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Los puentes vivos

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En el nordeste de la India, en la cima del conjunto montañoso de Meghalaya, las lluvias monzónicas estivales son tan fuertes que el caudal de los ríos que atraviesan sus valles aumenta extraordinariamente, se vuelven impredecibles y es imposible cruzarlos. Hace siglos los habitantes de las aldeas dieron con una ingeniosa solución. Plantaron higueras estranguladoras en las orillas y empezaron a orientar sus intricadas raíces para que estas consiguieran cruzar al otro lado y enraizarse.

Mediante un lento proceso de unir y entretejer raíces, los aldeanos crearon un sólido puente vivo capaz de resistir el volumen de las lluvias de verano. Puesto que es una labor que no se puede completar en una sola vida, el conocimiento de unir y cuidar las raíces se transmite de generación en generación para mantener viva esta práctica, contribuyendo de este modo a lo que ahora es una emocionante red de puentes vivos por los valles de Meghalaya. 1

Si vemos los puentes vivos como una metáfora del trabajo de pertenencia, podemos imaginarnos que estamos varados en una orilla del peligroso río, anhelando ser conectados con algo más grande que está fuera de nuestro alcance. Tanto si se trata del deseo de encontrar nuestro verdadero lugar como de encontrar a nuestra gente, o una relación que dé sentido a nuestra vida, el anhelo de pertenencia es la motivación silenciosa que se esconde tras muchas de nuestras otras ambiciones.

En todos los años que llevo trabajando con los sueños, he descubierto que el anhelo de pertenencia es la causa de muchas búsquedas personales. Es el anhelo de ser reconocidos por nuestras facultades, de ser aceptados en el amor y en la familia, de sentir que tenemos un propósito y somos necesarios para una comunidad. Pero también es el anhelo de abrirnos a la dimensión sagrada de nuestra vida, de saber que estamos al servicio de algo noble, de vivir la magia y el asombro.

Sin embargo, la alienación, la hermana oscura de la pertenencia, es tan ubicua que podríamos considerarla una epidemia. Gracias a la tecnología estamos más interconectados que nunca; no obstante, jamás nos habíamos sentido tan solos y distanciados. Somos las generaciones que no han recibido la herencia del ­conocimiento que nos devolvería a la pertenencia. Pero lo peor es que, en nuestro estado de amnesia, muchas veces no somos conscientes de qué es lo que nos falta.

Cada vez más, nuestras interacciones con los demás son suplantadas por máquinas. Tanto si es a través de la comunicación digital como de contestadores automáticos de atención al cliente o de máquinas dispensadoras, que nos ofrecen servicios que antes eran realizados por personas, nos estamos convirtiendo en esclavos de la era mecánica. De acuerdo con los intereses de las compañías, somos reducidos a meros consumidores, convertidos en un engranaje de la propia maquinaria con la que estamos comprometidos. Esta entidad más grande, que a menudo está oculta, es una parte sustancial de lo que contribuye a que nos sintamos deshumanizados, y nos hace sentir que somos prescindibles. No amamos a la máquina, ni esta nos ama a nosotros.

Intentamos seguir adelante con nuestra pequeña aportación a la coreografía mecánica de las cosas, pero nos invade la sensación de falta de sentido. Inconscientemente, sentimos que hay algo más grande a lo que deseamos pertenecer. Y aunque no seamos capaces de decir qué es, percibimos que otros pertenecen a ese algo más grande, mientras nosotros miramos desde fuera.

Deseamos desesperadamente que se note nuestra ausencia del círculo de la pertenencia. Este sentimiento nos envenena desde dentro. Aunque intentemos permanecer ocupados, rara vez conseguimos aplacar la soledad interna subyacente. Al primer soplo de silencio, se produce una erupción de alienación de tal magnitud que amenaza con engullirnos por completo. No importa cuánto acumulemos ni lo importantes que sean nuestros logros, la punzada de la no pertenencia sigue perforándonos desde dentro.

Y así, consideramos nuestra vida como un proyecto de mejora, un intento de ser útiles, admirados, inmunes e inteligentes. Nos esforzamos por erradicar cualquier aspecto que resulte inaceptable, que pudiera poner en peligro nuestra integración. Pero a medida que este «autodesarrollo» invade nuestro territorio salvaje interior, nuestros sueños y nuestra conexión con lo sagrado se resienten. Al utilizar todos y cada uno de los recursos al servicio del anhelo inconsciente de pertenencia, cada vez nos sentimos más alejados de casa.

Este es nuestro punto de partida: justo en la cruda fisura en la que estamos perdidos, en lo más hondo de nuestro vehemente deseo de encontrar nuestro sitio en la familia de las cosas. Antes de preguntarnos cómo vamos a curarnos de nuestro distanciamiento, hemos de profundizar en la propia herida y ­convertirnos en sus aprendices. Hemos de reflexionar sobre qué es lo que nos ha estado faltando. ¿Qué se nos está negando? Solo cuando somos capaces de doblegarnos a ese anhelo sacro podemos vislumbrar la majestuosidad que estamos destinados a alcanzar.

El verdadero significado de la pertenencia

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