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Uno tras otro fueron llegando los huéspedes restantes, a partir del arribo de los Ablewhite, hasta quedar cubierto el número global de concurrentes. Incluyendo a los miembros de la familia, se contaban allí veinticuatro personas en total. Fue, en verdad, un noble cuadro el que ofrecieron todos ellos, luego de haber ocupado cada uno su sitio respectivo en torno de la mesa, y se vio levantarse al cura párroco de Frizinghall, quien, con elocuente palabra, bendijo la comida.

No es necesario fatigar aquí al lector dando la nómina completa de los huéspedes, ya que no habrá de encontrarse con ninguno de ellos —en la parte de esta historia que me corresponde a mí narrar, por lo menos—, con la sola excepción de dos personas.

Estas últimas se hallaban sentadas una a cada lado de Miss Raquel, quien, como reina de la reunión, constituía la máxima atracción de la fiesta. En esta ocasión había más motivos que nunca para considerarla el centro hacia el cual convergían todas las miradas, dado que, ante la desazón secreta de mi ama, lucía un maravilloso presente de cumpleaños que eclipsaba todo lo circundante: la Piedra Lunar. En el primer momento le había sido entregada en las manos sin ningún agregado, esto es, suelta, pero luego, ese genio universal que era Mr. Franklin halló la forma de fijarlo a manera de broche sobre la pechera del traje blanco de Miss Raquel, con la ayuda de sus pulcros dedos y de un pequeño trozo de hilo plateado. Todo el mundo expresó su asombro ante las peligrosas dimensiones y la belleza del diamante, por medio de las palabras que se acostumbra decir en tales casos. Las únicas personas que se abstuvieron de decir vulgaridad alguna en torno al mismo fueron aquellos dos huéspedes que ya he mencionado y que se hallaban sentados, uno a la derecha y otro a la izquierda de Miss Raquel.

El de la izquierda se llamaba Mr. Candy, era el médico de la familia y residía en Frizinghall.

Se trataba de un hombrecillo agradable y cordial, con la desventaja, no obstante, debo reconocerlo, de que se mostraba, en y fuera de ocasión, demasiado dispuesto a regodearse con sus propias chanzas y entablar un tanto precipitadamente conversación con los extraños, antes de informarse debidamente respecto a su idiosincrasia. En sociedad no hacía más que cometer yerros y arrastrar a la gente hacia campos hostiles, sin proponérselo. Como médico se conducía con más prudencia, y echando mano instintivamente, como decían sus enemigos, de su discreción, lograba demostrar por lo general que se hallaba en lo cierto, cuando otros colegas suyos más cautos se equivocaban. Lo que él le dijo esa noche a Miss Raquel respecto al diamante, cobró como de costumbre la forma de una broma o una burla. Le rogó gravemente, en interés de la ciencia, que le permitiera llevárselo a su casa para hacerlo arder.

—Primeramente, Miss Raquel —dijo el doctor—, lo someteremos a muy elevada temperatura y luego lo expondremos a una corriente de aire y así, poco a poco —¡puf!—, evaporaremos el diamante, ahorrándole a usted el trabajo de tener que custodiar tan valiosa gema.

Mi ama, mientras lo escuchaba con expresión un tanto fatigada, parecía estar deseando que el doctor hablara en serio y que sus palabras fueran capaces de despertar en Miss Raquel el celo suficiente por la ciencia, como para inducirla a sacrificar su regalo de cumpleaños.

El otro huésped, que se hallaba sentado a la derecha de la joven, era un célebre personaje: Míster Murthwaite, famoso por sus expediciones a la India, el cual, a riesgo de perder la vida, se había internado disfrazado en regiones donde ningún europeo posara jamás su planta.

Era alto y delgado, de tez morena, curtido y silencioso. Tenía el aspecto de un ser cansado y unos ojos firmes y atentos. Se decía que hastiado de la monótona existencia inglesa no deseaba otra cosa que volver a la brecha, para darse a vagar nuevamente por las zonas más salvajes de Oriente. Si se exceptúan las escasas palabras que cambió con Miss Raquel relativas a la gema, dudo que haya pronunciado después de ello seis palabras o que haya bebido más de un vaso de vino durante la comida. La Piedra Lunar fue lo único que despertó en él una especie de curiosidad. La fama del diamante parecía haber llegado hasta sus oídos, en alguna de aquellas comarcas peligrosas visitadas por él durante sus correrías. Luego de haberlo observado en silencio durante tanto tiempo que Miss Raquel comenzó a sentirse confundida, dijo a ésta en un tono frío e inconmovible.

—Si va usted alguna vez a la India, Miss Verinder, no lleve jamás el regalo de cumpleaños de su tío. Todo diamante indostánico suele hallarse vinculado a alguna religión de esos lugares. Conozco una ciudad, y en esa ciudad un templo, donde, aderezada como usted se halla ahora, su vida no tendría el más mínimo valor.

Miss Raquel, a salvo en Inglaterra, sintió un gran placer al oír hablar del riesgo que corría en la India. Las mocetonas se regodearon aún más: dejando caer ruidosamente tenedores y cuchillos, prorrumpieron al unísono en vehementes exclamaciones:

—¡Oh, qué interesante!

Mi ama se agitó nerviosa en su asiento y cambió el tema de la conversación.

A medida que la cena avanzaba llegué a darme cuenta, poco a poco, que esta fiesta no prosperaba en la medida en que lo habían hecho otras reuniones semejantes.

Recordando ahora aquel día, y a la luz de lo que aconteció después, estoy casi tentado a pensar que la piedra maldita debió haber obrado como un influjo maligno sobre la reunión. Yo les serví el vino en abundancia y, aprovechando las prerrogativas de mi cargo, anduve en todo instante dando vueltas en torno de la mesa en pos de los platos que no merecían su aprobación y diciéndole confidencialmente a cada huésped: "Por favor, no lo mire así y pruébelo; estoy seguro de que le sentará a usted bien." Nueve de cada diez convidados cambiaban de opinión en consideración a su antiguo y ocurrente amigo Betteredge, según afirmaban complacidos—; no obstante, ello no dio ningún resultado. A medida que el tiempo fue transcurriendo, se produjeron algunos intervalos de silencio, que me hicieron sentirme incómodo. Cuando volvían a dirigirse la palabra lo hacían, inocentemente, de la peor manera y con escasa fortuna. Mr. Candy, el doctor, dijo, por ejemplo, las cosas más desdichadas que jamás lo oyera decir hasta entonces. Bastará un solo ejemplo de su manera de conducirse en tal ocasión, para dar una idea de lo mucho que sufrí yo junto al aparador, tomando tan a pecho como había tomado la idea de que la fiesta debía constituir un éxito.

Se hallaba entre la concurrencia la digna señora de Threadgall, viuda del difunto profesor del mismo nombre. Esta buena señora tenía la costumbre de referirse en todo instante a su esposo, pero sin mencionarle nunca a su interlocutor la circunstancia de que aquél había muerto. Consideraba sin duda que toda persona adulta y físicamente capacitada, en Inglaterra, se hallaba en la obligación de conocer tal cosa. En uno de esos intervalos de silencio a que ya me he referido, se le ocurrió a alguien poner sobre el tapete ese tema árido y un tanto desagradable que es la anatomía, lo cual dio lugar a que Mrs. Threadgall trajera de inmediato a colación, como era su costumbre, el nombre de su difunto marido, pasando por alto la circunstancia de su muerte. Afirmó que la anatomía era el pasatiempo favorito del profesor en sus momentos de ocio. Desgraciadamente Mr. Candy, que se hallaba sentado enfrente de ella (e ignoraba la muerte del caballero), pudo oír lo que decía. Siendo, como era, el hombre más cortés del mundo, no dejó pasar la oportunidad que se le ofrecía de cooperar de inmediato a los esparcimientos anatómicos del profesor.

—En el Colegio de Cirujanos acaban de recibir varios esqueletos de notable apariencia —dijo desde el otro lado de la mesa y en un tono alegre y ruidoso—. Le recomiendo encarecidamente al profesor, señora, que en el primer momento libre vaya a hacerles una visita.

El silencio que se hizo fue tal que hubiera podido oírse caer un alfiler. Los comensales, por respeto a la memoria del profesor, no dijeron una sola palabra. Yo me hallaba en ese instante a espaldas de Mrs. Threadgall, recomendándole confidencialmente un vaso de vino del Rin. Bajando la cabeza, dijo aquélla en voz muy baja:

—Mi amado esposo ya no existe.

El desdichado de Mr. Candy, sordo a tales palabras y muy lejos de sospechar, siquiera, la verdad, prosiguió hablando por encima de la mesa, más cortés y ruidoso que nunca.

—El profesor quizá ignora —dijo— que una tarjeta de un miembro del Colegio bastaría para facilitarle la entrada allí, cualquier día de la semana, excepto los domingos, de diez a cuatro.

Mrs. Threadgall hundió aún más su barbilla en el escote y en voz más baja todavía repitió las solemnes palabras:

—Mi amado esposo ya no existe.

Yo le hice un guiño a Mr. Candy a través de la mesa. Miss Raquel lo rozó con su brazo. Mi ama le dijo las cosas más terribles con su mirada. ¡Todo fue inútil! Siguió hablando y hablando con una cordialidad que no se detenía ante nada.

—Me sentiré muy complacido —dijo— de enviarle mi tarjeta al profesor, si me hace usted el favor de comunicarme su dirección actual.

—Su dirección actual es el sepulcro —dijo Mrs. Threadgall, perdiendo súbitamente la paciencia y hablando con un énfasis y una violencia que hicieron vibrar de nuevo el cristal de los vasos—. ¡El profesor ha muerto hace diez años!

—¡Oh Dios santo! exclamó Mr. Candy.

Si se exceptúan las dos mocetonas, que estallaron en una carcajada, se hizo un silencio tan profundo en la reunión, que fue como si todos los allí congregados hubieran seguido el camino del profesor y moraran donde él moraba, esto es, en el sepulcro.

Dejemos ya a Mr. Candy. Los restantes comensales se condujeron, cada cual a su manera, en la misma forma provocativa que el doctor. Cuando debían hablar, no lo hacían, y cuando abrían la boca era para hostilizarse mutuamente y sin descanso. Mr. Godfrey, que solía ser tan elocuente en público, declinó el hacer gala de tal cualidad en privado. Quizá se hallaba de mal humor o tal vez se sentía avergonzado, a causa de su derrota en el jardín de las rosas: no puedo afirmar ni lo uno ni lo otro. Toda su charla se circunscribió a las palabras que vertió secretamente al oído de la dama que se encontraba a su lado. Se trataba de una de las integrantes de una junta de mujeres... un ser espiritual que exhibía una hermosa clavícula y gran afición por el champaña: le agradaba seco y en abundancia. Como me hallaba próximo a ellos, junto al aparador, puedo dar fe, teniendo en cuenta lo que los oí decir mientras descorchaba botellas, trinchaba al carnero o efectuaba cualquier otro menester por el estilo, que la reunión dejó escapar una gran oportunidad de levantar el tono general de la conversación. Lo que dijeron respecto a las obras de beneficencia realizadas por ambos no pude escucharlo. Cuando alcancé a oírlos, hacía ya tiempo que habían abandonado el tema acerca de las mujeres que debieran ser encerradas y de las que era necesario redimir, para empeñarse en la discusión de asuntos más graves. Religión, creo haberlos oído decir mientras quitaba los corchos y trinchaba la carne, es sinónimo de amor. Y decir amor es decir religión. La tierra es un paraíso un poco menos perfecto que el otro. Y el cielo, por otra parte, es una tierra refaccionada, que lo ha sido para que aparezca otra vez con el aspecto de una cosa nueva. Existía en el mundo cierto número de gentes indeseables, pero, para contrarrestar tal cosa, todas las mujeres que habitaban en el paraíso habrían de integrar un prodigioso comité en el que jamás se producirían disensiones, siendo asistidas en sus tareas por los hombres, quienes actuarían a la manera de ángeles ejecutivos. ¡Muy hermoso! ¡Muy hermoso! Pero, ¿por qué se reservaba tan aviesamente Mr. Godfrey para sí mismo y su dama todas esas cosas?

Mr. Franklin, insistirán ustedes, ¿no logró Mr. Franklin convertir esa reunión nocturna en una fiesta agradable?

¡Nada de eso! Recobrado enteramente, desplegó una energía y un buen humor maravillosos, al tanto como se hallaba, sin duda, sospecho que por medio de Penélope, del recibimiento que se le dispensó a Mr. Godfrey en el jardín de las rosas. Pero, hablara lo que hablare, lo cierto es que, nueve de cada diez veces que tomaba la palabra, escogía un mal tema o se dirigía a quien no debía haberle hablado, lo cual dio por resultado que ofendiese siempre a alguno y dejara perplejos en todo momento a los demás. Su educación extranjera, las facetas germana, francesa e italiana de su carácter que ya he apuntado, se mostró nuevamente ante la hospitalaria mesa de mi ama de la manera más embarazosa.

¿Qué piensan, por ejemplo, de la discusión promovida por él cuando inquirió hasta dónde debía una mujer casada demostrar su admiración por un hombre que no era su marido, dejando caer en medio de la conversación y de acuerdo con su ingeniosa y franca modalidad francesa, el nombre de la tía soltera del vicario de Frizinghall? ¿Qué piensan de su actitud, cuando luego de sacar a relucir su yo germano, le dijo al señor de una heredad en el momento en que éste, toda una autoridad en materia ganadera, hizo mención de su experiencia en el arte de criar toros, que, hablando con propiedad, la experiencia para nada contaba y que la mejor manera de criar un toro era concentrarse con la mayor energía en la idea de un toro perfecto y hacerlo surgir en carne y hueso de nuestra mente? ¿Qué opinan de lo que dijo cuando el representante del Condado, caldeado ya en el instante en que se servían el queso y la ensalada, estalló en esta forma, refiriéndose al incremento de la democracia en Inglaterra. "Si llegamos a perder alguna vez nuestras ancestrales garantías, ¿puede usted decirme, sir. Blake, qué nos quedará?" Este replicó entonces, sacando a relucir su yo italiano: "Nos quedarán tres cosas, señor: el Amor, la Música y la Ensalada." No solamente aterró a la concurrencia con tales exabruptos, sino que, volviendo a su yo inglés, a su debido tiempo, dejó de lado toda su suavidad extranjera y al hablar de la profesión médica afirmó rotundamente cosas que ponían en ridículo a los médicos, sacando de sus casillas aun al pequeño y alegre Mr. Candy.

La disputa se inició a raíz de haberse visto obligado a reconocer Mr. Franklin —por motivos que he olvidado— que había estado durmiendo muy mal últimamente. Mr. Candy le dijo al punto que sus nervios se hallaban resentidos y que debía someterse a un tratamiento de inmediato. Mr. Franklin le contestó que, en su opinión, un tratamiento médico y un sistema que lo obligara a andar a uno a tientas en la oscuridad eran la misma cosa. Mr. Candy le devolvió el golpe hábilmente respondiéndole que, en el terreno físico, no hacía Mr. Franklin más que andar a tientas en la oscuridad en busca del sueño y que la única manera de recobrarlo sería confiándose a un tratamiento médico. Mr. Franklin, deteniendo en el aire la pelota, le replicó que muchas fueron las voces que oyó hablar del caso de un ciego que dirigía a otro ciego, pero que ésa era la primera vez que tal cosa se le hacía evidente. Siempre en el mismo tono prosiguieron parando y devolviéndose los golpes con energía, hasta que se acaloraron..., especialmente Mr. Candy, quien perdió de tal manera el dominio sobre sí mismo al salir en defensa de su profesión, que obligó a mi ama a intervenir para prohibirles que siguieran más adelante. Esta indispensable muestra de autoridad actuó a manera de golpe de gracia sobre la atmósfera de la reunión. De tanto en tanto volvió a reanudarse aquí y allá la conversación, pero pudo advertirse una lamentable carencia de vida e ingenio en las palabras. El Demonio (o el diamante) había embrujado a este dinner-party y fue un alivio para todos el ver levantarse al ama, quien les indicó con señas a las señoras que debían dejar libres a los hombres para beber.

Acababa yo apenas de disponer en una fila las garrafas delante del anciano Mr. Ablewhite (que actuaba en calidad de anfitrión), cuando llegó hasta nosotros desde la terraza un rumor que me hizo estremecer y olvidar de golpe las maneras adecuadas al lugar. Mr. Franklin y yo nos miramos a la cara: era el redoble de un tambor indio. ¡Hubiera apostado cualquier cosa a que se trataba de los escamoteadores hindúes que regresaban a nuestra casa atraídos por la Piedra Lunar!

En el momento en que doblaban la esquina de la terraza y aparecían ante nuestra vista, me dirigí hacia ellos cojeando, con el fin de ahuyentarlos. Pero quiso mi mala suerte que se me adelantaran en el camino las dos mocetonas. Zumbando pasaron junto a mí en dirección a la terraza, con la velocidad de dos cohetes y enloquecidas por presenciar las triquiñuelas de los hindúes. Las otras mujeres las siguieron y hasta los propios caballeros hicieron allí su aparición. Antes de que hubiera uno podido exclamar: " ¡el Señor nos asista!", ya estaban allí los truhanes haciéndonos zalemas y las dos mocetonas besando al hermoso muchachito.

Mr. Franklin se situó junto a Miss Raquel y yo a espaldas de ésta. De confirmarse mis presunciones, he ahí que delante de los hindúes se hallaba ella exhibiendo su diamante sobre el pecho, ignorando absolutamente su verdadera situación.

No me hallo en condiciones de especificar cuántos fueron los juegos verificados y en qué forma los ejecutaron. En parte debido a los malos ratos pasados durante la cena y en parte a causa de la provocación que entrañaba el regreso de esos pícaros que llegaban justamente a tiempo para contemplar la gema, reconozco que perdí totalmente la cabeza. La primera cosa que recuerdo haber notado entonces fue la presencia súbita en el lugar del explorador hindú Mr. Murthwaite. Deslizándose en torno del semicírculo formado por las personas que se hallaban sentadas o de pie, avanzó con cuidado hasta situarse a espaldas de los juglares, a quienes les habló repentinamente en su propia lengua.

De haberlos punzado con una bayoneta, dudo que los hindúes se hubieran estremecido de tal manera y que se hubiesen vuelto hacia él con más agilidad felina que la que pusieron en juego al oír las primeras palabras brotadas de sus labios. Pero inmediatamente comenzaron a prodigarle sus zalemas y a hacerle reverencias en la forma más política y taimada. Luego de las pocas palabras cambiadas en lengua extranjera, se alejó de allí Mr. Murthwaite tan silenciosamente como se había acercado. El jefe, que actuaba en calidad de intérprete, giró de inmediato sobre sí mismo, para enfrentar de nuevo a la concurrencia. Pude advertir entonces que el individuo de la tez color de café exhibía una coloración gris, a raíz de las palabras oídas de labios de Mr. Murthwaite. Haciéndole una reverencia al ama, declaró que el espectáculo había terminado. Las mocetonas, terriblemente disgustadas, lanzaron un estrepitoso "¡Oh!" que iba dirigido directamente contra Mr. Murthwaite, por haber interrumpido éste la exhibición. El jefe de los juglares, llevándose con ademán humilde la mano al pecho, declaró por segunda vez que los juegos habían terminado. El muchachito inglés comenzó a pasar el sombrero. Las señoras se retiraron a la sala y los caballeros, excepto Mr. Franklin y Mr. Murthwaite, volvieron a sentarse ante sus copas de vino. El lacayo y yo seguimos a los hindúes para comprobar si abandonaban la finca.

Al retornar por el lado de los arbustos, sentí olor a tabaco y me encontré con Mr. Franklin y Mr. Murthwaite (este último fumando una trompetilla), los cuales se paseaban de un lado a otro entre los árboles. Mr. Franklin me hizo una seña para que me acercara.

—Este —dijo Mr. Franklin, presentándome al famoso viajero— es Gabriel Betteredge, viejo amigo y servidor de la familia de la cual acabo de hablarle. Te ruego le cuentes al señor lo que me has referido a mí.

Mr. Murthwaite se quitó la trompetilla de la boca y se recostó contra un árbol con aire fatigado.

—Mr. Betteredge —comenzó—, esos tres hindúes son tan juglares como lo podemos ser usted o yo.

¡He aquí otro hecho sorprendente! Naturalmente, le pregunté al viajero si había visto a los hindúes anteriormente.

—Jamás —replicó Mr. Murthwaite—; pero conozco a fondo lo que son los verdaderos juegos de manos hindúes. Lo que acaba de ver usted aquí esta noche no es más que una pobre y burda imitación de aquéllos. A menos que, pese a mi larga experiencia, me halle yo enteramente equivocado, esos hombres son brahmanes de alta jerarquía. Habrá usted observado, sin duda, cómo reaccionaron cuando los acusé de falsarios, pese a lo hábiles que son los indostánicos para ocultar sus verdaderos sentimientos. Hay en su conducta un algo misterioso que no logro explicarme. Han sacrificado en dos oportunidades sus privilegios de casta: primero, al cruzar el mar, y después, al disfrazarse de juglares. En la tierra de que ellos proceden, constituye ése un inmenso sacrificio. Debe haber un motivo muy serio respaldando su actitud y alguna razón poderosa que les sirva para justificarse y los ayude a recuperar, a su regreso, dichos privilegios.

Yo enmudecí, Mr. Murthwaite siguió fumando. Mr. Franklin, luego de fluctuar en medio de las diversas facetas de su carácter, quebró el silencio en esta forma, hablando según su bella manera italiana, en tanto que dejaba traslucir a través de ella, su sólida base inglesa original.

—Mr. Murthwaite; no sé si se valdrá la pena molestarlo dándole a conocer ciertos detalles domésticos por los cuales no habrá de sentir usted, sin duda, ningún interés y de los que no siento yo, por mi parte, muchos deseos de hablar, fuera del círculo de mis allegados. Pero, luego de lo que acaba usted de decir, me creo obligado, en interés de Lady Verinder y de su hija, a poner en su conocimiento algo que puede quizá colocarlo a usted sobre la pista. Le hablo en forma confidencial y estoy seguro que habrá de ser usted lo suficientemente amable como para no olvidar tal circunstancia.

Luego de este exordio le narró al viajero hindú, según su lúcida manera francesa, lo mismo que me había contado a mí en las Arenas Temblonas. Aun el inmutable Mr. Murthwaite se sintió tan atraído hacia lo que estaba oyendo que dejó caer el cigarro de su boca.

—Y ahora —dijo Mr. Franklin, al dar término al relato— ¿qué es lo que le aconseja su experiencia?

—Mi experiencia me dice, Mr. Franklin Blake —respondió el esplorador—, que ha estado usted mucho más próximo a perder la vida que yo en cualquier ocasión; y eso es ya mucho decir.

Ahora fue Mr. Franklin quien se asombró.

—¿Se trata, realmente, de algo tan grave? —preguntó.

—En mi opinión, sí —replicó Mr. Murthwaite—. No me cabe la menor duda, luego de haberlo escuchado, de que la reintegración de la Piedra Lunar al sitio que ocupaba en la frente del ídolo hindú es el motivo y la justificación de esa renuncia a los privilegios de casta a que acabo de referirme. Estos hombres aguardarán con paciencia felina su oportunidad y lucharán entonces con la ferocidad de los tigres. No puedo explicarme cómo ha podido escapar usted con vida —agregó el eminente viajero, volviendo a encender su cigarro y clavando su enérgica mirada en el semblante de Mr. Franklin—. ¡Ha estado usted yendo y viniendo de un lado a otro, acá y en Londres, con el diamante encima y sigue respirando todavía! Aclaremos esto. ¿Fue a la luz del día cuando retiró usted, en ambas oportunidades, la gema del banco, en Londres?

—A la plena luz del día —dijo Mr. Franklin.

—¿Y había mucha gente en las calles?

—Sí.

—Sin duda fijó usted la hora en que habría de llegar a la residencia de Lady Verinder. La zona que media entre la casa y la estación es muy solitaria. ¿Pudo usted cumplir su palabra?

—No. Llegué cuatro horas antes de la convenida.

—¡Permítame que lo felicite por el procedimiento! ¿Cuándo depositó el diamante en el banco local?

—Una hora después de haberlo traído a esta casa.... y tres horas antes de que esperase verme nadie por estos alrededores.

—¡Permítame que lo felicite nuevamente! ¿Lo trajo usted aquí, solo?

—No. Sucedió que me encontré en el camino con mis primos y su palafrenero y hube de regresar a la casa con ellos.

—¡Permítame que lo felicite por tercera vez! Si en alguna ocasión decide usted realizar un viaje hasta más allá de los límites del mundo civilizado, hágamelo saber, Mr. Blake, porque habré de acompañarlo. Es usted un hombre afortunado.

A esa altura fue cuando intervine yo. Todo esto se hallaba en pugna con mi mentalidad inglesa.

—Sin duda no querrá usted decir, señor —le dije—, que hubieran sido capaces de matar a Mr. Franklin para apoderarse del diamante, de haberse presentado la oportunidad.

—¿Fuma usted, Betteredge?—preguntó el viajero.

—Sí, señor.

—¿Le preocupa a usted mucho la ceniza cuando está limpiando su pipa?

—No, señor.

—En el país de donde estos hombres provienen importa tanto asesinar a un semejante como le importa a usted eliminar la ceniza de su pipa. Si un millar de vidas se interpusiesen entre ellos y el diamante —y estuvieran seguros de que la cosa habría de quedar en el misterio—, las sacrificarían todas sin vacilar. Concedo que el sacrificio de la propia casta constituye un hecho trascendental entre los hindúes. Pero el sacrificio de la vida humana carece para ellos de importancia alguna.

Al oír esto declaré que en mi opinión no se trataba más que de un hatajo de ladrones y criminales. Mr. Murthwaite replicó que, en su opinión, se trataba de un pueblo maravilloso. Mr. Franklin, sin expresar la suya, nos hizo volver al asunto en cuestión.

—Ya han visto la Piedra Lunar sobre el pecho de Miss Verinder —dijo—. ¿Qué debe hacerse ahora?

—Lo mismo que su tío amenazó hacer —respondió Mr. Murthwaite—. Bien sabía el Coronel Herncastle con qué gentes trataba. Envíe mañana el diamante (bajo la custodia de varias personas) a Amsterdam, para que se lo fragmente. Conviértalo en media docena de diamantes. En esa forma desaparecerá la sagrada identidad de la Piedra Lunar..., y se acabará así con el complot.

Mr. Franklin se volvió hacia mí.

—La cosa no tiene remedio —dijo—. Es necesario que hablemos de ello mañana con Lady Verinder.

—¿Por qué no esta misma noche, señor? —le pregunté—. ¿Y si vuelven los hindúes?

Mr. Murthwaite se apresuró a responder, antes de que lo hiciera Mr. Franklin.

—Los hindúes no querrán correr el riesgo de venir aquí esta noche —dijo—. Rara vez utilizan ellos los procedimientos directos para afrontar cualquier hecho, y mucho menos lo harán en este caso, en que el menor yerro podría ser de fatales consecuencias para la consecución de lo que se proponen obtener.

—Pero, ¿y si esos pícaros resultan ser más osados de lo que usted supone, señor? —insistí yo.

—En este caso —dijo Mr. Murthwaite—, suelte a los perros. ¿Tienen ustedes algún perro grande en el patio?

—Dos, señor. Un mastín y un sabueso.

—Con ellos bastará. En la actual emergencia, Betteredge, el mastín y el sabueso tienen la gran ventaja, sobre usted, de no sentir tantos escrúpulos respecto a la santidad de la vida humana—. En el mismo instante en que esta respuesta estallaba como un pistoletazo en mis oídos llegó hasta nosotros la voz desafinada del piano, proveniente de la sala. Arrojando el cigarro, Mr. Murthwaite tomó del brazo a Mr. Franklin y se dirigió con él hacia donde se hallaban las señoras. Mientras avanzaba en pos de ellos, advertí que el cielo se encapotaba rápidamente. Mr. Murthwaite también lo advirtió. Volviéndose me dijo con un tono fatigado y burlón:

—¡Los hindúes van a necesitar de sus paraguas esta noche, Mr. Betteredge!

La cosa podía ser divertida para él. Pero yo no era ningún viajero eminente, ni había andado nunca por tierras remotas jugando al peligro entre ladrones y asesinos. Luego de penetrar en mi pequeña habitación tomé asiento, sudoroso, en una silla y me pregunté con embarazo qué es lo que debía hacerse de inmediato. Otro, en mi lugar, hubiese terminado por ponerse febril; yo acabé con eso de otra manera: encendí mi pipa y me dispuse a hojear mi Robinsón Crusoe.

No hacía cinco minutos que me hallaba leyendo, cuando di con este asombroso pasaje, en la página ciento sesenta y uno:

"El temor del Peligro es diez mil veces más aterrador que el Peligro en sí mismo, cuando se torna éste aparente ante nuestros ojos; entonces descubrimos que el Peso de la Ansiedad supera en mucho al de la Desgracia que provoca esa misma Ansiedad.”

¡Quien después de leer estas líneas no crea en el valor del Robinsón Crusoe, o bien es porque algo anda mal en su cabeza o bien es un ser extraviado en la bruma de su propia arrogancia! Si así ocurre, mejor será no malgastar con él palabras y reservar nuestra piedad para alguien que posea más viva fe.

Hacía ya largo tiempo que me hallaba fumando mi segunda pipa y que seguía perdido en mi sentimiento de admiración hacia ese maravilloso libro, cuando oí entrar a Penélope, quien luego de servir el té, venía a informarme de lo acontecido en la sala. Cuando ella salió de allí. las dos mocetonas se hallaban cantando un dúo, cuya letra comenzaba con una enorme "O” y al que servía de fondo la música correspondiente. Había observado que el ama cometió por vez primera, hasta donde alcanzaba su memoria, varios yerros en el juego de whist. Había visto, también, al famoso viajero durmiendo en un rincón; oído cómo Mr. Franklin ejercitaba su ingenio a costa de Mr. Godfrey y de las Damas de Beneficencia en general y cómo le devolvía Mr. Godfrey el golpe, en una forma un tanto violenta y que no se avenía con la habitual conducta de tan benevolente caballero. Pudo ver luego a Miss Raquel dedicándose en apariencia a calmar a Mrs. Threadgall mediante la exhibición de algunas fotografías, pero esforzándose en realidad por lanzarle a Mr. Franklin miradas tan expresivas, que aun la más torpe criada hubiera sabido interpretarla debidamente. Por último, fue sorprendida por la ausencia súbita de Mr. Candy, quien luego de desaparecer en forma misteriosa, reapareció en forma igualmente misteriosa y entabló conversación con Mr. Godfrey. En general puede decirse que las cosas seguían un curso más favorable que el que era de prever, teniendo en cuenta lo ocurrido durante la comida. De mantenerse una hora más tal situación, las viejas manos del Padre Tiempo llegarían allí con el carruaje de cada cual, librándonos, por fin, de todos ellos.

Todo llega a su fin en este mundo; así fue como aun el estimulante efecto del Robinsón Crusoe se disipó en mi espíritu, luego que abandonó Penélope mi habitación. Otra vez inquieto, resolví efectuar una inspección por las tierras que rodean la casa, antes de que comenzara a llover. En lugar de ir acompañado del lacayo, cuyo olfato era humano y por lo tanto de ninguna utilidad frente a cualquier emergencia, partí en compañía del sabueso. Su olfato era especial para descubrir a los extraños. Después de recorrer todo el perímetro de la heredad, salimos a la carretera y emprendimos luego el regreso tan ignorantes como cuando partimos y sin haber dado con el menor rastro de alguien que pudiera estar acechando en cualquier sitio. Encadené otra vez al perro, y al dirigirme nuevamente por el lado de los arbustos en dirección a la casa, me encontré con dos caballeros que viniendo de la sala avanzaban hacia mí. Se trataba de Mr. Candy y Mr. Godfrey, quienes, tal como los dejara Penélope, se hallaban conversando y reían suavemente a raíz de alguna ocurrencia de su propia cosecha. Yo experimenté cierto asombro ante el hecho de que hubieran llegado a hacerse amigos, pero resolví pasar de largo, naturalmente, aparentando no verlos.

El arribo de los vehículos fue la señal para que comenzara a llover. El agua cayó a cántaros y en una forma que parecía anunciar que llovería toda la noche. Con la sola excepción del doctor, cuyo birlocho estaba aguardando allí, el resto de los contertulios partió arrellanándose cada cual cómodamente en su coche cerrado. Le dije a Mr. Candy que lamentaba el que hubiera de mojarse. Me respondió que mucho le extrañaba que a mi edad siguiera ignorando que la piel de un médico es impermeable. Y así fue como, riéndose ante su propia chanza, se lanzó en medio de la lluvia y pudimos al fin vernos libres de todos los huéspedes.

Corresponde ahora narrar lo acontecido durante esa noche.

La piedra lunar (texto completo, con índice activo)

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