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El origen del distanciamiento

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Para reflexionar sobre el origen de nuestro distanciamiento hemos de empezar por nuestra historia personal. Aunque nuestras experiencias varían notablemente de una persona a otra, compartimos más similitudes que diferencias. En nuestra infancia tenemos la tendencia natural a asombrarnos, soñar y descubrir. Podemos vivir muchas horas haciendo ver que somos algo, consultando con la naturaleza, experimentando sensaciones e ideas, seguros de que estamos a salvo, confiando en lo imposible.

Como en el Jardín del Edén, es una etapa de armonía, abundancia y ausencia de culpa. Pero a todos nos llega un momento, a unos antes que a otros, en el que experimentamos un distanciamiento súbito o gradual de nuestra relación innata con la magia. Puede que nos digan que bajemos de las nubes, que solo es nuestra imaginación, o que no es más que un sueño. Nos piden que decidamos qué queremos ser cuando seamos mayores, nos explican cómo ha de comportarse una «dama», nos empujan a la vida pública en la escuela, y somos iniciados de golpe en los caminos de la realidad consensuada.

Para algunas personas, este primer distanciamiento puede producirse a raíz de un trauma, de abusos o de negligencias. Quizás te viste obligado a cuidar de otros, mientras tu vida interior perdía fuerza, era ridiculizada o ignorada. Quizás te hicieron sentir que eras necesario solo de una manera específica, mientras las verdaderas tendencias de tu pertenencia eran enviadas a las profundidades, cual fugitivas.

Quizás tú y cualquiera como tú habéis sido calumniados por vuestro entorno social. Quizás las exigencias de ese entorno te han obligado a ocultar tus dones, porque tenías que atender a algo más inmediato.

Sean cuales fueren los pormenores de tu primer distanciamiento, habrás notado la fisura entre tu verdadero yo y la persona en la que te has convertido para poder sobrevivir. Y de este modo empieza el trabajo de moldear nuestras cualidades para que se adapten a esta nueva versión más aceptable de nosotros mismos. Con el tiempo, este esfuerzo por «parecer» normal tiene tanto éxito que hasta empezamos a olvidarnos de nuestra verdadera naturaleza.

De pequeña, recuerdo que siempre me decían que hablaba demasiado, que gritaba demasiado y que era demasiado dramática, así que empecé a actuar con «pasotismo» o indiferencia. Este pasotismo es algo muy característico de los adolescentes urbanos. Aunque en su interior son una colorida explosión de hormonas y pasiones, desesperación y anhelo, hacen lo imposible por fingir que nada les importa. ¡Y les funciona!

Después de un poco de práctica en reprimir mi expresividad, recuerdo que me felicitaron por haberme «suavizado», como si mi anterior y auténtica versión de mí misma fuese molesta o embarazosa para los demás. Pero esta represión puede tener un precio muy alto cuando nos hacemos mayores.

Esas cualidades y habilidades que están prohibidas en nuestras familias, iglesias y otros medios sociales no dejan de existir por el mero hecho de que queramos ignorarlas. Más bien, en su afán de reconocimiento, tienden a volverse en contra de sus poseedores adoptando la forma de depresión o enfermedad, ira o rebeldía.

Considerar la rebeldía de nuestros adolescentes como una patología es uno de los grandes perjuicios que ocasionamos a nuestros menores. Existe una razón por la que en muchas culturas se realizan ritos de iniciación a la etapa adulta, pues los adolescentes son los que modificarán la sociedad en el futuro. Si a la rebeldía se la trata con el debido respeto, nos aportará la confrontación necesaria con la ­sociedad que garantizará nuestra sostenibilidad. Así como en toda relación se debe permitir que la tensión del conflicto refuerce nuestros vínculos, también hemos de invitar a la gente joven a contribuir con sus desacuerdos en nuestra vivacidad compartida. Este es el momento en su vida en que se invierte la dinámica entre mayores y jóvenes. El mayor ya no ocupa la posición de enseñar, sino la de escuchar. Después de todo lo que estos ancianos han impartido, directa e indirectamente a través de la cultura, ahora tienen la oportunidad de escuchar la opinión de los jóvenes sobre cómo lo han hecho.

Aquí es donde el dolor y la rabia del desarraigo son más necesarios. En la disconformidad de los jóvenes con la injusticia y en su voluntad de combatirla, existe un inmenso almacén de energía creativa en pleno desarrollo. Mientras otras culturas afrontan esta transición con un enorme respeto, nosotros la convertimos en una tragedia, y tratamos a nuestros jóvenes como si fueran seres aberrantes y rebeldes, a los que se ha de reformar y enseñar obediencia. En vez de invitar a los nuevos adultos a una posición de autoridad en nuestro círculo de pertenencia, y pedirles que renueven nuestras estructuras desfasadas, consideramos que su pasión es una vergüenza e intentamos reprimirla.

Este rechazo tiene sus consecuencias. Cuando ese poder emergente, fisiológico y psíquico, es rechazado abiertamente, nunca podrá cumplir su función, como pilar de la autoestima. Sin el ritual de bienvenida que afirma: «tu sangre es necesaria, tu ira es valiosa, tu dolor tiene sentido», el joven no encuentra lugar para canalizar su lealtad y navega perdido por los inmensos océanos de la ­alienación.

El día que abandoné mi casa lo hice descalza, solo con los calcetines puestos. Mi madre me había escondido todas mis botas y zapatos, antes de acostarse. A mis quince años, estaba totalmente decidida a marcharme, y lo hice de todos modos, salí corriendo por la calle en calcetines, con la esperanza de no pisar algo en la oscuridad con lo que pudiera hacerme daño. Al cabo de unos días, la policía me encontró en casa de mi novio, que era mayor que yo. Lo amenazaron con ponerle varias denuncias y a mí me llevaron de vuelta en el coche patrulla. Hubo un momento, que quedará siempre congelado en mi memoria, en que uno de los agentes se giró hacia mí y me preguntó si quería que me llevaran a casa. Y con toda la convicción de este mundo, le respondí: «No».

La alternativa, como después pude comprobar, fue un aterrador centro de detención para menores, donde me arrebatarían mis pertenencias. Por temor a que me ahorcara en la pequeña celda que solo tenía una ranura para que me ­dieran la comida y un botón rojo de emergencias, me sacaron hasta el cinturón. Me mandaron a ducharme con otras chicas, me dieron algunos productos de higiene diminutos, como jabón y pasta de dientes, y nos teníamos que secar con toallas que no eran lo bastante grandes para nosotras. Las cantidades eran para personas muy pequeñas, que no correspondían con la realidad de las que estábamos allí. Los grifos no tenían manija y el agua de la ducha salía a chorro de golpe y se paraba de repente, las puertas de hormigón ** se cerraban solas y la luz se apagaba automáticamente con programadores, por lo tanto no había interruptores.

Mi madre vino a visitarme una vez, pero lo único que recuerdo es que al verla al otro lado del plexiglás me sentí como un animal salvaje. Aunque solo deseaba que alguien me dijera cariñosamente que volviera a casa, creo que ella se sentía aliviada de que, por fin, estuviera controlada. Sin que tan siquiera me enterara, distintos organismos oficiales pusieron en marcha un proceso judicial por el cual me «comprometieron voluntariamente» con System.

No tenía muy claro por qué estaba allí. Puesto que mis padecimientos se debían a las carencias intangibles e innombrables de mi vida, viví durante años con la destructiva convicción de que mi traumática experiencia no era importante. Creía, como me decía mi madre, que estaba exagerando y que había destruido a nuestra familia. Tardé años en darme cuenta de que la pequeña simiente de mi destino necesitaba esa tierra yerma para hacerse fuerte. Tenía que conocer la verdadera tristeza y vivir mi soledad, para poder descubrir que el desamor era mejor que el amor a medias. Tenía que romper con aquello que, en nombre del amor, desprecia, envidia y ofende.

System me estuvo trasladando durante meses, desde centros para menores hasta pisos compartidos para jóvenes, haciendo que me fuera imposible replantearme mis dispersas y sedientas raíces. Cada vez que empezaba a apegarme a una trabajadora social saturada de trabajo, la cambiaban de puesto. Nunca se despedían. Sea como fuere, tuve que repetir el terrible ritual de deshacer la maleta con mis escasas y pequeñas pertenencias para volver a afrontar otro traslado al poco tiempo, generalmente, de noche. Así aprendí qué era la transitoriedad y a adaptarme para sobrevivir.

Podemos volvernos sumamente adaptables en nuestro intento de pertenecer a algún lugar, como un camaleón cambia sus tonalidades para mimetizarse con su entorno. Aprendí a sintonizar con los lugares a los que me destinaban, a fin de evitar cualquier amenaza sutil, me anticipaba a sus necesidades y era útil allá donde aterrizase. Enseguida me familiarizaba con los sitios, aprendía sus atajos y costumbres, para que pareciera que siempre había estado allí. Lo más irónico es que a pesar de mi capacidad de adaptación, nunca pude llegar a experimentar un verdadero sentido de pertenencia.

Aunque el marginado aprenda a mutar para encajar en cualquier hábitat, es más difícil conocer sus verdaderos colores. Puede que se sienta libre de restricciones imaginarias o reales, pero también anhela confiar lo bastante en un lugar, en unas personas o en una vocación como para echar raíces en su suelo. Y ese tipo de soledad, que no conoce hogar duradero, puede pasar factura con el paso del tiempo.

La alienación persigue a la persona que quema puentes tras de sí. Puede que dejes partes de ti mismo en esos lugares y momentos en los que has creado algún vínculo superficial. Cuanto más dejas atrás, más fragmentado te sientes. Si eres una de esas personas, puede que incluso hayas conseguido éxitos externos, pero notas que te falta una conexión profunda con la vida que has creado.

A raíz de haber expuesto tu verdadera naturaleza en alguna parte donde fue rechazada, te has vuelto receloso de esos lugares. No podrías soportar que te hirieran de nuevo, así que te niegas a volver a revelar quién eres realmente. Dejas de vivir desde tu propia verdad y, con el tiempo, la falta de voluntad se convierte en alienación de tu propia naturaleza.

Con el paso de los años, dejamos de sentir con tanta intensidad nuestra carencia. Entonces, es la propia carencia la que se vuelve maligna y se propaga en forma de depresión o ansiedad imperceptible. Dicho simple y llanamente, cuando nos sentimos marginados, es porque se están manifestando esos aspectos de nosotros mismos que hemos marginado.

El verdadero significado de la pertenencia

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