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IV EL MONTÓN DE TRAPOS

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La luz del atardecer comenzaba a resaltar los matices y acentuar las sombras cuando de pronto sentí un sutil pinchazo en el abdomen, una punzada que enseguida se volvió más intensa. Tenía hambre. Un hambre canina.

Al admirar el paisaje por última vez, vi la telaraña de luz dorada que se deslizaba por las colinas y empecé a bajar de mi atalaya. Cuando al cabo llegué a la rama más baja, todavía húmeda por la lluvia, la rodeé con las manos y me descolgué por uno de los lados. Me quedé un momento allí suspendido, columpiándome como un árbol azotado por la tempestad. Caí entonces en la cuenta de que, por alguna razón, el dolor que antes sentía entre los omóplatos había desaparecido desde que trepé al árbol. Me solté y caí sobre el lecho de acículas.

Con delicadeza, puse la mano sobre el tronco rugoso del viejo árbol. Casi podía sentir la resina circulando por la columna formidable de su cuerpo, del mismo modo que la sangre circulaba por el mío. Con una simple palmada, le di las gracias.

Me fijé entonces en un ramillete de setas pardas cubiertas de un vello desgreñado, acurrucado entre las acículas, al pie del pino. Durante las salidas con Branwen había aprendido que eran comestibles. Salté a por ellas. En un abrir y cerrar de ojos me las comí todas, así como las raíces de una planta de hojas púrpuras que había crecido cerca.

Encontré la trocha de los ciervos y la seguí de regreso al riachuelo. Ahuequé las manos y bebí un poco de agua fría: me heló los dientes y me despertó la lengua. Con paso brioso, volví al camino de sirga que llevaba a la aldea.

Crucé el puente. Al otro lado del molino, los techos de paja de Caer Vedwyd se apretujaban como balas de hierba seca. Bajo uno de ellos, la mujer que decía ser mi madre debía de estar mezclando sus pociones o curándole una herida a alguien, siempre sumida en su secretismo y su silencio. Para mi sorpresa, deseé que, algún día, pudiera sentirme como en casa.

Al entrar en la aldea, oí los gritos alegres de los otros chicos. En un primer momento, sentí el impulso de retirarme a alguno de mis escondrijos habituales. No obstante... ahora me sentía más seguro de mí mismo. ¡Hoy me uniría a sus juegos!

Titubeé. ¿Y si Dinatius andaba cerca? Tendría que estar atento a la herrería. Aun así, quizás incluso Dinatius se ablandara con el tiempo.

Me acerqué con cautela. Bajo el gran roble donde convergían los tres caminos principales, vi a los granjeros y los comerciantes vendiendo sus mercancías. Los caballos y los burros, atados a los postes, sacudían la cola para espantar a las moscas. No muy lejos de allí, un bardo de gesto sombrío entretenía a su escaso público con una balada, hasta que uno de los animales lo hizo callar de un coletazo en la boca. Cuando superó las náuseas y recuperó la compostura, había perdido a todo su público.

Al otro lado de la plaza había cuatro muchachos que afinaban su puntería tirándole piedras y palos a un blanco, un montón de trapos desgarrados y apretujados en la base del roble. Cuando vi que Dinatius no estaba con ellos, respiré aliviado. Pronto me acerqué lo bastante para gritarle a uno de los chicos:

—Lud, ¿qué tal van hoy los lanzamientos?

Un muchacho achaparrado de cabello pajizo se volvió. Tenía la cara redonda y los ojos menudos, y parecía vivir en un constante estado de perplejidad. Nunca había sido antipático conmigo, pero me pareció que de repente actuaba con cautela. No sabía si le preocupaba Dinatius... o si le preocupaba yo.

Me acerqué un poco más.

—Tranquilo. Ningún pájaro va a aliviarse sobre tu cabeza.

Lud se me quedó mirando un momento, hasta que soltó una carcajada.

—¡Ese sí que fue un buen lanzamiento!

Le devolví la sonrisa.

—Pero que muy bueno.

Me pasó una piedrecita.

—¿Por qué no pruebas?

—¿Seguro? —intervino otro de los muchachos—. A Dinatius no le va a hacer ninguna gracia.

Lud se encogió de hombros.

—Venga, Emrys. Veamos cómo estás de puntería.

Los chicos intercambiaron una mirada mientras yo sopesaba la piedrecita. Con una sacudida del brazo, la lancé contra el montón de trapos. El proyectil voló alto y acabó aterrizando en el corral de los gansos, provocando un caos de graznidos y aleteos.

Avergonzado, murmuré:

—No demasiado bien.

—Quizás deberías acercarte un poco —se burló uno de los muchachos—. Como hasta el pie del árbol.

Los demás se rieron.

Lud agitó la mano para que se callaran y me pasó otra piedra.

—Prueba otra vez. Solo necesitas un poco de práctica.

Su tono de voz tenía algo que me devolvió el aplomo perdido. Apunté de nuevo bajo la mirada de todos. Esta vez, mientras me colocaba, me tomé un momento para calibrar la distancia que me separaba del blanco y el peso de la piedra que tenía en la mano. Sin apartar la vista del montón de trapos, eché el brazo atrás y lancé.

La piedra acertó de pleno. Lud chasqueó la lengua, satisfecho. No pude reprimir una sonrisa de satisfacción.

Entonces algo me llamó la atención. En vez de atravesar los trapos e impactar contra el tronco del árbol que había detrás, la piedra rebotó, como si los andrajos estuvieran hechos de alguna materia sólida. Al fijarme bien, me dio un vuelco el corazón. Porque mientras lo miraba, el montón de trapos se agitó. Y soltó un quejido lastimero.

—¡Es una persona! —exclamé incrédulo.

Lud meneó la cabeza.

—No es una persona. —Señaló los harapos con ademán despreocupado—. Es un judío.

—Un judío asqueroso —precisó uno de los otros muchachos, que también lanzó una piedra contra los trapos. Otro acierto. Otro quejido.

—Pero... Pero no podéis. —Fui a decir algo más, pero al final me contuve. No quería desperdiciar la oportunidad de que me aceptaran en el grupo.

—¿Por qué no? —Lud se echó atrás para arrojarle al hombre un palo pesado—. Los judíos no tendrían que haber pasado por aquí. Son como demonios, con cuernos y cola. Traen mala suerte.

Tras articular otro quejido, el montón de trapos empezó a levantarse.

Tragué saliva.

—Yo no me creo esas tonterías. Dejad que el vagabundo se marche y buscad otro blanco.

Lud me miró extrañado.

—Será mejor que no defiendas a los judíos. La gente podría preguntarse si... —Se interrumpió para medir sus palabras—. Si no serás de la misma clase.

—Pero ¡si todos somos de la misma clase! Ese judío es una persona, igual que lo eres tú y que lo soy yo. —Miré al hombre harapiento, que empezaba a alejarse, y gruñí—: Dejadlo en paz.

Lud se limitó a sonreír satisfecho y le lanzó el palo pesado.

—¡No! ¡No le hagas daño! —le grité alargando el brazo.

El palo interrumpió su vuelo en seco y cayó al suelo.

Fue como si la rama se hubiera golpeado contra un muro invisible.

Los muchachos observaron la escena atónitos. Me quedé boquiabierto. No estaba menos sorprendido que ellos.

—Un encantamiento —masculló uno de los muchachos.

—Hechicería —afirmó otro.

La cara redonda de Lud palideció. Muy despacio, se apartó de mí.

—Vete de aquí, hijo de... hijo de...

—Hijo del demonio —terminó otro de ellos.

Al volverme, me encontré cara a cara con Dinatius; su túnica había acabado rasgada y salpicada de barro tras la larga persecución por el bosque. A pesar de su gesto desdeñoso, parecía estar satisfecho porque al fin había acorralado a su presa.

Me erguí, lo que me hizo aún más consciente de su considerable superioridad física.

—No tenemos por qué ser enemigos —dije.

Me escupió en la mejilla.

—¿Cómo no iba a querer ser amigo de un pequeño demonio como tú?

Entorné los ojos mientras me limpiaba la cara. Era cuanto podía hacer para contener la rabia e intentarlo de nuevo. Con la voz temblorosa, repliqué:

—No soy un demonio. Soy un muchacho, como tú.

—Ya sé lo que eres. —La voz de Dinatius cayó sobre mí como una avalancha de rocas—. Tu padre era un demonio. Y tu madre hace cosas malignas de demonios. En cualquier caso, ¡eres el hijo del demonio!

Dando un grito, me abalancé sobre él.

Dinatius se hizo a un lado hábilmente, me alzó en el aire y me arrojó con fuerza contra el suelo. Y, por si fuera poco, a continuación me asestó una patada en el costado que me hizo morder el polvo.

El dolor de las costillas me impedía incorporarme. Dinatius se erigía ante mí, carcajeándose con la cabeza echada hacia atrás, agitando su mata de pelo. Los demás muchachos también se reían, animándolo a que continuase.

—¿Te pasa algo, pequeño demonio? —se mofó Dinatius.

Tenía el cuerpo molido, pero la rabia me dolía aún más. Apretándome el costado con la mano, hice un esfuerzo para ponerme de rodillas y me levanté. Gruñí como una bestia malherida, y reanudé el ataque, agitando los brazos.

Al cabo de un instante, estaba tendido boca abajo en la hierba, sin apenas poder respirar. Me entró sangre en la boca. Consideré la posibilidad de hacerme el muerto, con la esperanza de que mi torturador perdiera el interés, pero en el fondo sabía que no funcionaría.

Dinatius dejó de reírse en seco cuando volví a levantarme, tambaleante, con la sangre corriéndome por la barbilla. Permanecí de pie como pude y lo miré a los ojos. Lo que descubrí en ellos me sorprendió.

Pese a su agresividad, saltaba a la vista que estaba estupefacto.

—Por la gloria del Señor, sí que eres testarudo.

—Lo bastante testarudo para plantarte cara —afirmé con voz ronca, apretando los puños.

En ese momento, alguien que había salido de la nada se interpuso entre nosotros. Todos los muchachos, salvo Dinatius, se apartaron. Ahogué un grito de asombro.

Era Branwen.

A pesar del miedo que le ensombreció la mirada, Dinatius escupió a sus pies.

—Hazte a un lado, mujer demoníaca.

Branwen lo fulminó con la mirada.

—Déjanos.

—Iros al infierno —replicó él—. Ese es vuestro lugar.

—¿Sí? Entonces eres tú quien debería marcharse. —Branwen levantó los brazos con aire amenazador—. O descargaré sobre ti los fuegos del abismo.

Dinatius meneó la cabeza.

—Aquí quien va a arder eres tú. No yo.

—¡Yo no le temo al fuego! ¡No puedo quemarme!

Lud, que observaba nervioso a Branwen, tiró del hombro de Dinatius.

—¿Y si dice la verdad? Vámonos.

—No hasta que acabe con el pequeño diablo.

Los ojos azules de Branwen centellearon.

—Marchaos. O las llamas os devorarán.

Dinatius dio un paso atrás.

Branwen se inclinó hacia él y le dio una sencilla orden:

—Ahora.

Los otros muchachos dieron media vuelta y se alejaron corriendo. Dinatius, al verlos huir, titubeó. Se persignó con ambas manos para protegerse del mal de ojo.

—¡Ahora! —repitió Branwen.

Dinatius la miró airado y, al cabo, se retiró.

Tomé a Branwen del brazo y regresamos juntos a nuestra choza con paso tranquilo.

Merlín. Los años perdidos

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