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VIII EL DON

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Durante las semanas siguientes, que acabaron siendo meses, mi tormento inundó las salas de la iglesia de San Pedro. Las monjas que allí residían, conmovidas tanto por la solidez de la devoción de Branwen como por la gravedad de mis quemaduras, nos habían abierto las puertas de su santuario. No podían sentir más que compasión por aquella mujer que consagraba todo el día a las plegarias y las atenciones a su hijo malherido. En cuanto a mí, me evitaban siempre que podían, por lo cual les estaba agradecido.

Todos mis días eran negros, tanto por mi estado de ánimo como por mi vista. Me sentía como un párvulo, apenas capaz de gatear por la cámara de fría piedra que compartía con Branwen. A través del tacto, llegué a conocerme bien las cuatro duras esquinas, las desiguales vetas de argamasa que unían las piedras, la solitaria ventana junto a la que pasaba las horas, esforzándome por ver. Sin embargo, en lugar de obsequiarme con algo de luz, la ventana me torturaba con el canto jovial del cuco y el bullicio lejano del mercado de Caer Myrddin. De vez en cuando, el olor de un guiso o el perfume de un árbol en flor flotaban hasta mí, mezclándose con los aromas de tomillo y de raíz de haya que emanaban de la mesita que Branwen tenía junto a su jergón. Yo, no obstante, no podía salir en busca de esas cosas. Estaba preso, confinado en la mazmorra de mi ceguera.

En dos o tres ocasiones reuní el valor suficiente para echar a andar, guiándome por el tacto hasta que mis manos dejaban atrás la pesada puerta de madera y me conducían al laberinto de pasillos y cámaras que se extendía al otro lado. Al escuchar con atención los ecos de mis pasos, descubrí que podía estimar la longitud y la altura de los pasadizos y el tamaño de las salas.

Un día di con una escalera cuyos peldaños de piedra se habían desgastado con el paso de los años hasta quedar reducidos a unas finas láminas. Palpé la pared con cautela mientras descendía y, al llegar abajo, abrí una puerta que me condujo a un patio perfumado. La hierba mojada me cosquilleaba los pies; el viento cálido me acariciaba la cara. Recordé de pronto lo agradable que era estar al aire libre, tendido en la hierba, bajo el sol. Oí cantar a las monjas en los claustros cercanos. Empecé a andar más rápido, ansioso por encontrarlas y me di de bruces contra una columna de piedra, con tanta fuerza que caí de espaldas en un charco de agua. Al tratar de levantarme, pisé una piedra suelta y caí de costado. Me golpeé la mejilla izquierda contra la base de la columna. Lleno de cardenales y ensangrentado, con los vendajes rotos, me quedé allí tendido, sollozando, hasta que Branwen dio conmigo.

Después de aquello no volví a levantarme del jergón, convencido de que durante el resto de mis días no sería más que una carga inútil para Branwen. Aunque me esforzara por pensar en otras cosas, siempre volvía a aflorar en mi memoria el día en que me busqué la ruina. La imagen de Branwen, atada y amordazada junto al árbol. La rabia que me abrasaba las venas. Las carcajadas de Dinatius mezcladas con los gritos. Las llamas que todo lo devoraban. Los brazos aplastados y el cuerpo fracturado bajo las ramas. Los gritos que solté cuando comprendí que me ardía la cara.

No recordaba el viaje hasta Caer Myrddin, pero, gracias a la sucinta descripción de Branwen, me lo imaginaba bastante bien. Casi podía ver la cara redonda de Lud, contemplándonos mientras nos alejábamos colina arriba en el carro del mercader ambulante que se había apiadado de la mujer de los ojos de color zafiro y de su hijo abrasado por el fuego. Casi podía sentir el vaivén del carro tirado por los caballos, oír los chirridos de las ruedas y los cascos de los caballos contra el camino. Casi podía saborear mi piel abrasada, oír los lamentos delirantes que solté sin descanso durante aquellos días y noches interminables de viaje.

Ahora, apenas nada interrumpía mi rutina. Los cánticos de las monjas. El sonido de sus pasos cuando se dirigían a los claustros, al comedor, a la sala de meditación. Las discretas cantilenas y oraciones que entonaba Branwen mientras hacía cuanto podía por curarme la piel. El infatigable canto del cuco, posado en un árbol susurrante al que yo no podía poner nombre.

Y la oscuridad. Siempre la oscuridad.

A veces, sentado en el jergón, me pasaba con cuidado los dedos por las costras de las mejillas y por debajo de los ojos. Los surcos que me cuarteaban la piel eran de una profundidad espantosa, como los de la corteza de un pino. Sabía que, pese a las habilidades de Branwen, me quedaría la cara marcada para siempre. Y, aunque un milagro me devolviera la vista algún día, esas cicatrices seguirían delatando mi necedad allí adonde fuese. Sabía que no me servía de nada pensar en todas esas cosas, pero no podía evitarlo.

Una vez me asaltó el deseo ferviente de dejarme barba. Me imaginé con una barba generosa y larga, propia de un sabio centenario. ¡Una barba magnífica! Sus rizos blancos me cubrían el rostro como una densa nube. Incluso temía que los pájaros fueran a anidar en ella.

Aquellos momentos de anhelo, no obstante, nunca duraban mucho. Caía presa de la desesperación, cada día un poco más. Ya nunca volvería a trepar a un árbol. Nunca correría libre por el campo. Nunca vería la cara de Branwen, salvo en mis recuerdos.

Empecé a dejar de comer. Por mucho que Branwen me insistiera, yo no tenía hambre. Una mañana, se arrodilló a mi lado en el suelo de piedra de la habitación y empezó a curarme las quemaduras sin decir palabra. Cuando fue a cambiarme el vendaje, me aparté de ella, meneando la cabeza.

—Ojalá me hubieras dejado morir.

—Tu hora no había llegado aún.

—¿Cómo lo sabes? —le espeté—. ¡Me siento como si ya estuviera muerto! ¡Esto no es vivir! Es una tortura interminable. Preferiría vivir en el infierno antes que aquí.

Me agarró de los hombros.

—¡No digas eso! Es una blasfemia.

—¡Es la verdad! Mira de qué me han servido tus poderes, lo que tú llamas «regalo del cielo». ¡Malditos sean estos poderes! Estaría mejor muerto.

—¡Ya basta!

Me zafé de ella con el pulso disparado.

—¡No tengo vida! ¡No tengo nombre! ¡No tengo nada!

Tragándose los sollozos, Branwen se puso a rezar.

—Dios santo, Salvador de mi alma, Hacedor de cuanto está escrito en el Gran Libro del cielo y la tierra, te lo suplico, ¡ayuda a este muchacho! ¡Por favor! Perdónalo. No sabe lo que dice. Si le devolvieras la vista, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera un momento, te juro que se ganará Tu perdón. ¡Nunca volverá a emplear sus poderes, si eso es lo que quieres! Pero ayúdalo. Te ruego que lo ayudes.

—¿Que nunca volveré a emplear mis poderes? —resoplé—. Gustosamente me desprendería de ellos si así recuperase la vista. De todas formas, nunca los pedí.

Amargado, tiré del vendaje de la frente.

—Además, ¿qué vida llevas tú ahora? ¡Tampoco es mucho mejor que la mía! Es la verdad. Puede que hables con coraje. Puede que engañes a esas monjas. Pero a mí no. Sé que te sientes desdichada.

—Me siento en paz.

—Mentira.

—Me siento en paz —mantuvo.

—¡En paz! —exclamé—. ¡En paz! Entonces ¿por qué tienes las manos irritadas de tanto escurrir paños? ¿Por qué tienes las mejillas manchadas de...?

No concluí la pregunta.

—Dios misericordioso —susurró Branwen.

—No... No lo entiendo. —Titubeando, acerqué la mano a su cara y le pasé los dedos por la mejilla con cuidado.

De inmediato, ambos supimos que, de alguna manera, yo «sentía» los surcos de sus lágrimas. Aunque no pudiera verlos con los ojos, tenía la certeza de que estaban ahí.

—Es otro don —dijo Branwen, asombrada. Me estrechó la mano con fuerza—. Tienes la segunda vista.

Yo no sabía qué pensar. ¿Sería esta la misma habilidad que un día me permitió abrir los pétalos de una flor? No. La sensación era distinta. Menos intencional, por alguna razón. ¿Y lo de ver los colores de su interior antes de que se abriera? Tal vez. Sin embargo, también eso parecía funcionar de otro modo. Esto parecía más bien... la respuesta a las plegarias de Branwen. Un regalo del cielo.

—¿Es posible? —pregunté amansado—. ¿De verdad es posible?

—Gracias a Dios, lo es.

—Comprobémoslo —propuse—. Levanta algunos dedos.

Así lo hizo.

Me mordí el labio inferior, esforzándome por percibirlos.

—¿Dos?

—No. Prueba otra vez.

—¿Tres?

—Prueba otra vez.

Me concentré y cerré los ojos de forma instintiva, aunque, por supuesto, eso no influyó en modo alguno. Tras un largo silencio, dije:

—Dos manos, no una. ¿Es así?

—¡Sí! Ahora... ¿cuántos dedos?

Pasaron los minutos. El sudor se me acumuló en la frente cruzada de cicatrices y me irritó la piel, aún tierna. Sin embargo, no flaqueé. Al cabo, inquirí con indecisión:

—¿Podrían ser siete?

Branwen respiró, aliviada.

—Son siete.

Nos abrazamos. En ese momento tuve claro que mi vida había cambiado por completo. Y sospeché que, durante el resto de mis días, le daría una especial importancia al número siete.

Sin embargo, lo más importante era otra cosa: se había hecho una promesa. Daba igual que la hubiera hecho yo, que la hubiera hecho Branwen, o que la hubiéramos hecho los dos. Nunca volvería a mover un solo objeto con la mente. Ni siquiera el pétalo de una flor. Tampoco leería el futuro de nadie, ni intentaría dominar los poderes que pudiera poseer. Pero podía ver de nuevo. Podía vivir de nuevo.

Recuperé el apetito de inmediato. Y, de hecho, no paré de comer, sobre todo si me traían gachas de pan mojadas en leche, mi plato favorito. O mermelada de moras con tarugos de pan. O mostaza con huevos de gansa crudos, con los que además me daba el gusto de revolverle el estómago a las monjas que tuviera cerca. Una tarde, Branwen fue al mercado y encontró un único pero suculento dátil, con el cual nos deleitamos como si de un banquete real se tratara.

Y, así, junto con mi apetito, resurgió mi vitalidad. Empecé a explorar los pasillos, los claustros, los patios de San Pedro. La iglesia se convirtió en mi dominio. ¡Mi castillo! Una vez, aprovechando que no había ninguna monja cerca, salí al patio a hurtadillas y me di un baño en el estanque. Lo que más me costó fue resistir la tentación de ponerme a cantar a voz en cuello.

Mientras tanto, a diario, Branwen y yo trabajábamos juntos durante horas con el fin de aguzar mi segunda vista. Durante las primeras prácticas empleamos cucharas, cuencos de cerámica y otros utensilios cotidianos que ella encontraba en la iglesia. Más adelante, me atreví con un pequeño altar de madera labrada con formas y textura sutiles. Por último, como cumbre de mi formación, me enfrenté a un cáliz de dos asas con complejos grabados en la superficie. Aunque me llevó casi una semana, finalmente conseguí leer las palabras inscritas en el borde: PEDID Y SE OS DARÁ.

Con la práctica entendí que podía ver mejor los objetos si estaban inmóviles y no muy lejos. Si se movían demasiado rápido o se mantenían a una cierta distancia, a menudo los perdía. Los pájaros que pasaban volando se fundían con el cielo sin más.

Asimismo, a medida que la luz se atenuaba, también mi segunda vista se nublaba. Al atardecer, tan solo podía intuir los contornos difuminados de las cosas. De noche no veía nada, a menos que una antorcha o la luna ahuyentasen la oscuridad. No acababa de comprender por qué mi segunda vista necesitaba que hubiera luz. Al fin y al cabo, no era como el sentido de la vista natural. Entonces ¿por qué le afectaba la oscuridad? Por otro lado, la segunda vista parecía mirar en parte hacia dentro y en parte hacia fuera. Quizás dependiera de lo que quedaba de mis ojos, de alguna forma que escapaba a mi entendimiento. O quizás necesitaba de otra cosa, algo que había dentro de mí, y que no terminaba de superar las pruebas.

Así pues, si bien era mucho mejor contar con la segunda vista que no ver nada, no podía compararse con el sentido que había perdido. A plena luz del día, solo podía percibir ciertos colores y de forma muy superficial, con lo que el resto del entorno permanecía ensombrecido por una impenetrable escala de grises. De ahí que, aun sabiendo que Branwen llevaba la cabeza y el cuello envueltos en un velo de un color más claro que su túnica holgada, no podía asegurar si la prenda era gris o parda. Empecé a olvidar una buena parte de lo que había aprendido sobre los colores de las cosas desde que llegara a Gwynedd.

Aun así, aceptaba esas limitaciones. Oh, sí, y con mucho gusto. Gracias a mi incipiente habilidad, me paseaba por los claustros y acudía al comedor con Branwen. Me sentaba junto a alguna monja y conversaba con ella durante un rato, fingiendo que la miraba con los ojos, sin que ella sospechara que seguían sin servirme de nada. Así, una mañana salí corriendo al patio, zigzagueando entre las columnas, hasta que me metí en el estanque de un salto.

Aquel día no reprimí las ganas de cantar.

Merlín. Los años perdidos

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