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I UN OJO VIVIENTE

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Estoy parado, a solas, bajo las estrellas.

Las llamas encienden el cielo, como si estuviera naciendo un nuevo sol. La gente grita y corre en todas direcciones. Yo, en cambio, permanezco allí en medio, incapaz de moverme, incapaz de respirar. Veo el árbol, más negro que una sombra, recortado contra el cielo llameante. Las ramas incendiadas se retuercen como serpientes mortíferas. Se extienden hacia mí. Se acercan. Intento escapar, pero mis piernas son de piedra. ¡Me arde la cara! Me cubro los ojos. Grito.

¡Mi cara! ¡Me arde la cara!

Me desperté. Los ojos me picaban a causa del sudor. La paja del jergón me arañaba la piel.

Pestañeé mientras respiraba hondo, frotándome la cara con las manos. Noté lo frías que tenía las mejillas.

Al estirar los brazos, volví a sentir un dolor entre los omóplatos. ¡Seguía allí! Deseé que desapareciese. ¿Por qué continuaba molestándome? ¡Hacía más de cinco años que el mar me había arrojado a la orilla! Las heridas de la cabeza se me habían curado hacía ya mucho, aunque seguía sin tener ningún recuerdo de la vida que llevaba antes de aparecer en el roquedal. ¿Por qué tardaba tanto en desaparecer esa herida? Me encogí de hombros. Al igual que tantas otras cosas, nunca lo sabría.

Empecé a remeter en el jergón la paja que había quedado suelta en el suelo y, al levantar unas briznas, mis dedos descubrieron una hormiga que arrastraba el cuerpo de un gusano varias veces más grande que ella. Esbozando una sonrisa, la contemplé mientras intentaba escalar en línea recta el pequeño montón de paja. Podría haberlo rodeado por cualquiera de los lados. Pero no. Alguna razón desconocida la empujaba a tratar de escalarlo y, cuando caía hacia atrás, a no cejar en el intento, para volver a fracasar. Observé aquel espectáculo repetitivo durante unos minutos.

Al cabo, me apiadé de la criaturilla. Me dispuse a cogerla por una pata, pero entonces caí en la cuenta de que podría partírsela, sobre todo si se resistía. Así que, en vez de eso, levanté el gusano. Tal como imaginaba, la hormiga se mantuvo agarrada a él, abandonada a un pataleo frenético.

Llevé a la hormiga y su premio por encima del montón de paja y los dejé con delicadeza en el otro lado. Para mi sorpresa, cuando solté el gusano, la hormiga hizo lo mismo. Se giró hacia mí, sacudiendo las antenas con fuerza. No me cupo la menor duda de que me estaba regañando.

—Lo siento —susurré con una sonrisa.

La hormiga siguió riñéndome durante unos segundos más. A continuación, volvió a agarrar su pesada carga y empezó a alejarse. En dirección a su hogar.

Se me borró la sonrisa de la cara. ¿Dónde tenía yo mi hogar? Cargaría con el jergón a cuestas, con la choza entera si fuese necesario, si supiera adónde ir.

Al girarme hacia la ventana abierta que tenía encima de mí, vi la luna llena, tan brillante como una cazuela de plata fundida. Su luz entraba por la ventana, así como por las rendijas del techo de paja, pintando el interior de la choza con su pincel reluciente. Por un instante, el resplandor selénico casi logró ocultar la pobreza de la estancia: cubrió el suelo de tierra con un manto argénteo; las toscas paredes de arcilla, con una cortina de destellos, y la silueta que aún dormía plácida en un rincón, con el aura de un ángel.

Aun así, sabía que la escena no era más que un espejismo, que no era más real que lo que acababa de soñar. El suelo era de simple tierra; el lecho, una capa de paja; la casa, solo una choza hecha de ramas mal pegadas con arcilla. ¡Hasta el cobertizo de al lado donde dormían los gansos estaba construido con más mimo! Lo sabía porque de vez en cuando me escondía allí, cuando los graznidos y los silbos de las aves se me antojaban más agradables que los gritos y el parloteo de la gente. El cobertizo era más cálido que la choza en febrero, y más seco en mayo. Tal vez yo no mereciera más lujos que los gansos, pero nadie podía negar que Branwen, sí.

La miré mientras dormía. Su respiración, tan leve que apenas levantaba su manta de lana, parecía sosegada y apacible. Por desgracia, en realidad, no era así. Toda la paz que sentía durante el sueño se desvanecía al despertar.

Se rebulló en su sopor y giró su cabeza hacia mí. Bajo la luz de la luna parecía incluso más bella de lo normal; tenía las mejillas y la frente pálidas y totalmente relajadas, pues solo en noches así se sumía en un sueño profundo. O cuando rezaba en silencio, algo que hacía cada vez con mayor frecuencia.

La estudié con el ceño fruncido. Ojalá me hablase. Ojalá me contara lo que sabía. Porque, si en efecto sabía algo acerca de nuestro pasado, se negaba a compartirlo conmigo. No tenía modo de averiguar si realmente no sabía nada o no quería ponerme al tanto.

Durante los cinco años que llevábamos compartiendo la choza, no me había revelado mucho más sobre ella. Apenas la conocía; solo sabía del tacto bondadoso de sus manos y de la perpetua tristeza que reflejaba su mirada. Y sabía que no era mi madre, como ella afirmaba.

¿Que cómo estaba tan seguro de que no era mi madre? De alguna manera, en lo más profundo de mi ser, tenía esa certeza. Era demasiado distante, demasiado hermética. Una madre, una madre de verdad, nunca le ocultaría tantas cosas a un hijo. Y si necesitaba cerciorarme aún más, me bastaba con mirarla a los ojos. Tan bonitos, y tan distintos de los míos. ¡No había en ellos ni la menor traza de negro, y sus orejas no eran puntiagudas! No, no era mi madre, del mismo modo que los gansos no eran mis hermanos.

Tampoco terminaba de creerme que ella se llamase Branwen y yo, Emrys, según aseguraba. Nos llamáramos como nos llamásemos antes de que el mar nos lanzase contra las rocas, de alguna manera yo estaba convencido de que no era así. Por mucho que ella me llamase Emrys, no lograba desprenderme de la sensación de que mi verdadero nombre era... otro. Aun así, no tenía ni idea de dónde buscar la verdad, salvo, acaso, entre las sombras convulsas de mis sueños.

El único momento en que Branwen, si realmente se llamaba así, dejaba entrever su verdadera identidad era cuando me contaba alguna historia. En especial las de los antiguos griegos. Estaba claro que eran sus favoritas. Y también las mías. Fuera o no consciente de ello, cuando empezaba a hablar sobre los gigantes y los dioses de las leyendas griegas, sobre sus monstruos y sus cruzadas, una parte de ella parecía resucitar.

También le entusiasmaba contar historias sobre los curanderos druidas, o sobre el hombre de Galilea que obraba milagros. Pero sus relatos acerca de los dioses griegos extraían un brillo especial de sus ojos zafirinos. A veces, tenía la sensación de que aquellas historias eran su forma de hablar de un lugar que para ella existía de verdad, un lugar por el que deambulaban criaturas inimaginables y donde los espíritus más poderosos se entremezclaban con las personas. Para mí, todo aquello era una sarta de disparates, pero, al parecer, ella no opinaba lo mismo.

El destello de luz que de pronto brotó de su garganta interrumpió mis pensamientos. Sabía que no era más que un rayo de luna reflejado en su colgante enjoyado, el cual seguía llevando al cuello, sujeto por un cordón de cuero, aunque esta noche su color verde parecía más intenso que nunca. Caí en la cuenta de que nunca había visto que se lo quitara, ni siquiera por un instante.

Oí que algo caía al suelo, a mis espaldas. Al girarme vi un manojo de hojas secas, de formas finas y plateadas bajo la luz de la luna, sujeto por unas briznas de hierba. Debía de haberse desprendido del caballete, que soportaba no solo el techo de paja sino también docenas de manojos de hierbas, hojas, flores, raíces, nueces, cortezas y semillas. Y esto era solo una pequeña parte de la colección de Branwen, ya que había muchos más manojos colgados del marco de la ventana, de la cara interior de la puerta y de la mesa inclinada que tenía junto a su jergón.

Debido a todos esos haces, la choza olía a tomillo, a raíz de haya, a semillas de mostaza y a muchas otras cosas. Me encantaba aquella mezcla de aromas. A excepción del eneldo, que me hacía estornudar. El olor a la corteza de cedro, mi predilecta, me hacía sentir enorme como un gigante; los pétalos de lavanda me hacían cosquillas en los dedos de los pies; y las algas me traían a la memoria algo que no terminaba de recordar.

Branwen empleaba todos esos ingredientes y herramientas para elaborar sus polvos, sus pomadas y sus cataplasmas curativas. En su mesa tenía un amplio surtido de cuencos, cuchillos, morteros, manos, coladores y otros utensilios. A menudo la observaba mientras machacaba las hojas, mezclaba los polvos, tamizaba las plantas o aplicaba una combinación de remedios en las heridas o las verrugas de algún enfermo. Sin embargo, sabía tan poco de sus métodos curativos como de ella. A pesar de que me permitía observar, no me daba conversación ni me contaba historias. Se limitaba a trabajar, por lo general mientras tarareaba algún cántico.

¿Dónde había aprendido tantas cosas sobre el arte de la curación? ¿Por qué conocía tantas fábulas sobre tierras y épocas remotas? ¿Cómo era que sabía de las enseñanzas del hombre de Galilea, sobre las cuales reflexionaba cada vez con mayor frecuencia? Nunca me contaba nada.

Yo no era el único al que exasperaba su silencio. A menudo los aldeanos murmuraban a sus espaldas, admirados ante sus poderes curativos, su belleza insólita, sus extraños cánticos. Alguno que otro llegó a hablar incluso de «hechicería» y de «magia negra», aunque no por eso dejaron de acudir a ella cuando necesitaban que les quitase un forúnculo, les calmase una tos o les librase de una pesadilla.

Las habladurías no parecían preocuparle. Mientras la gente continuara pagando por su ayuda y pudiéramos seguir manteniéndonos por nosotros mismos, no parecía importarle lo que nadie pensara o dijera. Recientemente había atendido a un monje anciano que, al resbalarse en los adoquines mojados del puente del molino, se había hecho un corte en un brazo. Mientras le vendaba la herida, Branwen pronunció una oración cristiana, algo que pareció complacer al religioso. Cuando pasó a entonar un cántico druida, no obstante, el monje la censuró y la exhortó a que dejara de blasfemar. Branwen le respondió sin inmutarse que Jesús sanaba a los demás con tanta devoción muy probablemente porque se inspiraba en la sabiduría de los druidas, además de en la de otros a los que ahora se les llamaba paganos. Al oír esto, el monje se arrancó airado el vendaje de un tirón y se marchó, no sin antes contarle a media aldea que Branwen era una sierva del demonio.

Volví a mirar el colgante. Parecía brillar con luz propia, no solo con la de la luna. Por primera vez reparé en que el cristal del centro no era de un color verde liso, como parecía ser de lejos. Al acercarme un poco más, observé vetas violetas y azules que fluían como arroyuelos bajo la superficie, a la vez que unos destellos rojos palpitaban al son de mil corazones diminutos. Casi parecía un ojo viviente.

«Galator». El nombre se me ocurrió de súbito. «Se llama Galator».

Meneé la cabeza, perplejo. ¿De dónde había salido ese nombre? No recordaba haberlo oído nunca. Quizás lo hubiera sacado de la plaza de la aldea, donde a diario se entremezclaban incontables idiomas (celta, sajón, latín, gaélico y otros todavía más indescifrables). O quizás de alguna de las fábulas de Branwen, siempre salpicadas de palabras que empleaban los griegos, los judíos, los druidas y otros pueblos aún más antiguos.

—¡Emrys!

Al oír su susurro estridente, di un respingo, sobresaltado. Miré los azulísimos ojos de la mujer que solo compartía conmigo su choza y su mesa.

—Estás despierta.

—Sí. Y tú me estabas mirando de un modo muy raro.

—No te miraba a ti —repliqué—. Miraba tu colgante. —Sin saber muy bien por qué, añadí—: Tu Galator.

Branwen jadeó. Con una rápida sacudida de la mano, se guardó el adorno bajo la túnica. Después, esforzándose por imprimirle cierta serenidad a su voz, dijo:

—No recuerdo haberte dicho esa palabra.

La miré con los ojos abiertos como platos.

—Entonces ¿se llama así de verdad? ¿Es el nombre correcto?

Branwen me escrutó con aire meditabundo y, cuando estaba a punto de responderme, se lo pensó dos veces.

—Será mejor que duermas un poco, hijo mío.

Como siempre, me fastidiaba que me llamase así.

—No puedo dormir.

—¿Y si te cuento una historia? Podría terminar la de Apolo.

—No. Ahora no.

—Entonces te prepararé una poción.

—No, gracias. —Meneé la cabeza—. Cuando se la preparaste al hijo del techador, durmió durante tres días y medio.

Una sonrisa le rozó los labios.

—Se tomó de un trago la dosis de toda una semana, el pobre bobo.

—Además, no tardará en amanecer.

Se ciñó su manta de lana áspera.

—Muy bien, pues si tú no quieres dormir, yo sí.

—Antes de que te duermas, ¿por qué no me cuentas algo más sobre esa palabra? Gal... Ay, ¿cómo era?

Fingiendo no haberme oído, Branwen se arropó con su inseparable manto de silencio, mientras se echaba encima la manta de lana y volvía a cerrar los ojos. En cuestión de segundos, parecía estar dormida de nuevo. Sin embargo, ya no quedaba rastro de la paz que había visto antes en su rostro.

—¿Por qué no me lo cuentas?

Branwen no se movió.

—¿Por qué nunca me ayudas? —protesté—. ¡Necesito que me ayudes!

Ella siguió sin inmutarse.

Entristecido, me quedé un rato mirándola. Al cabo, me incorporé en el jergón, me levanté y me mojé la cara con el agua de la ancha jofaina de madera que había junto a la puerta. Al mirar otra vez a Branwen, me invadió otra oleada de ira. ¿Por qué se negaba a darme respuestas? ¿Por qué se negaba a ayudarme? Con todo, mientras la miraba, sentí una punzada de culpa por no haberla querido llamar nunca madre, a pesar de lo mucho que la habría complacido. Aun así... ¿qué clase de madre se negaría a ayudar a su hijo?

Agarré del tirador de cuerda de la puerta. La madera arañó el suelo de tierra y, cuando la puerta estuvo abierta, salí de la cabaña.

Merlín. Los años perdidos

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