Читать книгу Merlín. Los años perdidos - Thomas A. Barron - Страница 17
VII ESCONDIDO
ОглавлениеVoces. Voces angelicales.
Me incorporé de golpe. ¿Serían ángeles de verdad? ¿Estaría muerto de verdad? La oscuridad me envolvía. Más opaca que cualquier noche que recordase.
A continuación, dolor. El dolor que sentía en la cara y en la mano derecha me indicaron que, en efecto, estaba vivo. Era un dolor intenso. Punzante. Como si me estuvieran desollando vivo.
Aparte del dolor, noté un peso extraño en la frente. Con cautela, me llevé las manos a la cara. Caí en la cuenta de que tenía los dedos de la mano derecha vendados. También la frente, las mejillas, los ojos... Todo lo tenía cubierto con unos paños fríos, húmedos, que olían a hierbas acres. El más leve de los roces me causaba un dolor lacerante.
Una puerta pesada chirrió al abrirse. Alguien se acercaba; el eco de sus pasos contra el suelo de piedra resonaba en el techo altísimo que quedaba encima de mi cabeza. La cadencia de los pasos me resultaba familiar.
—¿Branwen?
—Sí, hijo mío —me respondió una voz desde la oscuridad—. Te has despertado. Me alegro. —Aun así, la noté más afligida que alegre mientras me acariciaba la nuca con delicadeza—. Tengo que cambiarte los vendajes. Me temo que va a dolerte.
—No. No me toques.
—Tengo que hacerlo, si quieres curarte.
—No.
—Emrys, tengo que hacerlo.
—Está bien, ¡pero ten cuidado! Ya me duele bastante.
—Lo sé, lo sé.
Hice todo lo posible por quedarme quieto mientras ella me retiraba los vendajes poco a poco, tocándome con la ligereza de una mariposa. A medida que trabajaba, me aplicó en la cara unas gotas de un líquido que olía a fresco, como el bosque después de llover, y que pareció apaciguar mínimamente el dolor. Cuando me sentí un poco mejor, las preguntas brotaron empezaron a brotar a borbotones de mi boca.
—¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Dónde estamos? ¿Qué son esas voces?
—Estamos... Perdóname si esto te escuece... Estamos en la iglesia de San Pedro. Nos han acogido las monjas que viven aquí. Es a ellas a quienes oyes cantar.
—¡San Pedro! Eso está en Caer Myrddin.
—Eso es.
Al sentir que una corriente fría entraba por alguna ventana o alguna puerta, me ceñí a los hombros la tosca manta de lana.
—Pero está a varios días de viaje, aun yendo a caballo.
—Eso es.
—Pero...
—No te muevas, Emrys, mientras te desato esto.
—Pero...
—No te muevas... Así. Un momento. Eso, ya está.
Cuando el vendaje se desprendió, dejé de preguntarme cómo habíamos llegado allí. Un nuevo interrogante se impuso a todos los demás: aunque ya no tenía los ojos tapados, seguía sin poder ver.
—¿Por qué está tan oscuro?
Branwen no me respondió.
—¿No has traído una vela?
Tampoco me respondió.
—¿Es una pesadilla?
Branwen siguió sin responderme. Sin embargo, no hizo falta, la respuesta me la dio un cuco, que empezó a cantar muy animado cerca de allí.
Los dedos de la mano sana me temblaron mientras me tocaba la piel lastimada en torno a los ojos. Hice una mueca de dolor al palpar las costras; la piel de debajo todavía estaba en carne viva. No tenía vello en las cejas y tampoco me encontré las pestañas. Cerrando los ojos con fuerza para enfrentarme al dolor, me exploré los bordes de los párpados, cubiertos de costras y cicatrices.
Sabía que había abierto bien los ojos. Sabía que no podía ver nada. Y, con un escalofrío, supe algo más.
Estaba ciego.
Presa de la angustia, solté un grito. De pronto, al oír de nuevo el canto del cuco, tiré a un lado la manta. Pese a lo débiles que tenía las piernas, me obligué a levantarme del jergón, apartando la mano de Branwen cuando intentó detenerme. Caminé por el suelo de piedra, siguiendo el sonido de mis pasos.
Me tropecé con algo y me caí. Aterricé encima de mi hombro. Al alargar los brazos, solo encontré la superficie de las piedras del suelo. Eran duras y frías, como una tumba.
La cabeza me dio vueltas. Sentía a Branwen ayudándome a levantarme, y oía sus sollozos contenidos. Aparté esa imagen de mi mente. Di unos pasos torpes, hasta que mis manos encontraron una pared de sólida roca. El canto del cuco me dirigió hacia la izquierda. Los dedos de la mano intacta palparon el borde de una ventana.
Me agarré al alféizar y me acerqué un paso. Sentí el escozor del aire frío en la cara. El cuco cantaba tan cerca de mí que podría haberle acariciado las alas con solo estirar la mano. Por primera vez en varias semanas sentí que la luz del sol me acariciaba la cara. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no conseguía verlo.
«Se ha escondido. El mundo entero se ha escondido».
Me flaquearon las piernas. Caí al suelo y me di con la cabeza contra las piedras. Y lloré.