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V TIEMPO SAGRADO

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Tendido en el jergón, apretaba el ceño de puro dolor mientras Branwen me masajeaba las costillas adoloridas. Los extraños dedos de luz que entraban por los agujeros del techo de paja caían sobre su hombro y su mano izquierdos. Tenía la frente arrugada en un gesto de preocupación. Aquellos ojos azules me estudiaban con tal intensidad que casi sentía que me perforaban la piel.

—Gracias por ayudarme.

—De nada.

—Has estado fantástica. ¡Absolutamente fantástica! Has aparecido justo a tiempo, salida de la nada. Como uno de esos dioses griegos de los que hablas: Atenea o algún otro.

El ceño de Branwen se marcó aún más.

—Más bien como Zeus, me temo.

Me arrancó una risa, pero enseguida lo lamenté, porque me dolió más el costado.

—Quieres decir que los obsequiaste con una lluvia de rayos y truenos.

—En vez de darles un baño de sabiduría. —Dejó escapar un suspiro pesaroso—. Solo hice lo que habría hecho cualquier madre. Aunque tú nunca...

—¿Qué?

Branwen meneó la cabeza.

—No importa.

Se levantó para preparar una cataplasma que olía a humo y a cedro. La oí trocear y moler los ingredientes durante varios minutos; luego regresó a mi lado. Después de aplicarme la cataplasma sobre las costillas, depositó las manos encima y presionó con delicadeza. El calor fue penetrando poco a poco hacia mis huesos y, al cabo, tuve la sensación de que el tuétano se me había llenado de brasas.

Cerró los ojos y entonó un canto discreto y pausado que ya la había oído recitar durante otras curaciones. Nunca había estado seguro de si cantaba para sanar a la otra persona o, de algún modo que escapaba a mi entendimiento, para sanarse a sí misma. Esta vez, al fijarme en su expresión, no me cupo ninguna duda: oraba por ella, no por mí.

Hy gododin catann hue

Hud a lledrith mal wyddan

Gaunce ae bellawn wen cabri

Varigal don Fincayra

Dravia, dravia Fincayra.

Tuve la sensación de que los versos procedían de otro mundo, de la otra orilla del océano. Esperé a que abriera los ojos y, aun sin esperanza de recibir respuesta, le pregunté lo que me intrigaba desde hacía tanto tiempo.

—¿Qué significa?

De nuevo me escrutó con unos ojos que parecían atravesarme el alma. Después, escogiendo las palabras con cuidado, contestó:

—Trata sobre un lugar, un lugar mágico. Una tierra fascinante. También sobre una ilusión. Una tierra llamada Fincayra.

—¿Qué quiere decir el último verso? Dravia, dravia Fincayra.

Branwen redujo la voz a un fino hilo.

—Eterna seas, eterna seas, Fincayra. —Bajó la mirada—. Fincayra. Una tierra de incontables maravillas, celebrada por los bardos de todas las lenguas. Dicen que se ubica a medio camino entre nuestro mundo y el de los espíritus, que no pertenece del todo a la Tierra ni del todo a los cielos, que es un puente que une ambos lugares. ¡Ay, cuántas historias podría contarte! Allí los colores brillan más que el más esplendoroso de los amaneceres; el aire está más perfumado que el más exuberante de los jardines. Una infinidad de criaturas misteriosas moran allí, incluidos, según la leyenda, los primeros gigantes.

Deslicé mis caderas por la paja y me volví a fin de acercar mi cara a la suya.

—Lo dices como si ese lugar existiera de verdad.

Apretó las manos un poco más sobre mis costillas.

—No es más real que el resto de lugares sobre los que versan las historias que te he contado. Puede que esas historias no sean reales en el mismo sentido en que lo es esta cataplasma, hijo mío, pero, aun así, ¡también lo son! Son lo bastante reales para ayudarme a vivir. Y a trabajar. Y a encontrar el significado que oculta todo sueño, toda hoja, toda gota de rocío.

—¿Quieres decir que esas historias, por ejemplo, las de los dioses griegos, son ciertas?

—Oh, desde luego. —Reflexionó por un momento—. Las historias se fundamentan en la fe, no en los hechos. ¿Lo entiendes? Viven en el tiempo sagrado, que fluye en círculo. No en el tiempo histórico, que fluye en línea recta. Aun así, son ciertas, hijo mío. En muchos sentidos, son más ciertas que la vida cotidiana de esta aldea miserable.

Confundido, fruncí el ceño.

—Pero seguro que el monte Olimpo de los griegos no es igual que nuestra montaña Y Wyddfa.

Branwen relajó un tanto los dedos.

—No son tan distintos como crees. El monte Olimpo existe en la Tierra, y también en las historias. En el tiempo histórico y en el sagrado. En ambos se puede encontrar allí a Zeus, Atenea y los demás. Es un lugar «intermedio»: no termina de ser nuestro mundo y tampoco termina de ser el Otro Mundo; tiene un poco de ambos. De la misma manera que la niebla no termina de ser ni aire ni agua, sino que tiene un poco de cada. Un lugar parecido es la isla de Delos, la ínsula griega donde Apolo nació y estableció su hogar.

—Será en las historias. Pero no en la realidad.

Branwen me miró extrañada.

—¿Estás seguro?

—Bueno... No, supongo que no. Nunca he estado en Grecia, pero he visto Y Wyddfa cientos de veces, a través de esa ventana. ¡Y ahí no hay ningún Apolo paseándose! Ni en esa montaña ni en esta aldea.

De nuevo, Branwen me miró extrañada.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. —Cogí un puñado de paja del jergón y lo arrojé al aire—. ¡Esto es de lo que está hecha esta aldea! De paja sucia, de paredes derruidas, de gente enfadada. E ignorante. ¡Si media aldea está convencida de que eres una hechicera!

Branwen levantó la cataplasma y examinó el cardenal que me cubría las costillas.

—Y, aun así, vienen aquí para que les cure. —Alargó el brazo para coger un cuenco de madera que contenía una pasta cetrina que despedía un olor acre, como el de las bayas pasadas. Con ternura, usando solo dos dedos de la mano izquierda, empezó a extender la pasta sobre el cardenal.

—Dime una cosa —me pidió sin apartar la mirada de la lesión—. ¿Alguna vez has salido a pasear lejos del bullicio de la aldea y has percibido la presencia de un espíritu, de algo que no llegabas a ver? En el río, por ejemplo, o en el bosque.

Me acordé del gran pino que se mecía con la tormenta. Casi podía oír el siseo del ramaje, el aroma de la resina, el tacto de la corteza.

—Bueno, a veces, en el bosque...

—¿Sí?

—He sentido como si los árboles, sobre todo los más viejos, estuvieran vivos. Pero no como las plantas que son, sino como si fueran personas. Con rostro. Con espíritu.

Branwen asintió.

—Como las dríades y las hamadríades. —Me miró con aire melancólico—. Ojalá pudiera contarte las historias que hablan de ellas, empleando las mismas palabras que los griegos. ¡Ellos saben narrarlas mucho mejor que yo! Y aquellos libros... Emrys, he visto una sala repleta de libros tan gruesos, antiguos y sugerentes que me sentaría con uno de ellos en el regazo y me pasaría el día leyendo. Leería hasta quedarme dormida bien entrada la noche. Y entonces, en mis sueños, vendrían a visitarme las dríades, o quizás incluso el mismísimo Apolo.

Se interrumpió de pronto.

—¿Te he contado ya alguna historia sobre Dagda?

Meneé la cabeza.

—¿Qué tiene que ver con Apolo?

—Paciencia. —Tras coger otro poco de pasta, prosiguió con la cura—. Los celtas, que han vivido en Gwynedd el tiempo suficiente para saber lo que es el tiempo sagrado, tienen muchos Apolos propios. Oí hablar de ellos cuando era niña, mucho antes de que aprendiera a leer.

Me sobresalté.

—¿Eres celta? Creía que venías de... del mismo sitio que yo, de la otra orilla del mar.

Branwen tensó las manos.

—Sí, esa es mi procedencia. Pero antes de ir allí, vivía aquí, en Gwynedd. No en esta aldea, sino en Caer Myrddin, que no estaba tan abarrotada de gente como lo está hoy en día. Ahora permíteme continuar.

Asentí obediente, interesado por lo que acababa de decir. No era mucho, aunque era la primera vez que me revelaba algo sobre su infancia.

Prosiguió tanto con la cura como con el relato.

—Dagda es uno de esos Apolos. Es uno de los espíritus celtas más poderosos, el dios del conocimiento absoluto.

—¿Qué aspecto tiene? En las historias, quiero decir.

Branwen extrajo del cuenco el último trozo de pasta.

—Ah, esa es una buena pregunta. Una muy buena pregunta. Por alguna razón que solo él conoce, Dagda nunca muestra su verdadero rostro. Adopta una forma distinta según la ocasión.

—¿Por ejemplo?

—Una vez, durante el famoso combate con su archienemigo, el espíritu malvado Rhita Gawr, ambos se transmutaron en bestias temibles. Rhita Gawr se convirtió en un jabalí descomunal, dotado de unos colmillos letales y de unos ojos del color de la sangre. —Se interrumpió para hacer memoria—. ¡Ah, sí! También tenía una cicatriz que descendía por una de sus patas delanteras.

Me tensé. La cicatriz que tenía debajo del ojo, la marca del corte que el jabalí me había abierto con el colmillo hacía cinco años, empezó a picarme. En muchas de las noches tenebrosas que habían transcurrido desde entonces, aquel jabalí se me había aparecido en sueños para atacarme de nuevo.

—Y en aquel combate Dagda se convirtió...

—En un inmenso ciervo —concluí—. Con el pelaje del color del bronce, salvo por los botines blancos. Con siete puntas en cada asta. Y con unos ojos tan profundos como los espacios que separan las estrellas.

Branwen asintió, atónita.

—¿Ya conocías la historia?

—No —confesé.

—Entonces ¿cómo lo has sabido?

Di un suspiro largo y lento.

—He visto esos ojos.

Branwen se quedó helada.

—¿Sí?

—Vi al ciervo. Y también al jabalí.

—¿Cuándo?

—El día en que aparecimos en la orilla.

Me miró con detenimiento.

—¿Se pelearon?

—¡Sí! El jabalí quería matarnos. Sobre todo a ti, supongo, si de verdad era un espíritu maligno.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, porque eras... ¡eras tú! Y yo no era más que un niño escuálido. —Me miré y sonreí—. Muy distinto del muchacho escuálido que soy ahora. En cualquier caso, aquel jabalí nos habría matado a los dos. Pero entonces apareció el ciervo, y lo espantó. —Me pasé el dedo por debajo del ojo—. Así fue como me hice esto.

—Nunca me lo habías contado.

Clavé los ojos en ella.

—También hay muchas cosas que tú no me has contado a mí.

—Tienes razón —admitió, arrepentida—. Hemos compartido muchas historias que tratan sobre otras personas, pero muy pocas que tratan sobre nosotros. Es culpa mía, la verdad.

No dije nada.

—Pero te diré una cosa. Si aquel jabalí, Rhita Gawr, hubiera podido matar a alguno de los dos, no habría sido a mí. Habría sido a ti.

—¿Qué? ¡Eso no tiene sentido! Eres tú quien tiene todos esos conocimientos, el poder de curar.

—¡Y tú tienes poderes muchísimo más importantes! —Fijó sus ojos en los míos—. ¿Has empezado ya a sentirlos? Tu abuelo me dijo una vez que los suyos le surgieron a los doce años. —Contuvo la respiración—. No pretendía mencionarlo.

—Pero ¡lo has hecho! ¿Ahora por qué no me cuentas más cosas?

Sacudió la cabeza con aire grave.

—Olvidémonos de esto.

—¡Por favor, por favor! Cuéntame algo, aunque sea solo un poco. ¿Cómo era?

—No puedo decírtelo.

Noté que me ardían las mejillas.

—¡Debes decírmelo! De no haber tenido yo que saber algo sobre él, no lo habrías mencionado.

Branwen hundió la mano en sus rizos rubios.

—Era un mago, un mago formidable. Pero solo te contaré lo que dijo sobre ti. Antes de que nacieras. Me dijo que los poderes como los que él tenía a menudo se saltaban una generación. Y que yo tendría un hijo que...

—Que ¿qué?

—Que tendría poderes aún más increíbles que los suyos, poderes cuya magia brotaría de los manantiales más profundos. Tan profundos que, si llegaras a dominarlos, podrías cambiar el destino del mundo para siempre.

La miré boquiabierto.

—Eso no es verdad. Lo sabes tan bien como yo. ¡Mírame!

—Ya te estoy mirando —dijo sin inmutarse—. Y aunque ahora no seas como tu abuelo te describió, tal vez sí que lo seas algún día.

—No —protesté—. No es eso lo que quiero. ¡Lo que quiero es recuperar la memoria! Quiero saber quién soy en realidad.

—¿Y si al averiguarlo descubrieras tales poderes?

—Eso es imposible —repliqué en tono burlón—. Yo no soy ningún mago.

Branwen ladeó la cabeza.

—Puede que algún día te lleves una sorpresa.

De pronto recordé lo sucedido con el palo de Lud.

—Bueno... ya me la he llevado. Antes de que llegaras. Ocurrió algo extraño. No puedo asegurar que lo provocara yo. Pero tampoco puedo asegurar que no tuviese nada que ver.

Sin decir palabra, Branwen cogió un jirón de tela y empezó a enrollármelo en las costillas. Parecía mirarme con un respeto renovado, tal vez incluso con un atisbo de miedo. Movía las manos con más cautela, como si se quemara al tocarme. Sintiera ella lo que sintiese, y percibiera yo lo que percibiese, me incomodaba mucho. Ahora que empezaba a sentirme más próximo a Branwen, ella parecía más distante que nunca.

—Hicieras lo que hicieses —dijo al cabo—, lo hiciste con tus poderes. Te han sido otorgados para que los utilices, son un regalo del cielo. De la más grandiosa de las deidades, aquella a la que dedico la mayor parte de mis oraciones, la que nos entregó a cada uno nuestros respectivos dones. No tengo ni idea de cuáles serán tus poderes, hijo mío. Solo sé que Dios no te los concedió para que los desaprovecharas. Lo único que quiere Dios es que los emplees bien. Antes, sin embargo, debes dominarlos, como dijo tu abuelo. Y, para ello, has de aprender a usarlos con sabiduría y con amor.

—Pero ¡yo no he pedido ningún poder!

—Ni yo. Como tampoco pedí que me llamaran hechicera. Pero tener un don siempre implica correr el riesgo de que los demás no lo entiendan.

—¿Y no te da miedo? El año pasado, en Llen, quemaron a una mujer que acusaban de hechicera.

Branwen levantó la mirada hacia los haces de luz que se colaban por las rendijas del techo.

—Dios Todopoderoso sabe que yo no soy ninguna hechicera. Lo único que hago es emplear como mejor sé los dones que pueda tener.

—Lo que haces es mezclar el saber antiguo con el nuevo. Y eso asusta a la gente.

Sus ojos de color zafiro se enternecieron.

—Ves más cosas de las que creía. Sí, eso asusta a la gente. Como casi todo hoy en día.

Ató el vendaje con cuidado.

—El mundo está cambiando, Emrys. Yo nunca había conocido una época como esta, ni siquiera en... el otro lugar. Invasores de allende el mar. Mercenarios que cada día sirven a alguien distinto. Cristianos en guerra con los que profesan las antiguas creencias. Los que profesan las antiguas creencias en guerra con los cristianos. La gente tiene miedo. Se muere de miedo. Aquello que no se entiende se atribuye a la obra del demonio.

Con el cuerpo rígido, me incorporé.

—¿A veces no desearías...? —Incapaz de terminar, tuve que tragar saliva—. ¿No tener ningún don? ¿No ser tan diferente? ¿No ser tachada de demonio?

—Claro que sí. —Se mordió el labio con aire pensativo—. Pero es entonces cuando recurro a la fe. El nuevo saber es poderoso. Muy poderoso. ¡Basta con fijarse en cómo influyó en santa Brígida y san Columba! Sin embargo, por lo que conozco del saber antiguo, te puedo asegurar que también es muy poderoso. ¿Tan iluso es desear que el uno conviva con el otro? ¿Que el uno complemente al otro? Porque, aunque el mensaje de Jesús me llegue al alma, no puedo olvidar el mensaje de los demás. El de los judíos. El de los griegos. El de los druidas. Ni tampoco el de otros aún más antiguos.

La miré afligido.

—Sabes muchas cosas. Al contrario que yo.

—Ahí te equivocas. Sé muy poco. Prácticamente nada. —Un súbito gesto de dolor nubló su mirada—. Por ejemplo... ¿por qué nunca me llamas «madre»?

Sentí que se me clavaba un puñal en el corazón.

—Eso es porque...

—¿Sí?

—Porque en realidad no creo que lo seas.

Branwen jadeó.

—¿Y tampoco crees que te llames Emrys?

—No.

—¿Ni que yo me llame Branwen?

—No.

Inclinó la cabeza hacia arriba. Estuvo un buen rato con la mirada fija en el techo de paja, ennegrecido por el hollín de la lumbre con la que cocinábamos. Al cabo, volvió a mirarme.

—En cuanto a mi nombre, estás en lo cierto. Lo saqué de una antigua leyenda cuando llegamos aquí.

—¿Aquella que me contaste? ¿La de Branwen, la hija de Llyr?

Asintió.

—¿La recuerdas? Entonces recordarás que Branwen llegó de otra tierra para casarse en Irlanda. Su vida empezó cargada de esperanza y hermosura.

—Y terminó —apunté— convertida en una gran tragedia. Sus últimas palabras fueron: «Maldito el día en que nací».

Me tomó de la mano.

—Pero se trata de mi nombre, no del tuyo. De mi vida, no de la tuya. ¡Te ruego que me creas! Te llamas Emrys. Y yo soy tu madre.

Un sollozo me atenazó la garganta.

—Si de verdad eres mi madre, ¿no puedes decirme dónde está mi hogar? Mi auténtico hogar, el lugar al que pertenezco de verdad.

—¡No, no puedo! Esos recuerdos son demasiado dolorosos para mí. Y demasiado peligrosos para ti.

—Entonces ¿cómo esperas que te crea?

—Hazme caso, te lo ruego. ¡Si no te lo digo es porque me preocupo por ti! Si perdiste la memoria, fue por algún motivo. Fue una bendición.

Fruncí el ceño.

—¡Es una maldición!

Branwen se me quedó mirando con los ojos empañados. Me dio la impresión de que iba a decirme algo, a confesarme al fin lo que tanto ansiaba saber. De pronto, me estrechó la mano, pero no lo hizo por compasión, sino por temor.

Merlín. Los años perdidos

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