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VI LLAMAS

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Una silueta apareció en la entrada, bloqueando la luz.

Salté del jergón y volqué el cuenco de madera de Branwen.

—¡Dinatius!

El chico nos señaló con su brazo musculoso.

—Salid —nos instó.

—No. —Branwen se puso de pie y se colocó a mi lado.

Los ojos plomizos de Dinatius despidieron un destello de rabia. Miró hacia atrás de soslayo y gritó:

—¡Sacadla a ella primero!

Entró en la choza, seguido por dos de los muchachos de la plaza. Lud no venía con ellos.

Agarré a Dinatius del brazo. Se zafó de mí como si yo fuera una simple mosca, empujándome de espaldas contra la mesa donde estaban los utensilios y los ingredientes de Branwen. Las cucharas, los cuchillos, los coladores y los cuencos se desperdigaron por el suelo de la choza al tiempo que la mesa cedía bajo mi peso. Los líquidos y las pastas salpicaron las paredes de arcilla mientras las semillas y las hojas salían volando.

Al verlo forcejear con Branwen, me levanté de un brinco y me abalancé sobre él. Se volvió y me abofeteó con tanta fuerza que salí despedido de espaldas contra la pared. Me quedé allí tirado, aturdido por un instante.

Cuando logré reaccionar, me di cuenta que estaba solo en la choza. Al principio no comprendía lo que había sucedido. Sin embargo, al oír gritos fuera, me dirigí a la salida a trompicones.

Branwen estaba tendida en medio del camino, a unos veinte o treinta pasos de la choza. Le habían atado las manos y las piernas con una cuerda trenzada. En la boca le habían metido un jirón de tela que le habían arrancado del vestido, para que no pudiera gritar. Al parecer, los comerciantes y los aldeanos de la plaza seguían afanados en sus labores y aún no habían reparado en ella, o tal vez preferían no intervenir.

—Miradla —se rio un muchacho delgaducho de cara mugrienta mientras señalaba a la silueta tendida en el camino—. Ya no da tanto miedo.

Su compañero se echó también a reír, sujetando un trozo de cuerda.

—¡La mujer demoníaca se lo tiene bien merecido!

Eché a correr en su auxilio. De pronto, descubrí a Dinatius, agachado ante un montón de maleza que habían apilado bajo las gruesas ramas del roble. Cuando le arrojó la palada de brasas llameantes que había sacado de la herrería, sentí un escalofrío. «Una hoguera. Pretende encender una hoguera».

Las llamas crepitaron entre los hierbajos. Una columna de humo ascendió aprisa hacia las ramas del árbol. Dinatius había vuelto a levantarse y contemplaba su obra con los brazos en jarras. Al ver su silueta recortada contra el fuego, él sí me pareció un demonio.

—¡Dice que no le teme al fuego! —recordó Dinatius. Cuando los demás asintieron, añadió—: ¡Dice que no puede quemarse!

—¡Comprobémoslo! —dijo el que sujetaba la cuerda.

—¡Fuego! —exclamó uno de los comerciantes al ver las llamas.

—¡Apagadlo! —gritó una mujer mientras salía de su cabaña.

Sin embargo, antes de que nadie pudiera hacer nada, los dos muchachos agarraron a Branwen por las piernas y la arrastraron hacia el árbol ardiente, donde Dinatius los esperaba.

Salí corriendo de la choza, con los ojos clavados en Dinatius. Sentí desatarse la rabia dentro de mí, una rabia que no había conocido hasta entonces. Incontrolable e implacable, anegó mi ser como una ola gigantesca, tragándose cuantos pensamientos y sentimientos encontraba a su paso.

Al ver que me acercaba, Dinatius sonrió.

—Justo a tiempo, hijo del demonio. Os asaremos a los dos juntitos.

Un único deseo se apropió de mi voluntad: «Que arda. Que arda en el infierno».

El árbol se estremeció entonces con un crujido, como si un rayo acabara de partirlo por la mitad. Dinatius se volvió en el preciso instante en que una de las ramas más grandes, tal vez debilitada por el fuego, se partía. Cayó justo encima de él, atrapándole el pecho y aplastándole los brazos. No le dio tiempo a escapar. Como el hálito de una manada de dragones, la fogarada se encabritó. Los aldeanos y los comerciantes se disgregaron. Las ramas estallaron deshechas en llamas, mientras el estrépito de los chasquidos luchaba por imponerse a los gritos del muchacho atrapado.

Corrí hacia Branwen. La habían dejado caer solo a unos pocos pasos del árbol incendiado. El fuego ya le lamía la túnica. Sin perder un segundo, aparté a Branwen de las llamas hambrientas y le deshice las ataduras. Se sacó la tela de la boca y me miró fijamente, entre agradecida y temerosa.

—¿Lo has hecho tú?

—Creo... Creo que sí. Una especie de hechizo.

Clavó en mí su mirada de zafiro.

—Tu magia. Tu poder.

Sin darme tiempo a responderle, un grito escalofriante escapó de entre las fauces de las llamas. Se alargó hasta el infinito: fue un grito de pura agonía. Al oír aquella voz, aquel lamento de impotencia, se me heló la sangre. Supe de inmediato lo que había hecho. Supe también lo que debía hacer.

—¡No! —protestó Branwen, agarrándome de la túnica.

Pero ya era demasiado tarde. Ya me había sumergido en las llamas furibundas.

Merlín. Los años perdidos

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