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II SE ACERCA UN BÚHO

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La luna ya casi se había puesto y el cielo del oeste se había oscurecido. Unas vetas plateadas, cada vez más grisáceas, flanqueaban las densas nubes que cubrían la aldea de Caer Vedwyd. Bajo aquella luz tenue, los techos de paja encorvados semejaban un conjunto de cantos sombríos. No muy lejos de mí, unos corderos balaban. Y mis amigos, los gansos, empezaban a despertarse. El cuco que se ocultaba entre los helechos cantó dos veces. Bajo las goteras del roble y el fresno, el aroma fresco de las campánulas azules se mezclaba con el olor de la paja mojada.

Corría el mes de mayo, y en mayo incluso una aldea inhóspita podía parecer un pueblecito de ensueño al rayar el alba. Me quité un hilo suelto de la túnica, atento a la agitación silenciosa. Ningún mes me emocionaba tanto como aquel. Las flores le presentaban su rostro al cielo, las ovejas parían sus corderos, las hojas brotaban. Y, al igual que las flores, también mis sueños se desplegaban en todo su esplendor. A veces, en mayo, dejaba a un lado mis dudas y me convencía de que algún día averiguaría la verdad. Quién era y de dónde venía realmente. Si no gracias a Branwen, sería con la ayuda de alguna otra persona.

En mayo todo parecía posible. Ojalá pudiera controlar el tiempo. ¡Para que así todos los meses fuesen como mayo! O, tal vez, para volver atrás, de forma que cuando llegara el último día del mes, pudiese regresar al principio y disfrutar de mayo una vez más.

Me mordí el labio. Corriera el mes que corriese, esta aldea jamás sería mi lugar favorito. Ni mi hogar. Sabía que esta hora temprana sería la más agradable del día, antes de que los rayos del sol desvelasen las cabañas desvencijadas y los rostros temerosos. Como muchas otras de las aldeas que salpicaban estas tierras ondulantes y boscosas, Caer Vedwyd existía gracias a una antigua calzada romana. La nuestra bordeaba la orilla norte del río Tywy, que fluía hacia el sur hasta desembocar en el mar. Aunque antaño aquella senda había permitido la marcha de infinitas columnas de soldados romanos, ahora solo transitaban por ella los vagabundos y los mercaderes errantes. Servía de camino de sirga para los caballos que arrastraban las barcazas de cereales por el río; de sendero para los que buscaban la iglesia de San Pedro, ubicada al sur, en la ciudad de Caer Myrddin; y también, como bien recordaba, de acceso al mar.

Algún instrumento metálico repiqueteaba en la herrería, situada bajo el gran roble. Se oía un caballo que caminaba pesadamente por el camino de sirga, haciendo tintinear las bridas. Dentro de una hora, la gente empezaría a apiñarse en la plaza, bajo el árbol, donde convergían los tres caminos principales de la aldea. Pronto el bullicio de los trueques, las discusiones, los engaños y, cómo no, los robos, llenaría el aire.

Cinco años en aquel lugar y seguía sin considerarlo mi hogar. ¿Por qué? Tal vez porque todo, desde los dioses y los nombres propios de la región, estaba cambiando. Muy rápido. Los recién llegados sajones ya habían empezado a sustituir el nombre de Y Wyddfa, cuyas cumbres heladas lo dominaban todo, por el de Colina Nevada. Asimismo, la gente empezaba a llamar país de Gales a aquel territorio, conocido de antiguo como Gwynedd. Llamarlo «país», sin embargo, denotaba un tipo de unidad que en realidad no existía. Dada la infinidad de viajeros y lenguas que circulaban a diario solo por nuestra pequeña aldea, a mi modo de ver Gales tenía más de simple posada que de país.

Me aproximaba al molino cuando vi como los últimos rayos de la luna acariciaban las lomas de Y Wyddfa. Los ruidos de la aldea, que poco a poco se iba despertando, dieron paso al borboteo que agitaba el río en su discurrir bajo el puente de piedra contiguo al molino. Una rana croaba, no lejos de un edificio, el único de la aldea hecho de ladrillo.

De improviso, oí un susurro dentro de mí: «Se acerca un búho».

Me volví justo a tiempo de ver una cabeza cuadrada y unas imponentes alas pardas volando delante de mí, tan raudas como el viento y tan silenciosas como la muerte. A los dos segundos el ave se posó en la hierba detrás del molino, donde arrancó con sus garras la vida de su presa.

«Armiño para cenar». Sonreí, complacido por haber sabido, de alguna manera, que el búho se acercaba, y que su presa invisible era un armiño. ¿Cómo podía saberlo? No tenía ni idea. Lo sabía, sin más. E imaginaba que cualquiera que fuese un poco observador lo habría sabido también.

No obstante, cada vez me hacía más preguntas. En ocasiones, presentía lo que estaba a punto de ocurrir antes que los demás. Este don, si podía llamarse así, había surgido en las últimas semanas, así que no entendía bien cómo funcionaba. Y no le había hablado de él a Branwen, ni a nadie. Tal vez no se tratase más que de una racha de suposiciones acertadas. Sin embargo, si en efecto se trataba de algo más, probablemente me depararía no pocas diversiones. O incluso me sería de utilidad si me encontraba en algún aprieto.

El día anterior, sin ir más lejos, había visto a unos muchachos de la aldea persiguiéndose los unos a los otros armados con espadas imaginarias. Por un instante, deseé ser uno de ellos. De pronto, el cabecilla del grupo, Dinatius, reparó en mi presencia y se abalanzó sobre mí sin darme tiempo a escapar. Nunca había sentido ninguna simpatía por Dinatius, que desde que su madre falleciera, años atrás, trabajaba como ayudante del herrero. A mi juicio era malintencionado, estúpido e irascible. Pero yo siempre procuraba no molestarlo, no tanto por bondad como porque él era mucho mayor y más corpulento que yo, y que cualquier otro muchacho de la aldea. Muchas veces había visto como el herrero lo abofeteaba con su mano descomunal por desatender sus labores, y en no menos ocasiones había visto a Dinatius hacerles lo mismo a niños más pequeños que él. Un día llegó a causarle una quemadura muy fea en el brazo a un muchacho que había osado poner en duda su ascendencia romana.

Todo esto se me pasó por la cabeza mientras forcejeaba para zafarme de él. Dio entonces la casualidad de que me fijase en una gaviota que volaba bajo cerca de allí. La señalé y grité: «¡Mira! ¡Un tesoro caído del cielo!». Dinatius levantó la mirada en el preciso instante en que el ave se desprendía de una joya especialmente cáustica que le dio en pleno ojo. Mientras Dinatius blasfemaba y se limpiaba la cara, los demás muchachos se echaron a reír, y yo escapé.

Con una sonrisa, recordé la apurada situación. Por primera vez, contemplé la posibilidad de que poseyera un don, un poder, más valioso aún que la capacidad de predecir el futuro. Imaginé, solo como supuesto, que de verdad podía controlar los acontecimientos, hacer que determinadas cosas sucedieran. No con las manos, los pies ni la voz. Tan solo con el pensamiento.

¡Qué emocionante! Era un sueño que tal vez no tuviera más fundamento que el del mes de mayo, pero ¿y si había algo más? Decidí investigarlo.

Cuando me acercaba al puente de piedra que salvaba el río, me arrodillé junto a una prieta espiga que había crecido cerca del suelo. Concentré toda mi atención en la planta, hasta que me olvidé de cuanto me rodeaba. El frío, los balidos de los corderos, el ruido de la herrería, todo desapareció.

Examiné el tono lavanda de la flor, iluminado desde el este por el resplandor dorado del sol naciente. Vellosidades minúsculas retenían las gotas del rocío en los bordes de los pétalos y un diminuto pulgón parduzco se escabullía en el collar de hojas orladas que coronaba el tallo. La flor cerrada desprendía un aroma fresco, pero no dulce. De algún modo, sabía que su corazón oculto era amarillo, como el queso añejo.

Cuando por fin estuve listo, empecé a desear que la flor se abriera. «Muéstrate —le ordené—. Abre los pétalos».

Esperé largo rato. No ocurrió nada.

De nuevo, me concentré en la flor. «Ábrete. Abre los pétalos».

Siguió sin ocurrir nada.

Empecé a levantarme. En ese momento, muy despacio, el collar de hojas comenzó a agitarse como mecido por una brisa suave. Al instante siguiente, uno de los pétalos de color lavanda tiritó, desplegando uno de los bordes muy poco a poco, hasta que empezó a abrirse gradualmente. Lo siguió otro pétalo, y después otro, y otro más, hasta que la flor le dio la bienvenida al amanecer con todos los pétalos extendidos. Y del corazón emergieron seis ramitas tiernas, más parecidas a las plumas que a los pétalos. ¿De qué color? Del amarillo del queso añejo.

Recibí entonces una patada brutal en la espalda. Una carcajada ronca quebró el aire, aplastando aquel momento con la misma rapidez con la que el pie rotundo aplastó la flor.

Merlín. Los años perdidos

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