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La escasez y el merecimiento

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La escasez es la condición subyacente del arquetipo de la Madre Muerte. Nos hace creer que nunca tenemos bastante, que siempre hay cosas o lugares mejores que alcanzar, en lugar de crear pertenencia con lo que tenemos delante de nosotros. Cuando se habla de escasez, la mayoría pensamos en una falta física de abundancia, de afecto y de pertenencia. Y aunque es cierto que tener poco de estas cosas puede hacernos sufrir, lo peor de todo es la carencia interior.

Nosotros la aprendimos de nuestros padres, como estos la aprendieron de los suyos; por consiguiente, esta puede tener raíces profundas en nuestro linaje familiar. La carencia es la creencia de que por mucho (o por poco) que tengamos, nunca es suficiente. Tanto si somos adictas al trabajo y nunca nos conformamos con nada como si somos las típicas perfeccionistas que siempre tienen problemas para presentar algo a la sociedad, porque nunca está lo suficientemente bien, toda nuestra vida puede estar bajo la influencia de la insuficiencia.

Tienes algo de dinero, pero no es suficiente para hacer lo que realmente quieres. Puede que tengas uno o dos amigos, pero te falta una «comunidad». Tal vez tengas una oportunidad, pero haría falta un milagro para que se hiciera realidad. A lo mejor tienes un amante, pero no tienes una familia. Es como tener una hermosa vista desde tu ventana y fijarte solo en los defectos de la pintura de las paredes: nos centramos en lo que nos falta, en vez de deleitarnos en la belleza que tenemos delante. Eso es lo que pretende la Madre Muerte: reforzar la carencia hasta que nos parezca normal.

Mi madre me contó una vez que después de que yo naciera, mi hermano empezó a tener rabietas cada vez que ella se sentaba a darme de mamar. Me dejaba para atenderlo a él, pero al poco tiempo de estas interrupciones se le retiró la leche. Para mí, esto siempre supuso una representación literal y profundamente simbólica de la carencia que caracterizó nuestra relación y, posteriormente, mi falta de sentido de pertenencia en el mundo.

A partir de esta primera experiencia de sentir que mis necesidades eran menos importantes que las del resto, aprendí a hacerme valer en la familia cuidando a los demás, función para la cual, a las mujeres adultas y a las jóvenes, se nos suele hacer creer que es para lo único que servimos en el hogar y en nuestra cultura. Pero el descuido de mis propias necesidades me creó una sed insaciable de ser vista, amada y valorada. La Madre Muerte respalda el tipo de feminidad que proclama que no valemos nada, más allá de nuestro papel superficial en la familia o en la cultura. Cuando no hemos madurado nuestro sentimiento de autoestima, necesitamos la reafirmación constante de nuestra valía.

Esta necesidad es la herida que llamamos carencia. De hecho, el sentimiento de carestía afectaba a todas las áreas de mi vida: emocional, física y espiritual. Siempre me sentía impulsada a buscar el amor fuera de mí, a conseguir grandes cosas, como si eso fuera a aportarme aprobación. Pasé años disciplinándome para ser más consciente, generosa y buena, como si el amor de Dios y mi lugar en la Tierra dependieran de ello. Pero tuve que esperar a darme cuenta de cuál era el origen de la escasez, para empezar a contrarrestar sus perniciosas proyecciones y cambiar mi forma de ver el mundo.

Cuanto más alejados estamos de nuestros instintos y necesidades, más inconscientes se vuelven. Cuando no podemos ver o nombrar la miseria que sentimos, la proyectamos al mundo que nos rodea. La vida se convierte en la Madre Muerte y nosotros en su retoño eternamente dependiente.

Para entender cómo se forma la escasez, primero hemos de indagar sobre el merecimiento. Sentirse merecedor significa sentirse importante, valioso, apreciado y digno. Es el estado de plenitud. Si no fuéramos educados para sentir estas cualidades del merecimiento, posiblemente creeríamos que las cosas buenas no están a nuestro alcance.

Hay momentos en los que te identificas con la voz de la Madre Muerte y crees que sus comentarios negativos sobre ti son ciertos; puede que tengas sueños en los que deambulas por estas peligrosas zonas abandonadas de tu psique, donde acaban de derrumbarse las desvencijadas estructuras. La poca vida que hay en esos lugares intenta vivir a costa de las migajas o compite por conseguirlas, y el peligro acecha en cada esquina. Yo las llamo las zonas perdidas: debajo de los puentes, en los callejones traseros y en los edificios en ruinas, que simbólicamente corresponden con las partes de nuestra mente que han sufrido estragos, a causa de la carencia y la negligencia.

Estos lugares surgen por la falta de amor, y si no les prestamos atención para sanarlos, pueden volverse sistémicos. Como sucede en las zonas olvidadas o desatendidas de las ciudades, se acumula la desesperación en ellas hasta que se convierten en lugares donde la pérdida es un mal endémico. La psique, a su vez, va ganando impulso. Con el detonante adecuado, como ver que otros disfrutan del calor de la familia o de la amistad, podemos ser transportados al instante a esos distritos de desolación interior.

Entonces, ¿cómo podemos empezar a revitalizar nuestras zonas perdidas de una manera que no sea solo estética, sino integral? Para revitalizar estas zonas perdidas en nuestra psique hemos de mirar directamente la herida, como hacemos con la interpretación de los sueños, y coser, punto por punto, lo que se ha roto para recuperar el sentido de pertenencia.

Lo primero que hemos de hacer es descubrir quiénes somos realmente y qué valoramos. Me encanta la palabra valor, porque tiene dos significados: aquello que consideramos algo valioso y aquello que distingue nuestro carácter. Así que primero hemos de hacer una verdadera evaluación de nuestros dones y habilidades, y luego, hemos de aprender a defenderlos.

Alice Walker, en su maravilloso tratado The Gospel According to Shug [El evangelio según Shug], 9 escribió: «Reciben AYUDA aquellos que aman a los demás a pesar de sus faltas, a esas personas se les otorga el don de la visión clara». Estas palabras me parecen muy poderosas, porque sugieren que las faltas, aberraciones o rarezas de nuestra personalidad forman parte de nuestra integridad, y pretender obviarlas es hacerles un flaco favor a los demás y a nosotros mismos. Además, al reconectar con lo que yo llamo «las facetas refugiadas del yo», podemos reivindicar la capacidad de visualizar un camino que seguir, no solo en nuestras vidas, sino en nuestro futuro colectivo.

El hábito de infravalorarnos es una especie de división, que hace que vivamos a medias; la dignidad está directamente relacionada con nuestra capacidad para vivir una vida integrada. En lugar de desterrar las facetas que, una vez, fueron rechazadas, trabajamos para reivindicar esas partes de nuestra identidad que temen ser vistas, heridas u olvidadas. Las permitimos y las incluimos, momento a momento, reforzando nuestra capacidad de inclusión, de pertenencia. Es la práctica de integrar la plenitud de nuestra presencia en un momento dado, tanto si se trata de rabia como de un brote de tristeza, para decir: «Esto también pertenece».

Hace unos años, cuando estaba con unos amigos, aprendí una importante lección sobre cómo nuestro exilio voluntario también puede perjudicar a los demás. Me encontraba en una fase de transición, me había marchado de la ciudad en la que había estado viviendo, pero sin tener otro sitio al que poder llamar hogar, y una amiga mía y su esposo me ofrecieron quedarme en su habitación de invitados. Al principio, fue estupendo estar en la casa de esta encantadora y amable pareja, pero, al cabo de unas semanas, empecé a tener problemas con mi capacidad para recibir su generosidad. Aunque no habían dado abiertamente muestra alguna por su parte para que me preocupara, empecé a sentir que era una intrusa.

Intenté ser más servicial, pagaba la compra, hacía la comida y limpiaba cuando estaban fuera. Sin embargo, al final, ni siquiera eso me parecía suficiente. Empecé a ausentarme durante largos periodos o, literalmente, a esconderme en mi habitación, para que pudieran gozar de su privacidad y de sus ritmos. Pero lo cierto es que había vuelto a caer en esa espiral de vergüenza hacia la Zona Perdida. Tener que depender de unos amigos, en una casa que no era mía, reactivó mis viejos sentimientos de desarraigo. Pero, inconscientemente, estaba recreando el sentimiento de abandono, mientras observaba desde la famosa escalera, cómo transcurría la vida sin mí.

Un día, mi amiga me preguntó si me pasaba algo. Al principio, intenté disimular encogiéndome de hombros. Al cabo de unos momentos, escribí temblorosa algunas palabras en un trozo de papel, porque me resultaba demasiado difícil decirlo en voz alta: «Siento que soy un estorbo». Lo que vino a continuación fue una conversación entre lágrimas, en la que mi amiga, lejos de consolarme, me ayudó a confrontar mi conducta. Me dijo que al autoexcluirme de la vida en su hogar, era yo la que estaba provocando el abandono.

Esas palabras fueron como un jarro de agua fría. En un momento, me di cuenta de cuántas veces, en toda mi existencia, me había autoexcluido de la vida para librar a los demás de mi presencia, adelantándome a las situaciones, antes de que nadie pudiera dejarme atrás. Era una forma inconsciente de solicitar amor y atención. Igual que me había sucedido en la infancia, cuando mi ausencia estaba realmente motivada por mi deseo de ser echada en falta. Y aunque esa estrategia me ayudó a sobrevivir en mis primeros años de vida, se había quedado desfasada y, en realidad, revelaba una falta de valentía.

Mientras sigamos ocultando facetas de nosotros mismos, porque pensamos que solo será aceptada una versión corregida o formal de nuestra personalidad, nos estaremos privando de la pertenencia. Pero también –y esta es la parte que requiere más práctica para identificarla– estaremos privando a los demás de participar en una copertenencia con nosotros.

El verdadero significado de la pertenencia

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