Читать книгу Merlín. Los años perdidos - Thomas A. Barron - Страница 8
PRÓLOGO
ОглавлениеCuando cierro los ojos y respiro al son cadencioso del mar, aún acierto a recordar aquel día lejano. Era frío, duro e inerte, y estaba tan vacío de promesas como mis pulmones de aire.
Desde aquel día, he visto transcurrir muchos otros, más de los que me quedan fuerzas para contar. No obstante, aquel día brilla con la misma intensidad que el Galator, con la fuerza del día en que descubrí mi nombre o con la del día en que acuné por primera vez a un bebé llamado Arturo. Acaso lo recuerde con tanta claridad porque el dolor, como una cicatriz aferrada a mi alma, se niega a remitir. O porque supuso el final de tantas cosas. O, tal vez, porque fue tanto un principio como un final: el principio de mis años perdidos.
Una ola negruzca se erigió sobre el mar revuelto, y de ella brotó una mano.
A medida que la ola se encrespaba, alzándose hacia un cielo tan ceniciento como ella, la mano también se levantaba. Una pulsera de espuma se enroscó en torno a la muñeca, mientras los dedos buscaban desesperados un asidero que no existía. Era la mano de una persona menuda. Era la mano de una persona débil, demasiado débil para seguir luchando.
Era la mano de un niño.
Con un estruendo, la ola comenzó a encaramarse, inclinándose cada vez más hacia la orilla. Por un momento, se detuvo, suspendida entre el mar y la tierra, entre el amenazador Atlántico y la rocosa y traicionera costa de Gales, también conocida con el nombre de Gwynedd. Acto seguido, el estruendo dio paso a un rugido ensordecedor cuando la ola terminó de derrumbarse, arrojando el cuerpo laxo del niño sobre las rocas negras.
Su cabeza se estampó contra una piedra, con tal violencia que sin duda el cráneo se le habría partido por la mitad de no haber sido por la gruesa mata de cabello que lo cubría. El niño se quedó ahí tendido, sin hacer el menor movimiento, salvo cuando la ráfaga de aire que levantó la siguiente ola le alborotó los rizos negros manchados de sangre.
Una gaviota desgarbada, al ver el bulto inmóvil, se encaramó a la roqueda para examinarlo más de cerca. Aproximó el pico a la cara del niño e intentó agarrar el alga que tenía enrollada en la oreja. Tiró de ella y la retorció, graznando con furia.
Al cabo, el alga se soltó. Triunfante, el ave brincó hasta uno de los brazos desnudos del chiquillo. Envuelto en la andrajosa túnica marrón que seguía adherida a su cuerpo, parecía muy pequeño, incluso tratándose de un niño de siete años. Aun así, en su rostro había algo (la forma de su ceño, tal vez, o las arrugas que circundaban sus ojos) que le hacía parecer mucho mayor.
En ese momento, tosió, vomitó un poco de agua y volvió a toser. Con otro graznido, la gaviota dejó caer el alga y aleteó hasta posarse en un asiento pedregoso.
El niño permaneció quieto por un instante. El sabor de la arena, el cieno y el vómito le llenaban la boca. El dolor que le martilleaba la cabeza y las rocas que le punzaban los hombros acaparaban todos sus sentidos. Entonces tosió de nuevo y volvió a escupir agua. Tomó aire una vez, titubeante, con gran esfuerzo. Después otra vez, y otra. Poco a poco, su mano esbelta se transformó en un puño.
Las olas se alzaban y se deshacían, se alzaban y se deshacían. Durante largo rato, la mínima chispa de vida que aún ardía en su interior titiló a punto de apagarse para siempre. Al margen del martilleo, notaba un vacío inusitado en su cabeza. Casi como si hubiera perdido un fragmento de su ser. O como si alguien hubiera levantado una especie de muro que lo separara de una parte de sí mismo y lo sumía en un miedo persistente.
Empezó a respirar más despacio. Aflojó el puño. Boqueó, como si fuera a toser de nuevo, pero volvió a quedarse inmóvil.
Con mucha cautela, la gaviota se le aproximó.
En ese momento, un débil atisbo de energía que surgió de la nada empezó a recorrer su cuerpo. Había algo en él que todavía no estaba listo para morir. Una vez más, se rebulló y tomó aire.
La gaviota se detuvo en seco.
El niño abrió los ojos. Temblando de frío, se apoyó sobre un costado. Al notar la aspereza de la arena que tenía en la boca, intentó escupir, pero el regusto de las algas y la salmuera le provocó arcadas.
Hizo un esfuerzo para levantar un brazo y se limpió la boca con los jirones de la túnica. Se encogió al palparse el corte hinchado que tenía en el cogote. Con la intención de incorporarse, apoyó un codo contra una roca y se impulsó hacia arriba.
Se quedó allí sentado, escuchando el ruido del mar. Por un instante, le pareció haber oído algo encima del ir y venir incesante de las olas, por encima del martilleo que le castigaba la cabeza: una voz, tal vez, una voz procedente de otro tiempo, de otro lugar. Sin embargo, no lograba recordar de dónde.
Sobresaltado, cayó en la cuenta de que en realidad no recordaba nada. Ni de dónde venía. Ni quiénes eran sus padres. Ni cómo se llamaba. Ni siquiera cómo se llamaba. Por mucho que se esforzase, lo había olvidado. Había olvidado su nombre.
—¿Quién soy?
Al oírlo gritar, la gaviota graznó y remontó el vuelo.
El niño vio su reflejo en un charco y se miró. Un desconocido, la imagen de alguien que no le resultaba familiar, lo examinó a su vez. Sus ojos, al igual que su cabello, eran negros como el carbón y estaban salpicados de motas doradas. Sus orejas, dos triángulos puntiagudos, resultaban demasiado grandes en relación con la cara. Asimismo, la frente se extendía muy por encima de los ojos. La nariz, en cambio, era estrecha y chata, más similar a un pico que a una nariz. En conjunto, era un rostro que no parecía entenderse bien consigo mismo.
Hizo acopio de todas sus fuerzas y se puso de pie. La cabeza le daba vueltas y se apoyó contra una columna de rocas hasta que se le pasó el mareo.
Paseó la mirada por la costa desolada. Las rocas se amontonaban dispersas por todas partes, levantando una agreste barrera negra ante el mar. Solo había un sitio del que las piedras parecían apartarse, aunque a regañadientes: las raíces de un roble viejo. El árbol de corteza grisácea y descascarillada contemplaba el mar con la misma postura que adoptara siglos atrás. En la base del tronco había un hueco profundo, abierto por el fuego hacía una eternidad. La edad retorcía hasta la última de las ramas, reduciendo algunas a meros nudos. Sin embargo, el roble seguía en pie, con las raíces ancladas en el suelo, impasible ante la tempestad y el oleaje. Tras él se extendía un oscuro bosquecillo de árboles más jóvenes y, detrás, los imponentes acantilados se erigían aún más sombríos.
Desesperado, el niño escudriñó el paisaje en busca de algo que le fuese familiar, cualquier cosa que le sirviera para recuperar la memoria. No reconoció nada.
Se volvió hacia el mar, a pesar del irritante rocío salado. Las olas se arremolinaban y se desplomaban, una tras otra. Hasta donde alcanzaba la vista, todo eran ondas plomizas. Prestó atención por si volvía a oír la voz misteriosa, pero no distinguió más que la llamada lejana de una pequeña gaviota que se había posado en el despeñadero.
¿Había llegado él del otro lado del mar?
Se frotó los brazos desnudos para dejar de temblar. Al ver un lacio montón de algas depositado sobre una roca, lo cogió. Sabía que, en su día, aquella masa de hierbajos había danzado con elegancia al son del mar, antes de ser arrancada de raíz por la corriente e iniciar un viaje a la deriva. Ahora las algas yacían flácidas en su mano. Se preguntó por qué lo habrían arrancado a él de sus raíces y dónde.
Un gemido apagado llegó a sus oídos. ¡De nuevo esa voz! Procedía de las rocas que estaban al otro lado del roble viejo.
Echó a andar dejándose guiar por el lamento. Por primera vez reparó en el dolor leve que sentía a la altura de los omóplatos. Supuso que, además de la cabeza, se habría golpeado la espalda contra las rocas. Sin embargo, aquel dolor parecía más profundo, como si le hubieran arrancado algo de debajo de los hombros hacía ya mucho tiempo.
Tras varios pasos torpes, llegó hasta el viejo árbol. Se apoyó contra el inmenso tronco, con el corazón azotándole el pecho. Al oír de nuevo el gemido misterioso, volvió a salir en su busca.
Cada dos por tres sus pies descalzos resbalaban en las piedras mojadas, haciéndole perder el equilibrio. Su paso titubeante y la andrajosa túnica marrón que aleteaba en torno a sus piernas le daban el aspecto de una desgarbada ave marina que intentara recorrer la orilla. Sin embargo, sabía muy bien lo que era en realidad: un niño solo, sin nombre ni hogar.
Entonces la vio. En medio del roquedal yacía una mujer, con el rostro junto a un charco que crecía con la marea. Su cabello largo y suelto, del color de la luna de verano, estaba extendido alrededor de su cabeza como una corona luminosa. Tenía los pómulos marcados y una tez que podría describirse como cremosa, de no ser por su tonalidad azulada. Su larga túnica añil, rasgada aquí y allá, estaba embadurnada de arena y restos de algas. Sin embargo, la calidad de la lana, así como el colgante enjoyado que llevaba sujeto al cuello con un cordón de cuero, indicaban que había sido una mujer de alta cuna.
El niño corrió hacia ella. La mujer volvió a gemir; era un sollozo lleno de un dolor inextinguible. Casi podía sentir su agonía, pese a la esperanza que acababa de brotar en él. «¿La conoceré? —se preguntó mientras se inclinaba sobre el cuerpo retorcido. Después, aún con más anhelo, pensó—: ¿Me conocerá ella a mí?».
Con un dedo, le tocó la mejilla: estaba tan fría como el mar. La mujer tomó aire varias veces, de forma entrecortada, trabajosa. Oyó sus quejidos lastimeros. Y, con un suspiro, tuvo que admitir que aquella mujer era, para él, una completa desconocida.
Aun así, mientras la examinaba, no pudo ahogar la esperanza de que hubiera llegado a la orilla con él. Si no los había llevado hasta allí la misma ola, quizás, al menos, sí procedieran del mismo sitio. Quizás, si la mujer sobrevivía, pudiera ayudarlo a rellenar las lagunas de su memoria. ¡Tal vez supiera cómo se llamaba! O cómo se llamaban sus padres. O quizás... Quizás aquella mujer fuese su madre.
Una ola helada le lamió las piernas. De nuevo empezó a temblar y sus esperanzas se desvanecieron: tal vez la mujer no sobreviviera, y, aunque se recuperase, era poco probable que lo conociera. Y desde luego no podía ser su madre. Eso ya era mucho pedir. Además, no se parecía nada a él. Era muy hermosa, aun estando a las puertas de la muerte, hermosa como un ángel. Y él ya había visto su propio reflejo. Sabía qué aspecto tenía. Era menos angelical que un demonio desarrapado y contrahecho.
Algo rugió a sus espaldas.
El niño se volvió. Notó que el vello se le erizaba. Había un jabalí enorme oculto entre las sombras de la lúgubre arboleda.
Mientras un gruñido grave y amenazador vibraba en su garganta, el jabalí dejó atrás los árboles. El erizado pelo pardo le cubría todo el cuerpo, salvo los ojos y la cicatriz grisácea que serpenteaba por su pata delantera izquierda. Los colmillos, afilados como puñales, estaban ennegrecidos por la sangre de alguna otra presa. Lo más aterrador, sin embargo, eran sus ojos, que relucían como ascuas.
Avanzaba con agilidad, casi con ligereza, a pesar de su cuerpo descomunal. El niño dio un paso atrás. La bestia pesaba mucho más que él. No necesitaba más que asestarle una coz para derribarlo. No necesitaba más que asestarle un colmillazo para desgarrarle la carne. De pronto, el jabalí se detuvo y encorvó sus hombros musculosos, dispuesto a embestirlo.
El niño volvió presuroso la cabeza, pero a sus espaldas no vio más que las olas agitadas del mar. Por allí no podría escapar. Cogió un palo combado que la marea había arrastrado hasta la orilla para emplearlo a modo de arma, aunque sabía que no le serviría ni para arañar siquiera el pellejo del animal. Aun así, intentó plantar bien los pies sobre las rocas resbaladizas y se preparó para defenderse.
Entonces se acordó. ¡El hueco del roble viejo! El árbol se levantaba más o menos en medio del trecho que los separaba, pero tal vez lograra llegar hasta él antes que el jabalí.
Echó a correr hacia el árbol, pero a los pocos pasos se detuvo. La mujer. No podía dejarla allí sin más. Sin embargo, si quería salvarse, tenía que ser rápido. Haciendo una mueca, arrojó el palo a un lado y cogió los brazos sin fuerzas de la mujer.
El chico trató de apuntalar bien sus piernas temblorosas e intentó sacarla de entre las rocas. Sin embargo, ya fuera por toda el agua que había tragado, o por el peso que la muerte descargaba sobre ella, le resultaba tan difícil de mover como las propias piedras. Al cabo, bajo la mirada feroz del jabalí, el cuerpo de la mujer se movió.
El niño empezó a arrastrarla hacia el árbol. Los cantos afilados de las rocas le punzaban los pies. Con el pulso acelerado, con la cabeza palpitándole de dolor, tiró de la mujer con todas sus fuerzas.
El jabalí soltó otro berrido, esta vez más similar a una carcajada ronca. Con todo el cuerpo en tensión, el animal ensanchó las fosas nasales y exhibió sus colmillos relucientes. Entonces inició la embestida.
Aunque el niño estaba a solo unos pocos pasos del árbol, algo le impidió echar a correr. Cogió una piedra angulosa del suelo y la arrojó contra la cabeza del jabalí. Apenas un instante antes de alcanzarlos, la bestia cambió de dirección y la piedra pasó siseando sin tocarla y cayó al suelo con un crujido.
Asombrado por el hecho de haber amedrentado a la fiera, el niño se agachó aprisa para coger otra piedra. En ese momento, al sentir que algo se movía a sus espaldas, se dio media vuelta.
De entre los arbustos que se apiñaban más allá del roble viejo, salió de un salto un inmenso ciervo. De pelaje broncíneo, salvo por los botines blancos, brillantes como el más puro cuarzo, bajó su imponente cornamenta. Con las siete puntas de cada asta dispuestas a modo de lanzas, se abalanzó contra el jabalí. En el último momento, no obstante, la fiera se hizo a un lado para evitar la acometida.
Mientras el jabalí se ladeaba y gruñía enfurecido, el ciervo saltó de nuevo. Aprovechando la ocasión, el niño arrastró el cuerpo laxo de la mujer hasta el hueco del árbol. A fin de que pudiera pasar por la abertura, le dobló las piernas y se las apretó contra el pecho. La madera del tronco, aún chamuscada por los efectos de un incendio pasado, se abarquillaba en torno a ella como una enorme concha negra. El niño se embutió en el poco espacio que quedaba a su lado, mientras el jabalí y el ciervo se rodeaban el uno al otro, pateando el suelo y resoplando con rabia.
Con los ojos encendidos, el jabalí amagó una embestida, pero, acto seguido salió disparado contra el árbol. Agazapado en el hueco, el niño se echó todo lo atrás que pudo. Aun así, tenía el rostro tan cerca de la abertura de la corteza nudosa que podía sentir el aliento caliente de la fiera, cuyos colmillos castigaban el tronco con violencia. Uno de ellos hirió la cara del niño, abriéndole un tajo justo debajo del ojo.
En ese instante, el venado arremetió contra el costado del jabalí. La formidable bestia salió volando y cayó de lado cerca de los arbustos. La sangre le brotaba del corte que se había abierto en un muslo, pero volvió a levantarse trabajosamente.
El ciervo bajó la cabeza, dispuesto a atacarlo de nuevo. Tras titubear un segundo, el jabalí profirió un último berrido y se retiró hacia la arboleda.
Con majestuosa parsimonia, el ciervo se giró hacia el niño. Por un instante, sus miradas se encontraron. De alguna manera, el pequeño supo que no recordaría nada de aquel día con tanta claridad como los insondables pozos marrones que el ciervo tenía por ojos, unos ojos tan profundos y misteriosos como el propio mar.
Y, de pronto, con la misma espontaneidad con la que había aparecido, el ciervo saltó por encima de las enmarañadas raíces del roble y se perdió de vista.