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III CAPEAR EL TEMPORAL

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Me puse de pie soltando un gruñido.

—Dinatius, eres un cerdo.

Él, mayor que yo, de hombros cuadrados y denso cabello castaño, me miró con una sonrisa de satisfacción.

—Eres tú el que tiene las orejas puntiagudas como los cerdos. ¡O como los demonios! En cualquier caso, mejor ser un cerdo que un bastardo.

Sentí que las mejillas me ardían, pero me contuve. Lo miré a los ojos, grises como el lomo de un ganso. Para ello tuve que echar la cabeza hacia atrás, ya que él era mucho más alto. De hecho, con aquellos hombros Dinatius ya podía levantar cargas que hacían tambalearse a muchos hombres recios. Además de atizar la lumbre de la herrería (un trabajo duro y asfixiante), cortaba y transportaba la leña, avivaba el fuego con los fuelles y arrastraba de un lado a otro quintales de hierro. Por todo esto, el herrero le recompensaba con una o dos comidas al día, un saco de paja para dormir y no pocos golpes en la cabeza.

—Yo no soy un bastardo.

Dinatius se frotó despacio la barba incipiente del mentón.

—Y entonces ¿dónde se esconde tu padre? ¡Puede que sea un cerdo! O puede que sea una de esas ratas con las que vivís tu madre y tú.

—No hay ratas en nuestra casa.

—¿Casa? ¿A eso lo llamas casa? No es más que una pocilga en la que tu madre se esconde para hacer sus hechizos.

Apreté los puños. Me dolía que se burlara de mí, pero que hablase de Branwen en un tono tan grosero hacía que me hirviera la sangre. Aun así, sabía que Dinatius trataba de provocarme. También sabía cómo terminaría la pelea. Lo mejor sería que me contuviera, si podía. Me costaría mucho mantener los puños quietos. Pero ¿la lengua? Eso sí que me iba a ser difícil.

—El jorobado nunca se ve la joroba.

—¿Y qué quieres decir con eso, pequeño bastardo?

Sin tener ni idea del motivo de mi réplica, añadí:

—Quiero decir que no deberías llamar «bastardo» a nadie, porque tu padre no era más que un mercenario sajón que una noche pasó a caballo por esta aldea, y de recuerdo solo quedasteis tú y una botella vacía.

Dinatius abrió la boca y la volvió a cerrar sin articular palabra. Caí en la cuenta de que las palabras que él siempre había temido, y que nunca había querido oír, eran ciertas. Unas palabras que dolían más que cualquier puñetazo.

Se sonrojó.

—¡Estás muy equivocado! Mi padre era romano, ¡era un soldado! Todo el mundo lo sabe. —Me acuchilló con una mirada feroz—. ¡Yo te enseñaré quién es aquí el bastardo!

Di un paso atrás.

Se acercó a mí.

—No eres nadie, bastardo. ¡Nadie! No tienes padre. Ni hogar. ¡Ni nombre! ¿A quién le robaste el nombre de Emrys, bastardo? ¡No eres nadie! ¡Y nunca serás algo!

Su acusación hizo que me estremeciera, a pesar de la rabia que se caldeaba en sus ojos. Miré a mi alrededor en busca de alguna forma de escapar. No podría correr más que él. Sobre todo sin contar con ventaja. Pero hoy no se veía ninguna gaviota volando cerca de allí. Entonces se me ocurrió una idea. «No se ve ninguna gaviota».

Tal como había hecho el día anterior, señalé al cielo y grité:

—¡Mira! ¡Un tesoro caído del cielo!

Esta vez Dinatius, que acababa de inclinar el cuerpo para sacudirme, no miró hacia arriba. En lugar de eso, se encogió como si pretendiera protegerse la cabeza de un golpe. No pude hacer mucho más. Di media vuelta y eché a correr tan rápido como un conejo asustado por el patio encharcado del molino.

Hecho una furia, Dinatius salió disparado tras de mí.

—¡Vuelve aquí, cobarde!

Atajé por la extensión de hierba, salté por encima de una piedra de amolar rota y un montón de virutas de madera y me escabullí por el puente, golpeteando los adoquines con las botas. Antes de llegar al otro lado, los pasos de Dinatius empezaron a ahogar mis jadeos. Di un giro brusco y enfilé la antigua calzada romana de la ribera. A mi derecha se agitaban las aguas del Tywy y, a mi izquierda, el espeso bosque se extendía hasta las lomas de Y Wyddfa, interrumpido solo por las trochas abiertas por los ciervos y los lobos.

Me adentré sesenta o setenta pasos por el camino pedregoso a todo correr, mientras oía como Dinatius se acercaba cada vez más. Una vez que llegué a lo alto de un montículo, me salí del camino, lanzándome hacia el helechal que bordeaba el bosque. A pesar de las espinas que se me clavaban en las pantorrillas y los muslos, seguí corriendo presa de la desesperación. Después, al dejar atrás los helechos, salté una rama caída, salvé un riachuelo y gateé por el pedregal musgoso de la otra orilla. Cuando di con una de las angostas trochas de los ciervos que zigzagueaba como una serpiente interminable por el suelo del bosque, continué a la carrera hasta que me vi rodeado por unos árboles gigantescos.

Me detuve solo el tiempo suficiente para oír a Dinatius partiendo las ramas de los arbustos a su paso. Sin pararme a pensar, me agaché en medio del colchón de acículas que alfombraba el bosque y salté hasta la rama más baja de un enorme pino. Como si fuera una ardilla, trepé por una rama tras otra, hasta que me situé a una altura de tres hombres por encima del suelo.

En ese preciso momento, Dinatius llegó a la arboleda. Me aferré a la rama, justo por encima de él, con el pulso desbocado, los pulmones doloridos y las piernas ensangrentadas. Procuré quedarme quieto y respirar sin hacer el menor ruido, a pesar de que los pulmones me pedían más aire a gritos.

Dinatius miró a izquierda y derecha, esforzándose para distinguir algo en la penumbra del bosque. Al rato, levantó la mirada, pero se le metió una esquirla de corteza en el ojo.

—¡Maldito bosque!

Al oír que algo se movía levemente fuera del bosque, corrió en esa dirección.

Me pasé la mañana esperando en la rama, contemplando el lento avance de la luz por las ramas de espinos, y el movimiento aún más perezoso del viento que deambulaba entre los árboles. Al cabo, convencido de que le había dado esquinazo a Dinatius, me atreví a moverme. Pero no bajé al suelo.

Subí hacia la copa.

Mientras ascendía por la escalera de ramas, reparé en que aún tenía el pulso acelerado, pero no a causa del miedo, ni del agotamiento, sino de la expectación. Este árbol, este momento, me emocionaban de una forma que no acertaba a explicarme. Cada vez que me encaramaba a una rama más alta, mi ánimo se elevaba un poco más. Era como si pudiera ver más lejos, oír más claro y oler con mayor intensidad a medida que subía. Me imaginé flotando junto al pequeño halcón que volaba en círculos por encima de los árboles.

El paisaje que se desplegaba por debajo de mí se agrandó. Seguí el curso del río que descendía sinuoso desde las colinas del norte. El cauce parecía una serpiente descomunal, salida de las fábulas de Branwen. Y las colinas descansaban formando rugosas hileras, como los pliegues de un cerebro milenario y desprotegido. ¿Qué pensamientos habrían salido de ese cerebro a lo largo de la historia inmensurable?, me pregunté. ¿Serían este bosque, este día, uno de ellos?

La mole imponente de Y Wyddfa, con su cima deslumbrante envuelta en un manto blanco, se elevaba entre la niebla que arropaba los montes más escarpados. Las sombras de las nubes, oscuras y redondeadas, avanzaban por las crestas como si fueran huellas de gigantes. ¡Ojalá me encontrara con los gigantes! ¡Ojalá pudiera ver su danza!

Las nubes se congregaban en el cielo del oeste, aunque todavía se divisaba algún que otro destello de luz en el mar iluminado por el sol. El panorama del mar infinito me producía un vago anhelo que me resultaba difícil de describir. De alguna manera, sabía lo que era. Mi verdadero hogar, mi verdadero nombre, estaban al otro lado en alguna parte. Una angustia tan insondable como el propio mar se arremolinó dentro de mí.

Alargué el brazo para cogerme a la siguiente rama, haciendo un esfuerzo para seguir trepando. Cerré las manos alrededor del pie de la rama y pasé una pierna por encima. Varias ramitas se quebraron y cayeron al suelo describiendo elegantes espirales. Con un gruñido, me impulsé tanto como pude y me coloqué encima.

Con la intención de descansar un poco, me acomodé en la concavidad de la rama y me recliné contra el tronco. Al notar que tenía las manos pegajosas a causa de la savia del pino, me las acerqué a la cara: mis pulmones se llenaron con su olor dulce y resinoso.

De pronto, algo me rozó la oreja derecha. Volví la cabeza. Una erizada cola parda desapareció tras el tronco. Cuando me incliné para echar un vistazo al otro lado del árbol, oí un silbido agudo. Y, a continuación, unos pies minúsculos corretearon por mi pecho y me bajaron por la pierna.

Volví a sentarme, justo a tiempo de ver que una ardilla saltaba desde mi pie hasta una rama más baja. Con una sonrisa, observé cómo el inquieto animalillo parloteaba y chillaba. Subía a la carrera por el tronco, después bajaba y después volvía a subir, agitando la cola como si fuese una bandera peluda, sin dejar de mordisquear una piña casi tan grande como su cabeza. Entonces, como si acabara de reparar en mi presencia, se detuvo en seco. Me escrutó unos segundos, soltó un chillido y saltó hacia una rama alargada del árbol de al lado. En cuanto llegó a su destino, se escabulló tronco abajo y se perdió de vista. Me pregunté si yo le habría parecido tan divertido como ella me lo había parecido a mí.

Emocionado de nuevo, reanudé la escalada. El viento se agitaba, desprendiendo de los árboles todo un elixir de olores. Las ramas entrechocaban soltando sobre mí gotas de resina que me sumergían en una riada de aromas.

De nuevo, me fijé en el halcón, que seguía volando en círculos. No estaba seguro, pero intuía que estaba observándome. Que me vigilaba por algún motivo que solo él conocía.

El primer trueno retumbó cuando me encaramaba a la rama más elevada de las que podían soportar mi peso. Lo acompañó un estruendo aún más estremecedor, el del grito de millares de árboles que se combaban a merced del viento. Oteé el mar de copas verdes, cuyo follaje ondeaba como las olas que formaba el agua. Bajo el estrépito pude distinguir distintas voces: el suspiro profundo del roble y el quiebro estridente del espino; el siseo del pino y el crepitar del fresno. Las acículas chasqueaban y sus hojas golpeteaban. Los troncos gruñían y los huecos silbaban. Todas aquellas voces y muchas más se sumaron hasta formar un coro grandioso y ondulante que cantaba en un idioma no tan distinto del mío.

Cuando el viento arreció, el árbol al que había trepado empezó a mecerse. Casi como si fuera una persona, se echaba hacia atrás y se contorsionaba, con delicadeza al principio, y después con creciente fuerza. Mientras más intensidad cobraba la oscilación, más temía que el tronco se partiese y me arrojase al suelo. Pero enseguida me tranquilicé. Me asombró que aquel árbol pudiera ser tan flexible y tan robusto al mismo tiempo, y me agarré con fuerza mientras iba y venía, giraba y se retorcía, hendiendo el aire con sus curvaturas y sus arqueos. Entregado a ese elegante vaivén, dejé de sentirme como una criatura terrestre: casi era una parte más del viento.

Llegó la lluvia, cuyo tamborileo se entremezcló con el borboteo del río y el canto de los árboles. Las ramas se transformaron en verdes cataratas. Los ríos en miniatura fluían por los troncos, arremolinándose entre las praderas musgosas y los cañones de corteza. Me determiné a capear el temporal. Estaba empapado hasta los huesos. Y no podía sentirme más libre.

Cuando, al cabo, la tormenta amainó, el mundo parecía haber renacido. Los rayos del sol danzaban sobre las hojas lustradas por la lluvia. Las ensortijadas columnas de niebla se elevaban en espiral de los claros. Los colores del bosque eran más intensos, más relucientes, y los olores, más frescos. Y en ese instante tomé conciencia de que la Tierra nunca dejaba de rehacerse, de que la vida nunca dejaba de renovarse. Tal vez aquella fuera la tarde de un día en concreto, pero formaba parte de la mañana de la creación.

Merlín. Los años perdidos

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