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II

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Una de las más disparatadas era la que giraba en torno de un Diamante Amarillo, gema famosa en los anales nativos de la India.

La más antigua de las tradiciones conocidas afirmaba que había estado engastada en la frente de la deidad india de cuatro manos que simboliza la Luna. Debido en parte a su peculiar coloración y en parte a una superstición que la hacía partícipe de las cualidades del ídolo al cual servía de ornamento y a la circunstancia de que su brillo aumentaba o disminuía en potencia, según aumentara o disminuyera en intensidad el de la luna, recibió primitivamente el nombre con el cual aún hoy se la conoce en la India: la Piedra Lunar. Una superstición parecida predominó en la Grecia antigua y en Roma, aunque no vinculada como aquella de la India a un diamante consagrado al servicio de un dios, sino a una piedra semitransparente y perteneciente a una variedad inferior de gemas, que se suponía era sensible a las influencias de la Luna; la Luna, también en este caso, dio su nombre a la piedra, que sigue siendo llamada así por los coleccionistas de nuestro tiempo.

Las aventuras del Diamante Amarillo comienzan en el undécimo siglo de la Era Cristiana. Por ese entonces atravesó la India el conquistador mahometano Mahmoud de Ghizni; luego de apoderarse de la ciudad sagrada de Somnauth, despojó de sus tesoros al famoso templo que durante muchos siglos fuera el santuario de los peregrinos indostánicos y la maravilla del mundo oriental.

De todos los ídolos adorados en el templo, sólo el dios lunar escapó a la rapacidad de los conquistadores mahometanos. Protegida por tres brahmanes, la deidad inviolada que lucía en su frente el Diamante Amarillo fue quitada de allí durante la noche y transportada a la segunda de las ciudades sagradas de la India: Benares.

Allí, en un nuevo templo —y en un recinto incrustado de piedras preciosas y bajo un techo sostenido por pilares de oro—, fue colocado y adorado el dios lunar. Allí también, y en la noche del día en que se dio término a la erección del santuario, aparecióse a los tres brahmanes, en sueño, Vichnú el Preservador.

Impregnó el dios con su aliento divino el diamante ubicado en la frente del ídolo. Y los tres brahmanes cayeron de hinojos ocultando sus rostros en sus túnicas.

Vichnú ordenó luego que la Piedra Lunar habría de ser vigilada desde entonces por tres sacerdotes que deberían turnarse día y noche, hasta la última generación de los hombres. Y los tres brahmanes escucharon su voz y acataron su voluntad con una reverencia. La deidad predijo una especie de desastre al presuntuoso mortal que posase sus manos en la gema sagrada y también a todos los de su casa y su sangre que la heredaran después de él. Y los brahmanes decidieron estampar la sentencia en letras de oro sobre las puertas del santuario.

Transcurrieron los siglos y, generación tras generación, los sucesores de los tres brahmanes mantuvieron su vigilancia sobre la inapreciable Piedra Lunar, durante el día y la noche. Las centurias fueron pasando hasta arribar a los primeros años del siglo XVIII de la Era Cristiana, que vio reinar a Aurengzeib, Emperador de los mogoles. Bajo su mando el estrago y la rapiña desatáronse nuevamente en los templos donde se adoraba a Brahma. El santuario del dios de las cuatro manos fue profanado, luego de haber sido muertos los animales sagrados; las imágenes de los dioses fueron despedazadas y la Piedra Lunar cayó en manos de un oficial de alta graduación del ejército de Aurengzeib.

No pudiendo recuperar su tesoro perdido mediante la lucha franca, los tres sacerdotes guardianes lo siguieron y continuaron vigilándolo a escondidas. Una tras otra fueron pasando las generaciones; el guerrero responsable del sacrilegio pereció de manera miserable; la Piedra Lunar fue deslizándose (con la maldición encima) de las manos de un infiel musulmán a las de otro; y siempre en medio de todas las vicisitudes, siguieron vigilándola, a la espera del día en que la voluntad de Vichnú el Preservador decidiera reintegrarles la gema sagrada. Pasaron los años, hasta llegar a las postrimerías del siglo decimoctavo de la Era Cristiana. El diamante cayó en poder de Tippo, Sultán de Seringapatam, quien ordenó que se lo colocara a manera de adorno en la empuñadura de su daga, disponiendo que la misma fuese depositada entre los más valiosos tesoros de su armería. Y aun allí, en el propio palacio del sultán, los tres sacerdotes guardianes prosiguieron velando en secreto. Había en la casa de Tippo tres oficiales extranjeros que se ganaron la confianza de su amo acatando o simulando acatar la fe musulmana, y los rumores decían que se trataba de los tres sacerdotes, disfrazados.

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