Читать книгу El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo - Страница 8
Оглавление— TE AMO —
JÄN
El barrio hoy parecía más apagado de lo normal. Quizá se debiera a la eterna contaminación que la engullía. Quizá fueran los edificios grisáceos. O quizá simplemente se debiera a que todavía arrastraba el cansancio por la Competición Anual celebrada ayer mismo.
Fuera lo que fuere, no dejaba de tener un frío presentimiento.
—¿Subimos a mi casa? —me propuso Rilam, sugerente.
Su voz, y esa proposición implícita, me sacó inopinadamente del saco de pensamientos que llevaba todo el camino apretándome y engulléndome. Reparé, entonces, en que nos habíamos detenido frente a su portal.
Otro sentimiento, este de inquietud y culpabilidad, empezó a amordazar a mi corazón y a mi estómago. Era una sensación demasiado conocida para mí, me había acompañado durante los últimos meses.
Miré nuestro amarre y no pude evitar sentirme triste una vez más. Últimamente no dejaba de preguntarme por qué seguía agarrando esa mano. Pero ahí estaba, dejando que Rilam la sujetara, como siempre. ¿Por qué seguía haciéndolo? Querer le quería, sí, pero… No era con él con quien sentía una complicidad completa.
Sin darme cuenta, la respuesta a su proposición salió directa de mi boca.
—¿Y Noram?
—¿Noram? ¿Acaso quieres que hagamos un trío con él? —bromeó, riéndose.
El color rojizo tiñó mis mejillas automáticamente, pero no por por esa ecuación de tres, sino por una ecuación de dos donde solo había espacio para Noram y para mí. Solo esbozar que unía mis labios a los suyos desataba todo un frenesí descontrolado por mi cuerpo.
Pero esto, ese tipo de sentimientos y sensaciones hacia Noram, cuchicheadas en mi mente como un alto secreto de Estado, tampoco era nada nuevo para mí. Ya era una experta en manejarlas y ocultarlas.
—No seas idiota —solventé, dándole un manotazo en el brazo—. Me refiero a si no has quedado con él.
—¿Noram no te lo ha dicho? —se extrañó mi novio de pronto.
—¿El qué?
—Que se va hoy.
La floja sonrisa que sostenía mi cara se fue descolgando paulatinamente.
Ese mal presentimiento aumentó su acción ácida y correosa.
—¿Se va? ¿Otra vez? ¿Y cuándo… cuándo va a volver? ¿Te lo ha dicho?
Rilam me miró con mucha pena.
—Ya no va a volver, Jän.
El presentimiento explotó y la conmoción me paralizó.
—¿Cómo? —musité sin apenas voz.
—Por cómo me lo dijo me dio la sensación de que su intención es no regresar. Creo que esta vez ese loco quiere irse definitivamente. —Rilam suspiró, triste por la marcha de nuestro mejor amigo.
—Pero eso no puede ser… No… no me ha dicho nada.
—Creía que te lo había dicho, que ya se había despedido de ti —la extrañeza volvió a pulular por el rostro de Rilam.
—No me ha dicho nada —exhalé, a punto de echarme a llorar, mientras metía los dedos entre los mechones de mi frente.
No, Noram no podía irse para siempre. Yo… No podía vivir sin él.
—Pues no entiendo por qué.
Y yo tampoco lo entendía. Siempre que había partido a una de sus aventuras se había despedido de mí. ¿Por qué no lo había hecho ahora? Eso solo podía significar una cosa: que sí se iba definitivamente. Se iba de verdad.
—¿A qué hora se va? —pregunté, inquieta.
—Su tren parte a las cinco.
—¿A las cinco? —Miré la hora en el holograma que apareció en mi muñeca. Eran menos veinte.
—¿Quieres subir y tomarte una tila? —inquirió Rilam—. Te veo un poco alterada por todo esto.
¿Cómo no iba a estarlo? El amor de mi vida se iba para siempre. Puede que no volviera a verle jamás.
Sí, el amor de mi vida, Noram era el amor de mi vida, no podía ocultarlo más.
Entonces, la urgencia lo encajó todo en su sitio, casi de malas maneras para que me espabilara de una vez. Plac, plac, plac. Una a una, todas las placas que necesitaba para infundirme fuerzas y confianza fueron colocándose en su lugar, encajando a la perfección, ensamblándose a fin de indicarme una ruta, un camino a seguir. Mi camino, mi verdadero camino. Ahora podía expresarlo libremente en mi cabeza, ahora podía tomar la decisión correcta, la decisión que debía de haber tomado hace mucho tiempo, sin remordimientos, con resolución. Ahora tenía el suficiente valor como para tomar las riendas de mi vida. Sí, ahora podía gritarlo en mi corazón. Amaba a Noram, estaba locamente enamorada de él. Solo de él. Desde siempre. Este asunto me había atormentado durante meses, me sentía culpable y mal por Rilam, pero ahora ya no podía detenerlo, esos sentimientos acababan de rebelarse y habían salido disparados de la jaula en la que habían estado encerrados.
Verlos tan claros, tan nítidos, hizo que otro rayo fulminante de determinación me arrebatara la poca razón que me quedaba. Sabía que después le debería una conversación y una explicación a Rilam por lo que iba a hacer, por la decisión que acababa de tomar, pero ahora mismo no tenía tiempo. Los minutos corrían y Noram se iba a marchar.
—Tengo que irme —dije, más nerviosa todavía, soltándome de la mano de Rilam.
—¿No prefieres subir y tomarte esa tila? —volvió a proponerme él, preocupado por mi estado.
Odiaba verle así, porque le quería, era un chico maravilloso, no se merecía lo que iba a hacerle, no quería que se inquietara por mí. Ahora que al fin había tomado la decisión, muy pronto hablaría con él para dejarle, ya iba a pasarlo bastante mal, de modo que intenté que no se notara la angustia que me azotaba por dentro por toda esta situación.
—No, no te preocupes por mí. Pero ahora tengo que irme, en serio, tengo cosas que hacer.
—De acuerdo —aceptó él, un poco más tranquilo—. Nos vemos mañana, entonces.
Los planes que yo tenía con él ante ese «mañana» provocó que mi garganta se anudara con fuerza. Pero no podía evitarlo, no podía alargar más esta zozobra que estrujaba mi corazón cada noche, cada día.
Rilam se acercó un paso, pero no dejé que me besara. Me retiré sutilmente antes siquiera de que hiciera el amago y comencé a caminar de espaldas para despedirme.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana —se despidió él, un tanto desconcertado por mi actitud.
Me di la vuelta para no tener que ver esa expresión que aguijoneaba mi pecho y no miré atrás. Tenía algo más urgente e importante que me reclamaba al cien por cien.
«Lo siento», lloré en mi mente. «Lo siento mucho, Rilam».
Noram me esperaba… Tenía que llegar a tiempo a la estación. En cuanto crucé la esquina, empecé a correr, desesperada.
¿Por qué se iba así, sin despedirse de mí? ¿Por qué se iba para no volver? No, no podía hacerlo sin que supiera lo que sentía por él, necesitaba decirle la verdad.
Miré el holograma del reloj y mi nerviosismo aumentó. Quedaban poco más de diez minutos para que ese tren partiera con el amor de mi vida.
¡No, no!
Pegué un acelerón, hasta que mis piernas parecieron volar. El espeso aire de la carrera azotaba mi semblante y mi cabello, pero eso no me detuvo, como tampoco lo hicieron los transeúntes que se iban interponiendo en mi camino y a los que tenía que esquivar continuamente para no llevármelos por delante. Las calles se movían arriba y abajo, hasta que terminaron por ser como las manchas de un lienzo.
Divisé la calle previa a la estación y me dirigí en esa dirección, con el corazón retumbando en mi pecho a mil por hora. Salté a la calzada sin mirar, decidida a llegar lo antes posible.
Sin embargo, de repente, un frenazo justo a mi lado llamó mi atención demasiado tarde. Ni siquiera tuve tiempo de usar mi don. Acto seguido sentí el tremendo impacto del coche en mi cuerpo, el golpe contra el parabrisas, y de pronto me vi volando sobre el vehículo. Cuando por fin regresé al suelo lo hice con otro impacto, para acabar rodando por el asfalto.
Durante un momento mis oídos dejaron de escuchar, tan solo podía oír un zumbido, un pitido agudo y doloroso. Segundos después mi cerebro volvió a ubicarse y mis oídos recuperaron su función. Los gritos asustados de la gente que se agolpaba a mi alrededor también me espabilaron. Un hombre me daba palmadas en el rostro con un semblante desencajado y aterrado. Se alivió al ver que me incorporaba, seguramente también tenía más color. Era el conductor.
—¡Oh, Dios mío! —gimoteó, estudiándome frenéticamente—. ¡¿Estás bien?! ¡Te llevaré al hospital! ¡Lo siento, no te vi venir! ¡Saltaste como una loca sobre el coche!
Por fortuna, mi condición de elfo me hacía muy fuerte, pero mi condición de Guerrera Elfo aún más. No me había roto ningún hueso. Mañana tendría un par de magulladuras, nada más.
Pero sí había una cosa que me dolía de verdad: la posible pérdida de Noram. Temblando por los nervios de la prisa, volví a comprobar la hora en el holograma de mi muñeca. Me eché a llorar con las manos en la cabeza, pero no por el atropello. Eran menos cinco. Tenía que llegar a Noram como fuera.
Me levanté al instante, magullada y dolorida, y comencé a correr de nuevo.
—¡¿Oye, adónde vas?! —gritó el conductor—. ¡¿Estás loca?! ¡Maldita elfo! ¡Si estás bien arréglame el coche!
Al fin llegaba a la acera, donde solo tuve que girar la calle para tener la estación enfrente.
La puerta giratoria se desplazó con demasiada lentitud, en mi opinión. Observé las pantallas holográficas frenéticamente, pero no sabía qué buscar. ¿Qué demonios estaba buscando, si no tenía ni idea de adónde se dirigía Noram?
Corrí por la estación desesperada, llorando, buscando por todos los andenes, desolada ante la sola idea de haber llegado demasiado tarde. Hasta que vi que el holograma de la azafata con su excelsa amabilidad y su sonrisa perpetua anunciaba la próxima salida:
«Señores pasajeros, el tren con destino a la frontera sur partirá en un minuto. Diríjanse al andén cuatro de inmediato, por favor. Señores pasajeros, el tren con destino a la frontera sur partirá en un minuto. Diríjanse al andén cuatro de inmediato, por favor. Gracias».
Ese era el tren de Noram. Un minuto, ¡un minuto!
Giré sobre mi mísma buscando ese dichoso andén con un barrido de mi vista. Y lo localicé. Estaba muy cerca, podía ver el tren con forma de bala estacionado a unos pocos metros.
Y también vi a Noram.
Acababa de levantarse del banco metálico y estaba cogiendo su mochila para colgarla al hombro.
Mi corazón se desencajó de su sitio, alocado, desbocado.
—¡Noram! —le llamé mientras ya me acercaba a él a toda velocidad—. ¡Noram!
Los viajeros que se agolpaban frente a las puertas me miraron con curiosidad. Noram también escuchó mis gritos y se giró, asombrado por verme allí.
—Jän —jadeó.
Llegué a él como una exhalación y me abalancé sobre su fuerte pecho. La mochila se cayó al suelo. Noram se vio inicialmente sorprendido por mi acción, aunque sus brazos pronto me abrazaron, y Dios mío, qué bien se estaba ahí…
—¿Qué haces aquí? —murmuró, si bien me apretó contra él.
Me estremecí, toda mi alma lo hizo. Sin embargo, tuve que soltarme para poder hablarle mirándole a los ojos.
—¿Ibas a marcharte sin despedirte de mí? —le reproché, visiblemente dolida y aún conmocionada.
—Venga, ¿a qué viene tanto drama? —bromeó.
—¿Por qué te vas así? Rilam me ha dicho que te vas para no volver. ¿Es eso verdad? ¿Piensas largarte y no volver?
Al ver que su broma no había surtido efecto, Noram se puso más serio.
—Vamos, Jän, no me lo pongas más difícil —me pidió, y la tristeza que sentía realmente afloró en esa mirada que agonizaba en la mía.
—No te puedes ir, no puedes dejarme así —susurré. Mis ojos ya no aguantaron más y las lágrimas, antes rebosantes, saltaron al vacío, como mi corazón, como mi alma—. Te quiero.
Noram se quedó paralizado, pero reaccionó.
—Yo también te quiero, Jän —contestó, intentando restarle importancia con un desenfado malogrado.
—No finjas más, sabes a qué me refiero. —Le clavé la mirada y por fin dejé que mi corazón fluyera libre, sin ataduras, sin velos ni camuflajes, sin secretos—. Te amo, estoy enamorada de ti, Noram, desde siempre.
La parálisis de Noram fue todavía mayor. Nos quedamos quietos, con los ojos enganchados, maravillados. Ambos sentimos la electricidad de la atracción rodeándonos, las gigantescas ansias por besarnos. Sin embargo, ninguno se movió.
El pitido que anunciaba la inminente salida del tren resonó en los altos y abovedados techos de la estación.
—Yo también estoy enamorado de ti, te amo con toda mi alma, desde la primera vez que te vi.
Esa confesión susurrada y emocionada se clavaría en lo más hondo de mi ser para el resto de mi vida. Pero su rostro atormentado no me indicaba que fuera a cambiar nada. Por supuesto sabía que esa posibilidad estaba ahí, conocía a Noram muy bien, sabía de sus ansias de aventura, lo mucho que le gustaba su independencia y libertad, pero aun así no pude evitar sentir un desgarro en el pecho, porque también sabía cuál era la principal razón de que se fuera de este modo.
—Por eso mismo tengo que irme, Jän, no puedo seguir aquí —dijo, tomando aire profundamente para hacerse el fuerte.
—Noram —lloré.
—Tú tampoco quieres hacerle daño a Rilam, ¿verdad?
—No, claro que no.
No quería hacerle más daño del que ya le haría cuando cortara con él.
—Es mejor que ponga tierra de por medio y no sepa nada de esto. Si se entera, le destrozaremos.
Sobre todo cuando rompiera con él. Si Rilam se enteraba de que había sido por Noram…
—De acuerdo —acepté, derramando más lágrimas cuando bajé los párpados.
—No llores, por favor, no puedo soportarlo —me rogó con un nudo en la garganta, y sus cálidas manos envolvieron mis mejillas para enjugarlas.
Las sujeté, acariciándome con ellas.
—No te vayas, no tienes por qué irte —supliqué.
—No puedo. No puedo soportar más esta situación. Si me quedo terminaré volviéndome loco —exhaló con dolor, retirando las manos de mi rostro con suavidad y dulzura. Nuestras manos se quedaron enganchadas. Al tiempo, el pitido sonó por última vez—. Tengo que irme.
Retrocedió un paso, observándome concienzudamente. Observándome por última vez.
—Noram —sollocé, estirando el brazo para que no se soltara de mi mano.
Noram tragó saliva, y se notó cuánto le costó.
—Adiós, Jän —dijo con la voz quebrada a la vez que dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Mis dedos ya no pudieron retenerle más. Se soltaron con un martirio mutuo que casi podía palparse.
El chico al que amaba con toda mi alma se forzó a dar otro paso más, y otro, sin dejar de mirarme, impregnando sus retinas con mi imagen, y se dio la vuelta, subiendo al tren con rapidez, escondiéndose de mi vista para que la agonía no se alargara más.
Me quedé mirando cómo se cerraban las puertas y cómo el tren empezaba a arrancar. Cuando me di cuenta, el ferrocarril recorría el túnel con su ultrasónica velocidad, apenas era una luz que se alargaba en la negrura.
Y, con ella, Noram acababa de desaparecer de mi vida.
Lo que no sabía es que su marcha podía hacer que yo me muriera. Que toda mi alma lo gritaría, que su lejanía podría marchitarme poco a poco, hasta deshacerme completamente, hasta extinguirme como la misma Tierra.
Y, sin embargo, esa vez, le había dejado partir.