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II

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Una o dos líneas antes he hablado acerca de mi ama. Ahora bien, jamás hubiera podido hallarse el diamante en la casa, que fue donde se perdió, si no hubiera llegado a ella en calidad de presente dirigido a la hija del ama; y la hija del ama, por su parte, no hubiese podido recibir jamás dicho presente, si no hubiera sido porque, con pena y trabajo, mi ama la hizo entrar en el mundo. En consecuencia, si comenzamos nuestra historia a partir del ama, tendremos que remontarnos bastante lejos en el pasado. Lo cual, permítanme que lo diga, es verdaderamente un cómodo comienzo, cuando tiene uno entre manos una labor como la mía.

Si saben ustedes algo respecto al mundo elegante, habrán oído hablar, sin duda, de las tres bellas Misses Herncastle: Miss Adelaida, Miss Carolina y Miss Julia, esta última, la más joven y bella de las tres hermanas, según mi opinión. Yo me hallaba en condiciones, como podrán comprobarlo ustedes más adelante, de actuar como juez en tal materia. Había entrado al servicio del viejo Lord, su padre (a Dios gracias nada tenemos que ver con él en este asunto del diamante; poseía la lengua más larga y el carácter más brusco que haya advertido yo jamás en hombre alguno de alta o baja condición, durante mi existencia); como les iba diciendo, había entrado yo al servicio del viejo Lord en calidad de paje de las tres honorables jóvenes, a la edad de quince años. Allí viví hasta el momento en que Miss Julia se desposó con el difunto Sir John Verinder. Hombre excelente, sólo se hallaba necesitado de alguien que lo gobernase, y, aquí entre nosotros, les diré que dio con la persona que se encargó de tal cosa, y que, lo que es más curioso, prosperó a causa de ello, engordó, llevó una feliz existencia y murió sin contratiempo, todo esto desde el instante en que mi ama lo llevó a la iglesia para casarlo, hasta el momento en que, luego de recoger su último suspiro, le cerró para siempre los ojos.

He omitido dejar constancia aquí de que yo seguía la novia para establecerme junto con ella en la casa y las tierras del novio.

—Sir John —dijo ella—, no puedo prescindir de Gabriel Betteredge.

—Señora mía —respondió Sir John—, yo tampoco podría prescindir de él.

Esta es la forma en que se conducía con ella..., y así fue como entré yo a su servicio. En lo que a mi respecta, érame indiferente ir a una u otra parte, con tal de hacerlo en compañía de mi ama.

Viendo que mi señora se interesaba por las faenas rurales, por las granjas y otras cosas por el estilo, me interesé yo también por ellas, tanto más cuanto que yo mismo era el séptimo hijo varón de un pequeño granjero. Mi ama me colocó bajo las órdenes del baile y yo cumplí al máximo, la dejé satisfecha, y logré ser ascendido en consecuencia. Algunos años más tarde, un día lunes, creo, mi ama dijo:

—Sir John, vuestro baile es un viejo estúpido. Otórgale una pensión liberal y designa a Gabriel Betteredge para que le reemplace.

El martes, por así decirlo, Sir John dijo:

—Señora mía, el baile ha sido pensionado generosamente y Gabriel Betteredge habrá de reemplazarlo.

Sin duda habrán ustedes oído hablar, hasta el cansancio, de matrimonios que llevan una vida miserable. He aquí un ejemplo opuesto. Que le sirva ello de advertencia a unos y de estimulante a otros. Mientras tanto, habré de proseguir con mi relato.

Y bien: allí, dirán ustedes, gozaría yo de todas las comodidades. Ocupando un puesto honorable y de confianza, con una pequeña choza para vivir en ella, empleando la mañana en las rondas por la heredad, la tarde para efectuar las cuentas y la noche con mi pipa y mi Robinsón Crusoe..., ¿qué otra cosa me faltaba para ser enteramente feliz? Recuerden lo que Adán echó de menos en el Jardín del Edén, cuando se hallaba solo en él, y si después de hacerlo no encuentran reprobable su conducta, no me condenen tampoco a mí.

La mujer sobre la que se posaron mis ojos se hallaba a cargo de las labores domésticas de mi cabaña. Llamábase Celina Goby. En lo que se refiere a la elección de la esposa, soy de la misma opinión que el difunto William Cobbett: "Trata de dar con una que mastique bien su alimento y que plante firmemente sus pies en el suelo al caminar y todo irá bien." Celina Goby llenaba esas dos condiciones, lo cual fue un motivo para que me casara con ella. Hubo también otro que pesó por igual en mi decisión, pero éste, de mi propia cosecha. Siendo Celina soltera, tenía yo que pagarle cada semana por la comida y los servicios que me prestaba. Siendo mi esposa no podría cobrarme la pensión y tendría que servirme por nada. Esa fue la manera como encaré yo el asunto. Economía..., con una pizca de amor. Como impulsado por el deber, puse tal cosa en conocimiento del ama, utilizando las mismas palabras que había empleado conmigo mismo.

—He estado pensando una y otra vez en Celina Goby —le dije—, y he llegado a la conclusión, señora, de que me resultará más económico casarme con ella que tenerla de criada.

Mi ama soltó una carcajada y me dijo que no sabía de qué asombrarse más, si de mis palabras o de mis ideas Algo jocoso debió advertir en lo que le dije, algo que sólo las personas de calidad son, sin duda, capaces de advertir. Sin comprender por mi parte otra cosa, sino que me hallaba en entera libertad para exponerle el caso a Celina, hacia ella me dirigí y así lo hice. ¿Qué es lo que dijo Celina? ¡Dios mío!, ¡cuán poco deben ustedes conocer a las mujeres por hacer tal pregunta! Naturalmente, me respondió que sí.

A medida que se aproximaba la fecha establecida y hubo de hablarse de mi nueva levita para la ceremonia, entré en dudas. He comparado mis sensaciones de ese instante con lo experimentado por otros hombres que vivieron un momento tan interesante como el mío, y todos ellos han convenido en señalar que una semana antes de la ceremonia anhelaron íntimamente poder librarse de ella. En lo que a mí respecta, declaro que he ido un tanto más allá que cualquiera de ellos; me erguí, por así decirlo, realmente dispuesto a desembarazarme del asunto. ¡Pero no sin pensar en una compensación! Demasiado justo era yo en confiar que habría ella de dejarme ir por nada. Una ley inglesa establece que el hombre deberá indemnizar a la mujer toda vez que eluda el cumplimiento de la palabra empeñada.

Respetuoso de las leyes y después de darle vueltas al asunto minuciosamente en mi cabeza, le ofrecí a Celina Goby un colchón de plumas y cincuenta chelines, para librarme del compromiso. Indudablemente no querrán ustedes creerlo, pero se trata, sin embargo, de la verdad: ella fue tan tonta como para rehusarse.

Después de esto, naturalmente, di el asunto por terminado. Me procuré una nueva levita, tan barata como pude conseguirla, y afronté los otros gastos de la manera más módica posible. Formamos una pareja que no llegó a ser ni feliz, ni infortunada. Nos hallábamos constituidos, cada cual, por seis porciones de nosotros mismos y media docena de porciones del otro ser. A qué se debía ello no puedo explicármelo, pero lo cierto es que ambos parecíamos estar siempre, por algún motivo, cruzándonos en nuestros caminos. Cuando yo sentía necesidad de dirigirme escaleras arriba, he aquí que mi esposa descendía por ellas, o bien, cuando ella sentía necesidad de bajar, he aquí que yo ascendía En eso consiste la vida matrimonial, según mi experiencia.

Luego de cinco años de malentendidos en torno a la escalera, le plugo a la Providencia, toda sabiduría, venir en nuestro auxilio para llevarse a mi esposa.

Me dejó como único hijo a mi pequeña Penélope, nada más que ella. Poco tiempo después falleció Sir John y no le quedó al ama otro hijo que la pequeña Miss Raquel, nada más que ésta. Muy poco será lo que diga en favor de mi ama, si me obligan ustedes a decirles que la pequeña Penélope fue puesta bajo la cuidadosa vigilancia de sus buenos ojos, enviada a la escuela, instruida, convertida en una muchacha despierta, y promovida, cuando se halló en edad de desempeñarlo, al cargo de doncella de la propia Miss Raquel.

En cuanto a mí, proseguí cumpliendo mis funciones de baile, año tras año, hasta llegar a la Navidad de 1847, fecha en que se produjo un cambio en el curso de mi vida. En tal ocasión el ama se invitó sola a beber en privado conmigo un té en mi cabaña. Luego de hacerme notar que, comenzando la cuenta a partir del año en que me inicié como paje al servicio del viejo Lord, llevaba ya más de medio siglo a sus órdenes, colocó en mis manos un hermoso justillo, que había confeccionado ella misma, el cual tenía por objeto preservarme del frío durante las crudas jornadas del invierno.

Acogí el presente sin saber de qué términos valerme para agradecerle a mi señora el honor que acababa de dispensarme. Ante el mayor de los asombros resultó, sin embargo, que no se trataba de un honor, sino de un soborno. Antes de que yo mismo lo percibiera, el ama había descubierto que me estaba poniendo viejo y se había allegado, por eso, hasta mi cabaña, para arrancarme con zalemas (si se me permite la expresión) de las duras faenas que en mi carácter de baile cumplía al aire libre y ofrecerme el descansado cargo de mayordomo de la casa. Con todas mis fuerzas me opuse a ese descanso que consideraba indigno. Pero el ama conocía mi punto débil: le dio al asunto el carácter de un favor que le haría a ella. Esto puso término a la disputa, y mientras me restregaba los ojos, como un viejo tonto que era, con el flamante justillo de lana, le dije que habría de pensarlo.

Tan espantosamente confundido me hallaba por la materia puesta en discusión, al partir el ama, que hube de recurrir al remedio que nunca me ha fallado en los casos de duda y emergencia. Tras encender la pipa, le eché una ojeada a mi Robinsón Crusoe. No hacía aún cinco minutos que me hallaba enfrascado en la lectura de ese libro tan extraordinario, cuando di con este consolador fragmento (página ciento cincuenta y ocho): "Amamos hoy lo que odiaremos mañana.” Inmediatamente se hizo la luz en mi cerebro. Hoy deseaba yo, con toda el alma, proseguir en mis funciones de baile de la granja; al día siguiente, de acuerdo con lo que opina esa autoridad que es Robinsón Crusoe, habría de pensar todo lo contrario. Me imaginaría, pues, ya en ese mañana y el problema se hallaría resuelto. Aliviado mi espíritu en esta forma, fuime a dormir esa noche en el carácter de baile de Lady Verinder y desperté a la mañana siguiente convertido en su mayordomo. ¡Todo se había solucionado y ello debido únicamente a Robinsón Crusoe!

Mi hija Penélope acaba de mirar por encima de mi hombro para ver hasta dónde he llegado en lo que escribo. Me hace notar que lo he expresado todo muy bellamente y que cada palabra constituye de por sí una verdad. Pero tiene algo que objetar. Manifiesta que lo que he escrito hasta ahora nada tiene que ver con el fin propuesto. Se me ha pedido la historia del diamante y en su lugar he estado narrando mi propia historia. Algo curioso, en verdad, y que no podría explicar. Me pregunto si esos caballeros que hacen un negocio y viven de los libros que escriben, hallan también que su persona se entremezcla con los asuntos que tratan, como me pasa a mí. Si es así, puedo hablar por ellos. Mientras tanto, he aquí otro falso comienzo y una nueva pérdida de buen papel de escribir. ¿Qué hacer, entonces? Que yo sepa, no otro cosa que permanecer ustedes en calma, y en cuanto a mí, dar comienzo al relato por tercera vez.

La piedra lunar (texto completo, con índice activo)

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