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La capacidad de engordar es una adaptación evolutiva

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La medicina evolutiva estudia las enfermedades en el contexto de la evolución biológica. Permite comprender por qué los genes asociados a la obesidad están tan difundidos en la especie humana y de qué manera podemos prevenir que se desaten los mecanismos involucrados.

Somos el resultado de miles de años de evolución. El diseño del ser humano actual está codificado en su ADN, es el resultado del ajuste continuo de los genes ante los cambios ambientales que sufrieron nuestros ancestros. El siguiente ejemplo puede ayudarnos a entender cómo se desarrollan los procesos evolutivos (Campillo Álvarez, 2007, página 35) (2):

Un ingeniero diseña un prototipo de reloj eterno cuyo mecanismo va mejorando con el paso del tiempo. Cuando encuentra un problema o error lo corrige para la próxima generación de relojes. Finalmente, obtiene un diseño ideal capaz de enfrentar todas las dificultades: se carga con luz solar y también con el movimiento, consume poca anergía, se pone en hora automáticamente, resiste al viento y a los cambios de temperatura. Pero en este diseño “final” no tuvo en cuenta la resistencia al agua. Cuando el reloj es sumergido se estropea y comienza a dar mal la hora.

Desde el punto de vista evolutivo, el prototipo de la especie humana ha sido moldeado para enfrentar determinados tipos de ambientes y comer ciertos alimentos a los que se expuso y logró adaptarse. Al someter el diseño de la especie a un comestible para que el que no está preparado, su maquinaria metabólica se altera y puede dañarse. Enfermedades crónicas como la diabetes, la hipertensión, los infartos cardíacos y la obesidad se convierten en problemas de diseño según la medicina evolutiva.

Un ejemplo de la adaptación del genoma al medio específico es la cantidad de melanina epidérmica, rasgo muy variable en el ser humano. Tener mucha melanina oscurece la piel y resulta beneficioso para quienes habitan zonas tropicales debido a que el elevado grado de exposición solar exige esa protección. Lo contrario ocurre para los habitantes de regiones polares donde la radiación ultravioleta es muy baja. En el ártico, poseer poca melanina y un color claro de la piel es necesario para absorber vitamina D.

Cuando se produjeron las primeras migraciones del ser humano al Polo Norte, los individuos que desarrollaban menos melanina erán más fértiles y se reproducían con mayor facilidad (Arab et al., 2019) (3). Tras muchas generaciones, la selección natural generó la adaptación del color de piel hasta convertirlo en un rasgo común para los habitantes de las regiones árticas. Un descendiente de esquimales tiene la piel rojiza y menor cantidad de melanina que un nativo de Kenya, que desarrollará un color oscuro de piel. Si los intercambiamos de latitud, ambos sufrirán una incompatibilidad de diseño respecto al medio. Si el esquimal viviera cerca del trópico probablemente sufriría lesiones dérmicas y tendría mayor riesgo de cáncer de piel. El kenyata llevado al Polo Norte no podrá sintetizar suficiente vitamina D, por lo que su absorción de calcio será menor y tendrá más riesgo de osteoporosis. Por otra parte, los hijos del africano no cambiarán su color de piel por vivir en el Ártico, tampoco sus nietos ni sus bisnietos, ya que se necesitan miles de años y muchas generaciones para estas transformaciones.

El diseño del homo sapiens fue lo suficientemente eficaz para permitir su supervivencia hasta la actualidad, a pesar de los cambios medioambientales que encontró en su camino: glaciaciones, extinción de especies, climas extremos y poca disponibilidad de alimentos. Nuestra genética, vías hormonales y respuestas metabólicas a los alimentos son producto de las adaptaciones sufridas por nuestros antepasados. Más allá del color de la piel, los rasgos faciales o la altura, la especie humana es bastante homogénea en cuánto la metabolización de los nutrientes. Los asiáticos, los pueblos africanos, los descencientes de europeos y los originarios de América compartimos un mismo pasado evolutivo.

Las poblaciones primitivas debían caminar varios kilómetros al día soportando climas hostiles para encontrar comida. Durante las estaciones frías, resultaba difícil obtener alimentos y en algunas ocasiones, podían transcurrir varios días hasta conseguirlos. En ese contexto, estaban mejor preparados para subsistir quienes acumulaban un excedente, una reserva de comida interna desplazable. Esto representa el surgimiento del tejido adiposo, repleto de ácidos grasos a los que recurrir ante la escasez del medio.

La localización de grasa en las caderas de la mujer era, y todavía es, un rasgo importante para la reproducción. Permite la nutrición del embrión durante el embarazo y la lactancia en forma independiente a la disponibilidad de comida. Las “modelos” de la época demuestran que este tejido adiposo localizado era deseable. Las “venus paleolíticas”, creadas entre el 29.000 y 25.000 antes de Cristo, fueron encontradas en diferentes regiones de Europa. No es casualidad que compartan el mismo rasgo: el desarrollo importante de grasa fémoro-glútea, un símbolo de fecundidad (Colman, 1998) (4).

Un viaje por la nutrición de nuestra especie

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