo que nos esperaba fuera, pero lo que vieron mis pupilas era tan desolador, que no pude reprimir las lágrimas.

A pesar de ser de día, se había instalado una oscuridad perenne, aunque el sol, que se vislumbraba sobre esa tela grisácea del cielo, era una esfera de fuego abrasador. Los pocos árboles que quedaban estaban desecados y marchitos, eran cadáveres que se iban desintegrando con el polvoriento y ardiente viento. El terreno era arenoso hasta donde alcanzaba la vista, y las abruptas y violentas ráfagas alzaban las capas superiores en puños hostiles que te golpeaban sin compasión. Tuvimos que protegernos los ojos con otras gafas mágicas, porque de lo contrario los hubiéramos perdido. En lontananza podían verse los remolinos de arena; nacían del suelo y crecían. Crecían hasta formar embudos grosos y peligrosos, hasta que el viento cesaba y perdían fuerza. Entonces se desplomaban como sábanas vetustas y ajadas, como fantasmas melancólicos y agonizantes, rendidos.

¿Qué le habían hecho a la Tierra? ¿Cómo habían permitido que ocurriera esto? Noram y yo nos miramos. «Yo he estado fuera y no te imaginas lo desolador que es, no hay vida fuera de las Ciudades Oxígeno, Jän», me había dicho en la Competición Anual. Ahora entendía a qué se refería. Y se había quedado corto.

—¿Dónde está ese paraíso? —preguntó Mherl con voz queda mientras miraba a su alrededor—. Viendo este infierno parece imposible que algo así exista.

—Existe —le ratificó Dorcal—. Y queda al norte.

—¿Cómo llegaremos hasta allí? Moriremos si vamos caminando, esto es un desierto —opiné.

—Los Buscadores tenemos nuestros recursos. —Dorcal me guiñó el ojo y acto seguido emitió un silbido largo y agudo.

Mis párpados se asombraron cuando la arena se alzó a unos escasos metros de nosotros y se dividió en cuatro partes. Adquirieron voluptuosidad, hinchándose cual envoltorio, hasta que adquirieron la forma de cuatro espléndidas motos cuyo color, al igual que haría un camaleón, se mimetizaba casi totalmente con el terreno. Hacía mucho, mucho tiempo que no veía este nivel de magia, es más, diría que jamás había llegado a ver algo así. Desde que los elfos nos habíamos instalado en las ciudades, la magia había ido siendo cada vez más innecesaria y prescindible.

—¿Nos vamos? —añadió Dorcal con otro guiño.

El árbol de los elfos

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